El día en que no tuvimos más remedio que confiar los cuidados de mi madre a una residencia de ancianos uno de mis hermanos, que suele tener bastante tino para resumir las cosas con pocas palabras, me lo dijo: esto es un aparcamiento de viejos, Juan. He de admitir que la frase me produjo un cierto escalofrío, pero no podía ser más certera. Y eso que la residencia era chic, con antiguas personalidades de la sociedad almeriense entre sus compañeros de hospedaje, cierto aura de hotel de lujo y un amplio programa de actividades complementarias.
Pero mi hermano llevaba razón. Una de las salas comunes, la más grande de ellas, reunía frente al televisor a docenas de personas ancianas, buena parte de ellas en silla de ruedas, que esperaban la muerte viendo El secreto de Puente Viejo, los variados concursos de las distintas cadenas, o lo que es peor, los programas de Ana Rosa Quintana o Mariló Montero, quien por entonces se encargaba de escandalizarnos a diario con su atrevido analfabetismo en un magazine emitido por la televisión pública.
Admito que no nos extrañó excesivamente el reducido horario y la escasa dotación de servicio médico. Las enfermeras y cuidadoras, encantadoras todas ellas, no fallaban con el cuadrante y cada tanto se acercaban a alguna de las personas residentes para recordarle que había llegado la hora de ingerir la pastilla azul, o la verde, o la blanca. De vez en cuando se celebraba alguna fiesta, coincidiendo con los cumpleaños sobre todo y, por supuesto, no faltaba la misa diaria para quien deseara acudir a ella.
Recuerdo lo mal que lo pasamos el día en que nos llamaron porque mi madre había decidido escaparse de allí, signo claro de que su inteligencia mantenía su lucidez. Fueron unas horas de angustia interminable las que transcurrieron desde que conocimos la noticia hasta que dimos con ella, sentada en una plaza de la ciudad, feliz por lo que sin duda había disfrutado con la travesura. Ella sabía que necesitaba ayuda permanente y que tenía que volver, cosa que hizo sin resistirse, pero eso no le impidió degustar unas horas de libertad que debieron saberle a gloria.
Solo recuerdo un caso de rebeldía consumada, el de uno de sus compañeros con más de ochenta años cumplidos, quien un buen día decidió volverse a casa dispuesto a morir solo. "Esto es una cárcel, dijo, y yo no me voy a encerrar aquí de por vida por voluntad propia, rodeado además de gente que está en las últimas". Y, como suele ocurrirle a quien se arriesga, su determinación fue premiada con el hallazgo de una pareja que lo acompañó hasta el resto de sus días.
La residencia y sus servicios no estaban mal, como decía, pero sí es verdad que debiera haberme llamado más la atención la extraña escasez de atención médica. Una doctora amabilísima, claro que sí, pero que apenas se encontraba con el menor problema, expedía un parte de traslado, llamaba a una ambulancia y mandaba a la persona enferma al hospital de Torrecárdenas.
Durante los casi tres años que mi madre pasó en la residencia, fueron varias las veces que fue enviada al hospital. Una de ellas sería la última. Yo volaba en mi coche tras la ambulancia con mayor desesperación que en otras ocasiones, con miedo a perder de vista el vehículo. Al llegar a Urgencias, vi cómo el enfermero trasladaba la camilla hasta la sala de espera. Apenas pude le acaricié la mano y percibí que algo raro pasaba. No, no podía ser, y no me lo creí hasta que unos minutos después los médicos nos confirmaban su fallecimiento.
El único rato que no estuvimos con ella fue el trayecto desde la residencia hasta el hospital. El tiempo restante no faltamos de su lado, y aún así no pude evitar la sensación de que había sido insuficiente. No quiero ni imaginarme cómo me sentiría si tal experiencia, que ocurrió hace ya varios años, hubiera tenido lugar en este tiempo de pandemia. ¿La habrían trasladado al hospital? ¿Nos hubieran permitido estar con mi madre? Hubiera muerto sola, sin compañía ni cariño alguno a su lado.
Lo pienso y se me ponen los pelos de punta. Me sitúo pues en el lugar de tantas personas que en los tres últimos meses han pasado por esta experiencia y no puedo evitar estremecerme. Los médicos, las enfermeras, las residencias, los hospitales tuvieron que tomar decisiones muy duras, inhumanas, y ese dolor estoy seguro que les acompañará siempre, como a los familiares de quienes fallecieron en soledad les acompañará la rabia.
Lo que no tiene perdón, ni explicación, es que los responsables políticos no tuvieran la valentía de coger el toro por los cuernos y contarnos la verdad desde el primer minuto. Sí, miren ustedes, tuvimos que dar órdenes de prioridades que jamás en la vida nos hubiera gustado tener que dar. ¿Por qué no lo contaron así, por qué se han dedicado a mentirnos, a ocultar la verdad, hasta que se ha ido sabiendo poco a poco, hasta que hemos descubierto la escandalosa torpeza, por emplear un término suave, con la que fueron gestionadas las residencias de ancianos durante los días más duros de la crisis sanitaria?
No me siento capacitado para concluir si hubo responsabilidades penales, criminales... con el tiempo se sabrá, pero recuerdo muy bien la estupefacción que me produjo la primera noticia que tuvimos de todo esto, cuando supimos que el ejército había entrado en varias residencias y encontró abandonados a muchos ancianos en sus camas, ya fallecidos o debatiéndose entre la vida y la muerte.
Esto no va a quedar así, ¿verdad?
J.T.
Comentarios
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