Mi familia, producto típico de la moral-judeocristiana-posguerra-civil-española, se empeñó en educarme para hacer de mí una persona decente. El catecismo les echaba una buena mano:"dios premia a los buenos y castiga a los malos"; los tebeos de El Capitán Trueno y El Jabato reforzaban esa convicción y el Hollywood en blanco y negro de los 50-60 ponía la guinda: películas todas con final feliz en las que el bueno siempre ganaba y el malo recibía su merecido.
Cuando crecías, salías a la vida e intentabas aplicar esas bienintencionadas enseñanzas, empezabas a recibir tortazos a diestro y siniestro y así era como la realidad se encargaba de aclararte las cosas: mentir y robar siempre fue mucho más rentable que decir la verdad y ser honrado. Los malos pocas veces pagan por sus fechorías y a los que se empeñan en ser buenos, con el tiempo se les acaba poniendo cara de tonto.
El dilema llega cuando es a ti a quien te toca educar: "¿Cómo le cuento yo esto a mis hijas?". En mi caso, cuando llegó el momento, decidí optar por la media ponderada, usar ejemplos, dar pistas, hablar de pros y contras de una y otra opción y dejar finalmente que las conclusiones las sacaran ellas. Pero, como casi siempre suele suceder en las relaciones paternofiliales, nunca sabré si acerté o no.
Los casos de Assange y de Snowden me han servido para tener algunas conversaciones con ellas sobre la conveniencia o no de ser coherente y honesto en la vida: dos personas perseguidas por el aparato judicial y político del país más poderoso del planeta porque decidieron hacer lo que ellos creían que era justo, sacar a la luz pública las maldades, traiciones y mentiras por las que se rigen buena parte de los poderosos que mueven los hilos del mundo. "Creí que sabía cómo funciona el mundo. Nada me preparó para lo que me he encontrado", dijo Assange en octubre de 2010.
Seguramente Assange, Snowden y el soldado Manning, este último condenado a treinta y cinco años de cárcel, tuvieron unos padres parecidos a los míos. Puede que actúen convencidos de que el bien triunfa, que la denuncia de la injusticia acabará convirtiéndonos a todos en mejores personas, con más criterio y capacidad para hacernos una idea aproximada de la verdadera manera en que funciona el mundo... A fe que están pagando cara su ingenuidad. Son el crudo símbolo viviente del encanallamiento en que vivimos.
Hablamos poco de ellos. Parecemos haber decidido mirar para otro lado entre avergonzados y resignados, es decir: cobardes. Y callarnos. Ahora, tras el anuncio hecho público por la ONU calificando de ilegal la situación en que se encuentra Assange y pidiendo que pueda abandonar su refugio en la embajada de Ecuador en Londres sin que el gobierno británico lo detenga, vuelve a estar de actualidad una surrealista situación que dura ya cuarenta y cuatro meses, más parecida a una pesadilla que a algo que realmente esté sucediendo.
Pasarán unos días y nos volveremos a callar, nos olvidaremos, volveremos a ponernos de perfil ante esta flagrante canallada. Evidenciaremos nuestra impotencia desbordados por una situación que nos pone ante el espejo de nuestras propias contradicciones y nos deja todas las vergüenzas (las pocas que nos queden) al aire. No, Capitán Trueno, no es verdad que gane el bueno. No, querida familia, no es bueno que te llamen "buena persona" cuando lo que quieren llamarte es tonto.
En sus particulares confinamientos, admiro la fortaleza moral de Snowden y de Assange. Ellos, con Manning, son el símbolo de nuestra gran mentira diaria. Les debemos mucho a su trabajo y a su capacidad de resistencia, porque a medida que transcurran los años, más importancia irá adquiriendo lo que hicieron. Conviene, ahora que están vivos y que continúan resistiendo, no solo no olvidarlos, sino buscar la manera de rendirles el homenaje que se merecen.
J.T.
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