Corazón de Olivetti

¿Constituqué?

 

Hubo tiempos en que las constituciones tenían una vitola de conquista y de armisticio, de casa común y de sueños por escrito. La de 1978 es ya una señora mayor cuyo cumpleaños sólo parecen dispuestos a celebrarlo los cargos oficiales que pronuncian ditirambos sobre su Título Segundo, ante una horda de escolares aburridos que juegan a escondidas con sus móviles. Al resto del personal, en esa fecha, sólo le emociona su condición de día feriado, como el de la patrona local o el lunes de resaca que suele seguir a las verbenas populares.

Está achacosa la pobre. Y cuando entra en quirófano la Constitución no es para ponerse más botox de libertad en las mejillas ni para alargar sus atributos justicieros. Es para incorporarle un marcapasos del déficit o para meterla en Europa por urgencias para mantenerla luego dentro con respiración asistida. 

Será que ya no hay constituciones como antes, como la bicentenaria de Cádiz que animaba a los españoles a ser justos y benéficos. O la que acaba de promulgarse en Ecuador, que garantiza los derechos de la madre naturaleza. Constituciones poéticas, les llaman. Quizá porque las otras sean tan prosaicas que sólo hablan del libre mercado y de monarquías intocables. 

Parece que no toca reformar la nuestra para prohibir el culto de Caín, o para obligar a que el Estado provea de langostinos y de foie a los comedores parroquiales,  a que el derecho al empleo no sea tan sólo una broma pesada y a repoblar las casas vacías como antaño ocurriera con las tierras en barbecho. Cualquier día, los próceres se sentarán en una mesa camilla y borrarán con un tipex la palabra libertad, salud pública y gratuita, educación igual para todos; o el derecho a la reunión, para que los indignados sólo puedan acampar, en último extremo, con los brazos en alto y el carnet en la boca. Se incorporarán entonces nuevas utopías: el privilegio de un banco malo –como si alguno fuera bueno--, el de regalar el Senado a las agencias de rating, el de que se respete la suprema identidad del individuo suprimiendo los convenios colectivos o una reforma de la ley electoral para que los votos no sean vinculantes. 

 

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