Corazón de Olivetti

Un presidente en diferido

George Orwell nos ocultó celosamente que el Big Brother era Mariano Rajoy. Un ojo público sin público. ¿Acaso existe nuestro presidente del Gobierno?, deben preguntarse los metafísicos. Después de su comparecencia televisiva de ayer, el inquilino de La Moncloa más parece un avatar de sí mismo, de aquel gallego de sutil ironía que nadie supo nunca si subía, si bajaba o estaba en Babia, provincia de León. Ahora, llega a ser incluso un simple holograma de aquel presidente fugaz que escapaba de los reporteros por la puerta del garaje hasta que impuso por la política de los hechos consumados que las ruedas de prensa se celebrasen sin respuestas primero; sin preguntas después y ahora, sencillamente, sin periodistas, con la canalla encerrada en una habitación donde no muerdan fuera del guión previsto por Génova 13.

Hasta que se demuestre lo contrario, estoy convencido de su inocencia. Sin embargo, ¿por qué se comporta como un culpable? Ayer, se envolvió en la bandera de España como un burladero para el morlaco de la sospecha, o acribilló por supuesto al mensajero y se escudó en la teoría de la conspiración, aunque uno ignora si se refiere a las hordas marxistas de Rubalcaba o al fuego amigo de Esperanza Aguirre, cuyo nombre no ha aparecido hasta ahora en ninguna libreta, lo que no deja de resultar sorprendente cuando nuestra memoria evoca fácilmente los turbios entresijos del tamayazo.

Sin transparencia no cabe prometer transparencia. ¿Tan difícil resulta aventar la sombra de la sombra de un indicio? Aceptemos que resulta demasiado complejo refutar los indicios y las imputaciones que empezaron en Gürtel y ya alcanzan incluso al confeti millonario de una fiesta de cumpleaños. Al PP, que siempre usó la brocha gorda de la demagogia contra la izquierda en general y contra el PSOE en particular, habrá que tratarlo ahora con la sutileza de un fino pincel, comenzando por todas las garantías que asisten a cualquier persona física o jurídica en un Estado de derecho. No obstante, dichas cautelas no evitan que ese cierto olor a podrido no podamos apagarlo ni quemando varias hojas de papel de Armenia.

Empiezan a aflorar otras pruebas circunstanciales, desde Ana Mato a Pío García Escudero, por circunstancias bien diversas. Ayer, el líder de los conservadores españoles no tendría que haber amenazado a la prensa ni sacar a colación su sueldo como registrador de la propiedad, alardeando de haber perdido dinero con la política, lo que tendría que ruborizar al más pintado en un país de seis millones de parados. Antes bien, tendría que haber obrado con la contundencia verbal y escrita de aquellos que tienen la conciencia tranquila como uno de aquellos héroes en blanco y negro de Frank Capra, capaces de enfrentarse a un destino adverso. El suyo, como personaje de tragicomedia, lleva media vida, desde el Prestige a Irak o la autoría del 11-M y sus recientes promesas incumplidas, dirimiéndose entre la verdad y la mentira como el ying y el yang de su propia encrucijada política.

Lo peor de su discurso de ayer no fue el fondo sino la forma. No dio la cara, sino que se escondió tras el cristal blindado de una televisión de plasma, como si fuese un presidente en diferido, que responde tarde y mal a los interrogantes que ni él ni su partido pueden evitar; los que no salen por la boca prestada de los periodistas, sino que constituyen un fantasma que recorre España, Europa, el mundo y al que nosotros llamamos corrupción. Después de la declaración de ayer, si Bárcenas se hunde judicialmente, Rajoy se hundirá políticamente si no lo ha hecho ya.

Entre los trajes de Camps y los regalos de Louis Vuitton, los parroquianos de las barras de los bares, la cola del paro, el gentío que se apiña en un autobús en hora punta, tienen una pregunta para usted y esta vez no se trata de saber cuánto cuesta un billete de metro o un café con leche en el ambigú del Congreso, ni si su célebre niña de las elecciones de 2008 se ha quedado sin guardería, sin beca o sin curro. La opinión pública y la publicada quieren, sencillamente, saber si él y los suyos trincaron bajo cuerda pasta gansa de oscura procedencia. Y eso se resuelve en vivo y en directo, a pecho descubierto, sin los antidisturbios del silencio intentando sofocar el grito de la indignación colectiva.

Hubiera bastado con un papel, pero ese presunto Mariano Rajoy que compareció tarde y mal ante un país perplejo iba chungo de papeles. Eso sí, mostrará su declaración de la renta en la web. ¿La de qué año? ¿Están recogidos en ella los pagos que aparecen en los papeles de Bárcenas, ese esquiador de los veintidós millones de euros en Suiza cuyo IRPF le salió a devolver durante varios años? Seguirá pesando la grave sombra de un duda si no se cotejan unas cifras con otras, las del plan B con B de Bárcenas y las que obran en poder del fisco. Esto es, o los papeles son falsos o la declaración lo es. ¿Gastos de representación para dirigentes como Francisco Álvarez Cascos, incluso después de haber dejado su por lo común irresponsable responsabilidad interna? ¿De veras no tienen nombre los ocho millones y medio de euros, procedentes de donaciones anónimas que recibió el PP? ¿A cambio de qué se entregaron tan cuantiosa y generosamente?

En una España a la cuarta pregunta, a la que los superministros del PP le exigen sacrificios sin cuento en una hoja de ruta cuyo mapa nadie entiende, esas cifras resultan indecentes incluso en el caso de que fueran operaciones legales.

Ayer, como viene ocurriendo cada día que vivimos peligrosamente, ardían los twitters. Los hooligans se dividían entre quienes creían que se trataba de una conspiración judeo-masónica, de un montaje y de triquiñuelas de chantajistas, y quienes pretendían que el presidente de todos los españoles era tan ratero como el Dioni. Ni tanto ni tan calvo. Ojalá la tozudez de los hechos haga posible que, en los próximos días, la palabra comprometida de Mariano Rajoy se vea ratificada con datos y documentos irrefutables. Seguro que todos los demócratas lo deseamos de buena fe, porque si las explicaciones se quedan en realidad virtual, lo que puede quedar en entredicho no es sólo el PP sino nuestro propio sistema, al pairo de buscavidas, navajeros, salvapatrias y filibusteros.

Por una vez el máximo responsable de nuestros neoliberales o de nuestros neocons tendrá que dejar de ser relativo y tan fugaz como un neutrino. Tendrá que poner encima de la mesa de la transparencia la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad. De no ser así, salvo los trabucaires al uso y los pasapalabras, ni siquiera su propia militancia aceptará de grado hacerse el longuis como cuando las pancartas del 15-M les señalaban tanto a ellos como al PSOE en el desafecto de los indignados. Ni mirará hacia otra parte como cuando se apaciguó el escándalo del Caso Naseiro por el simple albur de que sus delitos habían prescrito.

Cuando todo va bien, los votantes no hacen preguntas. Como si fueran periodistas en un chiquero. Ahora, en cambio, la más inocente incógnita que late entre los simpatizantes del partido de las gaviotas es por qué sus antiguos tesoreros terminan siendo archimillonarios y por qué este país, en cambio, está cada vez más empobrecido.

Don Tancredo, mientras tanto, no se sabe si sabe. Pero no contesta.

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