Corazón de Olivetti

Ministerio público, misterios privados

La kriptonita era un mineral que debilitaba a Supermán y, en las altas esferas, el ministerio público español parece haberse empachado de tanto usarla. O, al menos, parece que no tuvieran fuerzas ni ganas para incomodar a la infanta Cristina o a José María Aznar, haciéndoles visitar los palacios de Justicia. El mismo organismo –aunque con distintos titulares-- que se niega a devolverle al joven kurdo Hocma Joma el zapato que lanzó contra el primer ministro turco Erdogan por considerarlo "instrumento del delito", ha defendido con denuedo a Miguel Blesa para que el mago de las preferentes salga de prisión por la puerta grande y sonrisa de papel cuché.

Aunque la legislación española no reserva a los fiscales necesariamente la función de acusadores, llama la atención que en los últimos meses se conviertan en paladines de los todopoderosos cuando en la mayor parte de los casos unos se limitan a ejercer de inquisidores de robagallinas por un quítame allá cualquier tecnicismo aunque otros afrontan serenamente esa función suya de pesquisidores de la verdad procesal, que no tiene que coincidir necesariamente con la verdad objetiva, si es que existe.

Sabemos para qué sirven los jueces: para imputar al historiador Gerardo Rivas denunciado por Falange Española por hablar de sus crímenes contra la humanidad o para apartarles de la carrera judicial si deciden sentar al franquismo en el banquillo de los acusados. Esa doble vara de medir parecer ir convirtiéndose en norma y no en excepción, pero no sólo bajo la toga de uno de nuestros principales poderes democráticos.

¿Para qué sirve un fiscal? Tendrá que definirlo la nueva ley de enjuiciamiento criminal. Somos muchos los partidarios de que sean ellos quienes asuman la instrucción de un sumario y que el juez asuma su condición de protector de las libertades y de las garantías procesales. Sin embargo, visto lo visto, no estaría de más que al menos el cargo de Fiscal General del Estado y quizá los correspondientes a los tribunales superiores de las autonomías, siguieran el modelo estadounidense y los candidatos a ocuparlo se presentasen periódicamente a las elecciones. Al menos, así se someterían al escrutinio del mejor jurado, o séase, el pueblo soberano ejerciendo su derecho al voto. De tal forma no darían la sensación de que actúan al dictado de aquellos que entienden, por ejemplo, que una mayoría absoluta les brinda una licencia para ejercer el absolutismo.

Sería cojonudo verles arengar a sus votantes, asegurándoles que extremarán los márgenes legales para arrinconar a las mafias internacionales que blanquean en la Costa, a los narcos de los que ya nadie habla en Galicia o en el Estrecho y que a veces también visten uniformes. Les habríamos aplaudido si prometieran, durante su campaña, que en la lucha contra los desahucios, primarían el derecho a la vivienda que proclama la Constitución y que debería estar por encima a los bienes muertos que la propiedad privada no usa.

No digo yo que tengan que encausar a los bocazas de la CEOE por lamentar que todavía haya cuatro días por entierro: al paso que vamos, con los recortes en sanidad y en la ley de la dependencia, es bastante probable que se multiplique el número de difuntos y no está probado que ello redunde a favor de las pensiones. Tampoco estaría mal que persiguieran a los ministros, consejeros o subsecretarios que van por ahí podando becas, municipios o quirófanos, pero al menos nos conformamos que vayan a juzgar a quienes empezaron a privatizar la salud de Madrid, aunque nadie apuesta un maravedí a que el procesamiento llegue a buen puerto.

Al menos, me gustaría oírles a los fiscales, aunque fuera en periodo electoral, asegurar que el único blindaje legal de este país no debiera ser el de la Casa Real, el de los presidentes o ex presidentes, o, en menor medida, el de los aforados, sino el de la defensa de un sistema que también hace aguas cuando quien debiera representarnos a todos antes, durante o después de una sala de vistas, sólo parece representar los intereses de quien le designó para el cargo.

A pesar de las excepciones, que haberla haylas tanto a título individual como colectivo, este gremio no parece darse cuenta de que no está en peligro la monarquía, que ya ella se encarga de destruirse a sí misma. No sólo corre riesgo la llamada clase política, o el sindicalismo bombardeado por tierra, mar y aire e incluso desde dentro. No se dan cuenta de que este sistema está agonizando y, a mis cortas luces, no lo sustituirá la utopía sino la barbarie. Vivimos tiempos medievales en los que monseñor Rouco ya no se contenta solo con que la religión sea una asignatura obligatoria sino que tendría que ser indisoluble como el matrimonio canónico, para el alumno que decidiera contraer dicho sacramento lectivo. Quizá sea lo que algunos fiscales busquen, volver a la edad de las tinieblas y que salga a concurso de nuevo la plaza de Torquemada en el prestigioso Tribunal del Santo Oficio.

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