Con la cabeza caliente y los pies fríos. Así me quedé tras los anuncios para defender el periodismo "veraz" que el presidente del Gobierno realizó el pasado miércoles en el Congreso de los Diputados. Lo primero que cabe preguntarse es qué significa información veraz para un político. Para Pedro Sánchez o para quien sea. Entre los principales cometidos de quienes trabajan en los gabinetes de comunicación de un cargo público se encuentra procurar dificultar el trabajo de investigación de cualquier periodista que aspire a meter las narices en su negociado. Periodistas entorpeciendo la labor de periodistas. Ese es el juego. Así las cosas, cuando un político reclama información veraz... ¿qué está queriendo decir exactamente?
El diagnóstico del que parte Sánchez para buscar soluciones es correcto; entre mentiras, bulos, desinformaciones, propaganda encubierta y extensión del odio el mundo de la información se ha convertido en un pestilente lodazal. Ni la digitalización ni las redes sociales han venido para mejorar las cosas, como en un principio se pensó. Todo eso es tan cierto como que nadie ha dado aún con la tecla que permita corregir la situación. Ni los expertos en nuevas tecnologías, ni los teóricos de la comunicación, ni los propios periodistas con sus asociaciones profesionales, así que, ¿de verdad piensa el presidente del Gobierno que con sus propuestas puede conseguir que solo circule información "veraz"?
El pasado miércoles quedó claro que no. A menos que cuando habló de regeneración, en su fuero interno estuviera pensando en el término regulación, pero no creo. A un demócrata nunca se le ocurriría, ¿verdad? ¿O sí? Esto de la libertad de expresión siempre ha sido y es una molesta ladilla para cualquier poderoso. Es verdad que algunos medios son una vergüenza, pero ¿qué hacemos, les ponemos un bozal, tomamos una espada flamígera y los mandamos al silencio de los infiernos?
Es cierto que algunos mal llamados periodistas se comportan como entusiastas sicarios al servicio de antidemócratas, pero ¿qué hacemos, les quitamos a los enemigos las libertades, en nombre precisamente de la libertad, la posibilidad de expresarse como les venga en gana? ¿Dónde ponemos los límites? ¿Cómo asegurarnos de que esos límites no se van a volver contra los demócratas a las primeras de cambio, en el mismo momento en que los intolerantes lleguen a las instituciones y se encuentren con ese instrumento en vigor? ¡Menudo chollo para los vocacionales de la prohibición si ya de antemano ha habido ingenuos que les han hecho el trabajo sucio!
Sánchez sabe que meter la mano (legalmente, quiero decir) en los medios de comunicación no tiene recorrido posible. Desconozco lo que pudo llegar a pasar por su cabeza en aquellos ya célebres cinco días de silencio y meditación. Si en algún momento tuvo la tentación de controlar, con lo expuesto la semana pasada en el Congreso parece claro que se le ha pasado la fiebre. ¿Era necesario reflexionar tanto para acabar proponiendo que se cumpla la normativa europea que obliga a los medios a publicar con detalle quiénes son sus propietarios y a todos los gobiernos, tanto el nacional como los autonómicos o locales, a especificar cómo se gasta el dinero público en publicidad institucional en esos medios? ¿Es eso todo?
Es bueno que se conozcan los detalles y alguna que otra letra pequeña, pero convengamos que en este tipo de asuntos lo que el personal no sabe con precisión lo puede intuir: por un lado, que los grandes medios están en manos de bancos, empresas del Ibex y fondos de inversión internacionales, y por otro, que lo que se cuenta en ellos obedece, faltaría más, a los intereses de sus dueños. Que los políticos anden por la vida convencidos de que los medios públicos forman parte del kit al que tienen derecho cuando ganan unas elecciones es también muy difícil de combatir. Trabajo complicado y la mayor parte de las veces estéril, doy fe.
Si hay gente mintiendo en los informativos, si hay presentadoras metiendo el miedo en el cuerpo por si te ocupan la casa, si hay periódicos infames cuyas portadas no dicen una verdad ni por equivocación es porque los dueños de esos medios permiten que tal cosa suceda. Los medios como fenómeno cómplice del lawfare no son un algo ni nuevo ni único, está ocurriendo en medio mundo. ¿Y aquí queremos ponerle puertas al campo?
No hay directiva europea ni acuerdo global, si existiera, que pueda poner fin sin más a este encanallamiento. Seguro que existe una solución, seguro que más pronto o más tarde la encontraremos, pero mientras tanto no nos queda otra que defender el derecho a la libertad de expresión con uñas y dientes. Cualquier otra opción será siempre peor, no hay duda.
Toca suscribir aquella idea que alguien atribuyó a Voltaire con estas o parecidas palabras: "Odio con todas mis fuerzas lo que está usted diciendo, pero defenderé hasta la muerte su derecho a decirlo".
Comentarios
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