Corazón de Olivetti

Las otras víctimas del 11-S

Al día siguiente del 11-S, no sólo había escombros sobre la Zona Cero en el corazón del World Trade Center neoyorquino. También llegaban los cascotes al imaginario de la Revolución Francesa: a las tres palabras mágicas de libertad, igualdad y fraternidad, se sumaba un aluvión de precauciones, incertidumbres de marquesonas, tiquismiquis de demócratas tibios. Miedo y seguridad iba a ser el ábrete sésamo de la década siguiente, entre predicadores del yihad o de las cruzadas, empeñados en volver a tropezar en la misma piedra de la historia.

La herencia de aquellos célebres atentados en Estados Unidos fue la injusticia duradera, las guerras preventivas, los tribunales legítimos sustituidos por la Ley de Lynch y los sucesivos pókers de la muerte con que reparten cartas los soldados del imperio y los muyaidines dispuestos a inmolarse por un paraíso lleno de huríes. Ojalá no hubiera muerto nadie aquel día, pero no fue así:  2.753 personas en Manhattan, 184 en Washington y 40 en Shanksville. Ojalá no siguiera muriendo gente usando en vano el nombre de aquellas víctimas. Por no formular ese tipo de preguntas capciosas que no hemos tenido más remedio que repetirnos a lo largo de los últimos diez años cuando la sangre salpicaba desde los televisores a las mesitas del comedor de nuestras casas: ¿cuántas torres gemelas caben en Palestina?, suele ser la más frecuente.

Los dioses no deben estar locos. Sus creyentes sí. El ferry de Staten Island se desvió de repente hacia Guantánamo. Y los turoperadores de las matanzas organizaron excursiones a Kabul o a Bagdad. Georges W. Bush dejó de jugar a la guerra de las galaxias y fomentó un siniestro y constante desfile de moros y cristianos. Todas las religiones hablan de paz, pero visto lo visto debe tratarse de un truco para despistar al enemigo. También aquel 11 de septiembre murió una parte esencial de nuestra filosofía. Los atentados de aquel día y las reacciones que siguieron acabaron con la vida intelectual de Jean Jacques Rousseau y su albur de que el ser humano fuese bueno por naturaleza.

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