Iban a incendiar Catalunya, a derogar cuantas leyes significaran avances sociales, destituir desde el primer día de legislatura a los responsables de Correos, el CIS, RTVE... Iban a entrar a sangre y fuego, espada flamígera en mano, dispuestos a acabar con todo vestigio del Gobierno de coalición saliente. Por fin iban a recuperar el poder "los que siempre tienen que estar", aquellos a quienes por ley natural les corresponde regir nuestros destinos porque así lo creen en su fuero interno, están convencidos de que el país es suyo, y sostienen y sostendrán siempre que las izquierdas mandando son una maldita anomalía.
Estaban tan seguros PP y Vox de que por fin el país iba a ser todo suyo que, en plena campaña y sin pudor alguno, cerraron pactos autonómicos donde han colocado negacionistas, xenóbos, machistas y homófobos al frente de instituciones en Valencia, Aragón, Extremadura o Baleares. Si la estrategia de la crispación, el mal rollo eterno, no les había pasado factura en las municipales, ¿por qué se la iba a pasar ahora?
Estaban tan convencidos de que el Gobierno de coalición caería fulminado que para ellos la campaña electoral era solo un incómodo trámite a solventar casi sin despeinarse. Todo el pescado estaba ya vendido, así que ¿para qué esforzarse en acudir a debates, para qué realizar propuestas u ofrecer datos correctos, por qué no mentir, por qué no intimidar a quien tuviera la osadía de replicarte y demostrar que tus datos no son correctos?
Merced a sus esbirros en las redes, gracias también a sus acólitos mediáticos y demoscópicos, que llevan años mascando rabia y sembrando odio, las derechas habían conseguido, o al menos eso creían ellas, instalar en las izquierdas la sensación de que había poco que hacer para evitar su victoria, que todo estaba perdido. En los bares, en las calles, en las reuniones familiares, en el trabajo o de paseo con tu pareja, solo escuchabas alrededor la voz de quienes soltaban pestes de Pedro Sánchez, insultaban sin parar a Podemos o se reían de Yolanda Díaz y su nuevo proyecto.
Reconozcámoslo: consiguieron que nos acojonáramos. Desde el día de las elecciones municipales y autonómicas, el 28 de mayo, teníamos el susto metido en el cuerpo, la campaña para las generales tampoco nos ofrecía razones para ser optimistas salvo unos cuantos destellos, y el domingo 23 de julio, cuando tocó ir a votar, muchos lo hicimos temiéndonos lo peor. Quizás por eso esté costando digerir los resultados (a ellos más) aunque es verdad que se pudo respirar con cierto alivio cuando quedó certificado que el monstruo fascista no iba a poder cumplir sus amenazas. Aún así, yo apostaría por la prudencia y me abstendría de lanzar las campanas al vuelo. Tiempo habrá.
No olvidemos que el think tank del odio no va a descansar ni un solo día, por muy agosto que sea. Estoy con quienes sostienen que la presión en la redes y en los medios este verano va a ser más violenta y procaz de lo que llevamos viviendo desde primeros de mayo. Procurarán por todos los medios, como ya estamos pudiendo comprobar, poner el mayor número de palos en las ruedas de la negociación con los nacionalistas, se negarán a aceptar los resultados todo el tiempo que puedan y trabajarán a destajo para intentar revertirlos. La aceptación es la quinta fase del duelo y aún van por la segunda, la ira, tras superar la primera que es la negación ("esto no me puede estar pasando a mí").
Van por la segunda y ahí andan a piñón, sugiriendo tamayazos y empeñados en llamar perdedoras a todas las fuerzas políticas que tienen posibilidades de conseguir mayoría absoluta y que no quieren saber nada con ellos. Fuerzas perdedoras, por cierto, a las que el líder popular envía cartas de amor sin que se le caiga la cara de vergüenza, lo que significa que ya está aquí la tercer fase del duelo, la negociación. Tras el zasca de Sánchez no creo que tarde mucho en entrar en la cuarta, la depresión.
Feijóo, Abascal y las formaciones que ambos encabezan padecen el síndrome de la madrastra de Blancanieves. Ni soportan ni quieren oír las verdades del espejo: que no son los más guapos porque Europa prefiere la continuidad de un Gobierno de coalición progresista, porque la economía va bien, porque en Bruselas hay alivio desde que hemos parado a la ultraderecha en las urnas, vamos, que no los quieren ni en pintura.
Las dificultades no van a faltar, menos aún con la entrada de Puigdemont en escena, pero parece poco factible que volvamos a oler a naftalina y alcanfor; tardarán en aceptar que España es plural por mucho que ahora sean capaces hasta de hacerle ojitos a Junts, se revolverán y montarán pollos de todo tipo hasta asumir que, al menos de momento, no han conseguido sus objetivos por mucho que el grueso de los medios de comunicación y un escandaloso porcentaje de jueces continúen actuando de espaldas a la voluntad mayoritaria de la ciudadanía.
Mejor no bajar la guardia y no fiarse ni un pelo. Mejor andarse con pies de plomo y dejar el cava para el día en que Sánchez, como presidente de un nuevo Gobierno de coalición, vuelva a prometer el cargo.
Comentarios
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