Corazón de Olivetti

Cataluña es mía

Salam Rachid, en un viejo cantable del Nano, temía que más temprano que tarde la derecha extrema envolviera las porras en banderas. Algo de eso hay: que se lo pregunten a los fachas descremados de Plataforma per Catalunya, a Democracia Nacional y a otros botarates del afeite craneal y el tentetieso cerebral. Sin embargo, lo que está claro es que hoy domingo la rojigualda y la senyera aparecerán envueltas en las tijeras de CiU y del PP, la sierra mecánica de los recortes con que llevan a cabo la matanza del Estado del bienestar que estábamos ensayando hasta que nos partieron el sueño a ladrillazos. El discurso españolista de Mariano Rajoy y los suyos, el independentista ma non troppo de Artur Mas y el no sabe o no contesta del PSC sólo encubre la incapacidad del neoliberalismo, se llame como se llame, para sacarnos del atolladero en que nos han metido sus políticas, aplicando las mismas recetas y programas que nos han hecho caer en semejante celada.

En vez de soluciones, nos proponen himnos. En vez de libertad, igualdad y fraternidad, patriotismo o patriotería, según se mire. Puestos a ello, ¿no sería más razonable que todo el Estado ejerciera el derecho a la autodeterminación y nos independizáramos de Alemania?

Debo sufrir una parafilia, lo confieso, y me dan morbo las urnas: que la gente hable y diga qué quiere ser de mayor o dentro de diez minutos, a través de un papelito como un mensaje en la botella colectiva de la democracia. Así que si los catalanes quieren colocar una frontera en Lleida o anexionarse Andorra invadiendo sus bazares cualquier fin de semana, que lo hagan. Y si los socialistas nos llaman a consultas sobre el federalismo, mejor que mejor. Incluso me parecería cojonudo que el PP nos pidiera la opinión sobre si queremos a España o preferimos seguir dejándola en sus manos.

Sin embargo, puestos a ello, que no me quiten lo mío. Sentimentalmente, me refiero. Ustedes distraigan, pero tengo para mí que nadie ha logrado poner a su nombre las escrituras de las emociones. Y Cataluña es de todos aquellos que se sintieron mecidos por sus chimeneas y queridos por sus crepúsculos, no tanto –perdónenme la ofensa—por aquellos que convirtieron sus sueños ancestrales en un condado superfluo. A quienes sólo nos mueve el nacionalismo del hambre, nos sentimos en gran medida cómplices del transmiseriano, aquellos trenes del XIX y del XX en los que viajaban los sin nada del resto del Estado al único lugar en donde había logrado cuajar la revolución industrial de los burgueses, bajo las pavesas de una ciudad quemada.

Todo imaginario territorial en el que suelen basarse algunos pueblos para sentirse distintos, y a veces superiores a los otros, guarda una proporción similar de embustes y de certezas, de tópicos y realidades. Cataluña y yo somos así, señora: mi genética del sur tiene un cachito de ADN en el Prat y en L'Hospitalet, en Sant Andreu y en el Somorrostro de Carmen Amaya, cuando estamos a punto de conmemorar su centenario. Claro que también algo de su memoria me pertenece: una gárgola de Gaudí y una escudella de Pepe Carvalho, las calles de Picasso y la Figueras de Dalí, los toros de Barceló y los calcetines de Tapies, el quejío de Duquende, de Poveda o de Maite Martín, con la rumba de Peret y los boleros de Moncho, algunas teclas del piano de Lluis Llach, la divina acracia de Joan Salvat Pappaseit y de Fonollosa, la verdad sobre los nuevos casos Savolta, el lápiz de Carlos Giménez, entre Paracuellos y las comunas, o el Thule legendario de Victor Mora, el tupé de Loquillo en El Fargue, las ramblas de Ocaña, la Salamina de Cercas, el coraje hecho mujer de Lidia Falcón y de Antonina Rodrigo, la estación de Francia, las peras de Lérida y el río de Gerona, un cuplé del Molino y un obrero parado en Tarragona. Todos ellos saben aquell que diu.
Sin embargo, y como en todo hay preferencias, soy más del bon cop de falç que de don Juan de Borbón, del Noi del Sucre que de la saga de los Rius, de un aria en el Liceu más que de las bombas en el mismo. Mi boca sabe a gloria con el vino de L'Ampordà, mi mundo es el de Maruja Torres y, aquí entre nosotros, debo decirles que también estuve con Teresa Serrat en sus últimas tardes, me tatué con Tito Muñoz, fui a los toros con David Castillo, entrené a Coby, fumé canutos con Anarcoma y compartí con Salvador Espriu el inicio del cántico en el templo.

A Cataluña le debo en gran medida la Feria de Sevilla, aunque no creo que se lo pagáramos nunca suficientemente; ni siquiera enviándole a Pep Ventura, desde Alcalá la Real en Jaén, para renovar las tradicionales coblas de sardanas. Por lo tanto, comprendan que, hoy por hoy, no me preocupa tanto que los catalanes tengan su propia hoja de ruta hacia el futuro, la comparta yo o no la comparta. Lo que me inquieta es que los andaluces y buena parte del resto del Estado no tengamos un mal croquis de cómo buscar nuestro propio porvenir político.

Gane quien gane hoy, ganará mi Cataluña. Y, después, sea como sea, ya buscaremos la forma de entendernos. A fin de cuentas, tampoco el catalán es tan complicado.

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