Corazón de Olivetti

La culpa la sigue teniendo Zapatero

No es amarga la verdad, lo que no tiene es remedio, cantaba el maestro Joan Manuel Serrat. Y las encuestas saben a cicuta, especialmente las del CIS. A piñón fijo, el electorado del Partido Popular seguirá votando, a pesar del austericidio y de los papeles de Bárcenas, con la ayuda de la reforma clandestina de la Ley del Aborto y sin que nada parezca importar la subida de impuestos y la del paro, la privatización de la salud, de la educación y hasta de la vigilancia exterior de las prisiones. Prietas las filas, recias marciales, impasible el ademán, la mayor parte de los electores de las gaviotas marcharían unánimes a los colegios electorales, aunque no les alcance el sueldo a fin de mes y la soga, en cambio, les llegue al cuello. Incluso si sus siglas se vieran en apuros tal vez contarían probablemente con la marca blanca de UPyD, cuando Toni Cantó rivaliza seriamente por sustituir a Esteban González Pons y a Carlos Floriano, al mismo tiempo.

La socialdemocracia es la que lo tiene crudo, a la luz de los implacables sondeos que siguen arrojando un retrato robot imbatible: visto lo visto, la culpa de la crisis la debe seguir teniendo José Luis Rodríguez Zapatero, bajo la advocación de Alfredo Pérez Rubalcaba. Eso les pasa por descreídos: a los conservadores les basta exigir un simple acto de fe para que su clientela crea que en 2016  volverán los brotes verdes, más temprano que tarde, a pasear por las largas alamedas de lo que fueran los años gloriosos de José María Aznar. Un credo a pies juntillas, sin pararse a recapacitar que su actual líder, Mariano Rajoy, cuenta –a tenor de las estadísticas-- con menos simpatías que Mouriño.

Los electores socialistas, en cambio, son descreídos, por más que ni ZP ni Felipe González acertaran a convertir en laico este falso país aconfesional. De ahí que se multipliquen las distintas sectas, corrientes de opinión y otras disensiones internas, que el PSOE sea incapaz de reconciliarse con su electorado quizá porque anda tan en horas bajas que le resultaría difícil incluso que volviera a votarle Pablo Iglesias. Lo que sorprende, no obstante, es que sus principales líderes ni siquiera se peguen cabezazos contra el muro de las lamentaciones. Ni se espera a un nuevo Isidoro ni otro Suresnes está en la hoja de ruta del socialismo español que sigue confiando en Antonio Machado y en los augurios del hombre del casino provinciano que tiene claro que cualquier día, no se sabe como, volverán los sociatas a La Moncloa cual torna la cigüeña al campanario.

Por su parte, Cayo Lara se toca las llagas como Santo Tomás, acariciando el ansiado sorpasso al que podría, sin embargo, tumbar sobre la lona la letra menuda del sistema D´Ont. El voto de la izquierda resulta tan disperso que incluye ya a ECCO y a otras formaciones alternativas, por lo que bajo esas cuentas del gran capitán sólo un nuevo Frente Popular podría, a la luz de todos los indicios, salvar del fracaso absoluto en los próximos comicios al complejo universo progresista. Sin embargo, ¿cómo poner de acuerdo a un PSOE que cree todavía posible un pacto con Eduardo Manostijeras y la Izquierda Unida que incluye a Sánchez Gordillo y a Diego Cañamero?

Quien más tiene que perder, en cualquier caso, es el viejo partido del puño y de la rosa. Alguien debería llamar a su puerta y explicarle que tiene en llamas la Casa del Pueblo. Que harían bien en salir, aunque fuera a la intemperie, antes de que terminaran achicharrándose dentro. Para ello, tal vez, les convendría revistar humildemente su propia historia y reconocer que la socialdemocracia y su estado del bienestar constituyeron durante años una formidable pantalla y un pretexto, con la que Occidente se defendía del Telón de Acero. Muerto el muro de Berlín, se acabó la rabia de la clase media y ahora volvió el mundo de Charles Dickens, la esclavitud infantil y los salarios miserables, el horario eterno y el lujo en manos de unos cuantos, cada vez más ricos pero cada vez menos.

Cierto es que la derecha cometió y comete mayores tropelías, que comienza en Naseiro y termina en Gurtel, con un halo de impunidad en los banquillos. Pero su gente no se lo tiene en cuenta porque quizá comprende de antemano que, como escribiera Honoré de Balzac, detrás de cada fortuna existe un crimen. Y lo que les importa es el reparto del botín y no el cansino recuerdo de delito.

La izquierda es otra cosa. O debiera serlo. Y los socialistas, que siguen representando a su mayoría, no se sabe por cuanto tiempo, no tendrían que mantener alcaldes con tanta tasa de alcoholemia como Miguel Angel Rodríguez. Ni senadores a punto de una imputación en los EREs falsos. Pero, mucho más allá de los tribunales de justicia, tampoco parece una buena estrategia conquistar a los electores del siglo XXI tan sólo con candidatos del siglo XX y a menudo con discursos del siglo XIX. Hace falta un sorpasso pero claramente ideológico: el del sanseacabó eso de hacerle el juego a los colegios de la cruz y del dólar, o mantener la ofensa de una casilla en el IRPF que nos siga marcando la diferencia entre la Iglesia Católica y el resto de las creencias o descreencias; no va más defender a la Corona a toda costa incluso en las leyes de Transparencia; ya está bien de abrir la puerta a la privatización sanitaria como un sumiso mozo de espadas del PP que llegue luego a rematar la faena; basta de vender el patrimonio público de los municipios, sus servicios de agua y de limpieza, no trapichear con el Supremo y el Consejo General del Poder Judicial o las radiotelevisiones, mientras los únicos presupuestos intocable sean los de Defensa a pesar de que España lleva siglo y pico sin ganar una guerra, salvo cuando se trata de combatir a los propios compatriotas.

No es fácil que el PSOE resucite. Ni que la izquierda, fuere la que fuere, sea capaz de unirse más allá de un paredón. Pero ni unos ni otros todavía están muertos. Ni tienen por qué repetir tercamente los errores del pasado. Desde el centro-izquierda dirán que no se puede llegar a acuerdos con los rojos. Y desde la izquierda extrema, que no hay que darle ni agua a los traidores de la clase obrera. Pero quiero creer que la inteligencia, que las matemáticas y que la vida, como diría Steven Spielberg, siempre se abren paso.

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