Corazón de Olivetti

Siria, ¿la primavera imposible?

Hay lugares del mundo condenados a que el mundo se desentienda de ellos. Siria, por ejemplo, en ese Oriente Próximo, envuelto en una cíclica espiral de sangre cuyas únicas consecuencias hasta la fecha han sido el intervencionismo frecuente de Estados Unidos, Rusia, China o Irán, así como la expansión de Israel sobre los territorios que le fueron cedidos caprichosamente tras la Segunda Guerra Mundial y un raro equilibrio entre tiranuelos islámicos que se han limitado a mantener un status quo que empieza a desmoronarse. ¿Cómo no ser simplistas en un artículo necesariamente breve para analizar una cuestión de tanta complejidad como esta?

Como vaticinara hace un par de años nuestro sabio de cabecera, Pedro Martínez Montávez, buena parte de las primaveras árabes se han precipitado en un otoño terrible, sin pasar siquiera por el verano. El pasado 21 de agosto acababa cualquier posibilidad de que el conflicto de Siria derivase en una solución sensata. La hipotética utilización de armas químicas por parte del déspota de Damasco contra su propio pueblo no se ha demostrado fehacientemente. Y dada la cautela del comité de expertos de Naciones Unidas, no parece que nadie vaya a despejar cualquier género de dudas: tardarán tres semanas en analizar las muestras y los testimonios entre los damnificados por dichos ataques, pero aún así los portavoces de dicha comisión ya han avanzado que tan sólo podría sustanciarse la utilización de tan escalofriantes arsenales, pero no la autoría de los ataques. A pesar de ello, se sabe que las autoridades sirias emprendieron en los años 70 del pasado siglo, una línea de investigación para la guerra química como reacción a un posible bombardeo israelí y el Pentágono calcula que puedan existir alrededor de cincuenta depósitos de tales sustancias.

Ayer sábado, diez días después de aquellos terribles sucesos, la flota de los Estados Unidos se movilizaba en las cercanías de Siria y diversos aviones de transporte hacían lo propio en la base estadounidense de Incirlik, en Turquía. El ataque parecía inminente, pero Barack Obama –un insólito Nobel de la Paz a punto de declarar su primera guerra-- apostó por un tiempo muerto, al postergar aparentemente cualquier decisión militar al referendo por parte de los congresistas norteamericanos que no iniciarán su nuevo periodo de sesiones hasta el próximo nueve de septiembre.

Bajo dicho calendario, queda más de una semana para intentar buscar una solución distinta a la prevista: ¿desde cuándo una guerra ha servido para acabar con otra? En este conflicto, desde hace tiempo, está claro cuáles son las victimas. El problema, al día de hoy, es averiguar cuales son los objetivos. ¿Cómo bombardear los supuestos arsenales de armas químicas sin provocar un armagedón en todo el área? Los expertos apuestan por atacar los lugares donde se fabrican dichos instrumentos de muerte, pero su ubicación no está clara y cualquier ataque fallido podría suscitar una reacción a la desesperada de Siria sobre Israel, sin ir más lejos. ¿O quien dice que dicha estrategia no termine permitiendo que Al Qaeda se haga con el control de los depósitos? Los distintos servicios de inteligencia se encuentran desde hace tiempo en los alrededores intentando distinguir el grano de la paja, esto es, averiguar a quien se facilita armamento, como ya ha reconocido Francia, no vaya a ocurrir que un nuevo Caballo de Troya refuerce las posiciones del enemigo. De seguir con el uniforme de campaña puesto, Barack Obama, la Unión Europea y otros Nobel de la Paz tendrán que escoger extremadamente bien sus blancos para no terminar asesinando ellos a la población civil antes de que lo haga el presidente hereditario de Siria. ¿Cómo reaccionaría Irán ante semejante escenario, más allá del simple suministro militar que ya ha certificado la ONU? El eje entre Damasco, Beirut y Teherán suele traducirse por la palabra Hezbolá.

Visto lo visto, la única solución para Siria pasaría por cocinar una primavera sostenible. Quizá, bajo la pauta de una conferencia de paz en la que no sólo se atendiera al mantenimiento de ese extraño cubo de Rubik que es Oriente Próximo, con la entusiasta participación de todos los países ya citados, más los de la Liga Arabe, sino a la gana ubérrima de mayores libertades por parte de la población siria. Ese, al parecer, es el meollo del asunto. ¿O es tan sólo el pretexto?

Desde 2011 se sabía que Bachar El Asad no iba a tirar la toalla sin un baño de sangre. En aquel momento, quizá hubiera cabido una estrategia diplomática por un lado y un apoyo militar a la oposición, tan dispersa eso sí como en el caso de Libia. Hubo más de lo segundo que de lo primero. Sin embargo, en lugar de apostar todo a una carta, las distintas potencias que manipulan desde lejos el destino de esta zona del mundo, prefirieron no echar toda la carne en el asador en la creencia de que una guerra de baja intensidad podría desgastar por sí sola la firmeza del régimen sirio. Era lo más fácil. Quizá, también, lo más barato. Sobre todo, teniendo en cuenta que cualquiera que sea el movimiento que pueda producirse sobre dicho tablero de ajedrez, puede costarnos muy caro a todos.

Desde el punto de vista político, Washington no quiere arriesgarse a una nueva guerra ilegal, esto es, sin algún apoyo de relevancia tanto a escala interna –el Congreso-- como a escala internacional, donde hasta ahora sólo ha recibido el placet de Francia y de Turquía, aunque Qatar y Arabia Saudí llevan años armando a los rebeldes sirios. No parece probable que la ONU, ni ahora ni dentro de tres semanas, le de licencia para matar. En primer lugar, por la presencia activa de China o de Rusia en el Consejo de Seguridad. Y, en segundo término, por la memoria reciente del caso libio, un estado sin estado que contaba con muchos menos amigos que Siria.

La directiva 1973 de Naciones Unidas, que permitió en su día abrir un pasillo de exclusión aérea para evitar que la aviación tribal de Gadaffi bombardease a su pueblo sirvió en realidad para prestar apoyo bélico a los insurgentes, en una amalgama en la que convivía, como en los viejos tiempos de Afganistán frente a la URSS, la CIA con Al Qaeda. Todos sabemos qué ocurrió en la caída de aquel régimen y aún hoy se desconoce exactamente qué ocurre en la antigua Jamahiriya, que no parece exactamente una balsa de aceite.

Al contrario de lo ocurrido con la resolución 781 en Bosnia Herzegovina en 1992, que hasta los acuerdos de Dayton se ampliaría con las resoluciones 786 y 816, lo de Libia terminó como el rosario de la aurora y lo más probable es que tal asunto haya condicionado la posición de la ONU respecto a estas nuevas arenas movedizas en la región. Claro que también en su día, hubo nones allá por 1991 a la exclusión aérea iraquí, que fue afrontada por su cuenta y riesgo por Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia, al igual que ocurriera doce años más tarde con la invasión de Irak, con aquel inexistente almacén de armas de destrucción masiva cuyo espantajo sirvió en cambio para que Bush y el trío de las Azores, con otros aliados como Polonia, entrasen en tromba y sin ningún parapeto supranacional, en el país de las mil y una noches que, una década más tarde, aún sigue siendo devastado por el fantasma de la guerra.

El nuevo teatro de operaciones del despliegue militar que se cierne sobre Siria no hace más que añadir incertidumbre a la región. Desde los mismos think tank en los que, siguiendo obstinadamente a Giovanni Sartori, suele pontificarse que la conjunción del islam y la democracia está dañada en origen, se ha apoyado a una primavera árabe que, en rigor, sólo ha tenido un resultado esperanzador en Túnez. En Marruecos, por otra parte, al menos sirvió para maquillar la Constitución, aunque el movimiento 20 de febrero se haya diluido más que el 15-M, aunque mantenga cierta influencia moral. ¿Qué fue de la primavera de Yemen, de la paz armada en Líbano o de las tímidas protestas ciudadanas en Israel? En Argelia, durante aquella fiebre liberalizadora, no se movió una hoja, temiendo tal vez a lo que ocurriese allí en 1991 cuando las elecciones se vieron interrumpidas por un golpe militar aplaudido por nuestras democracias ante la certidumbre de que las ganasen los integristas del Frente Islámico de Salvación. El territorio argelino sufrió una terrible contienda civil, similar a la que puede gestarse hoy por hoy en Egipto ante un escenario parecido: al contrario de lo que ocurriese en Túnez, en donde la oposición contaba con una formidable actividad clandestina, a la sombra de las pirámides sólo se movían los periodistas y los Hermanos Musulmanes, que terminaron defenestrando a la monarquía republicana de Mubarak, llevándose el gato electoral al agua, hasta que llegó el Ejército y mandó parar a sangre y fuego. ¿Por qué nadie plantea una intervención militar en El Cairo para frenar las matanzas? Quizá porque el alto estado mayor de dicho país se encontraba de visita en Washington cuando cayó el último faraón.

Al cabo del día y mientras se prepara el nuevo despliegue castrense sobre dicho confín, lo único que queda claro es que los grandes frenos históricos frente a la voracidad geopolítica de Israel se encuentran sumamente debilitados, desde Siria a Egipto. Y que esta ofensiva rebela una considerable hipocresía política y económica: quienes están impulsando dicha acción, si en realidad deseaban apoyar a la insurgencia siria podrían haber apoyado de forma más activa a los rebeldes, tal y como ellos llevan reclamando desde hace dos años. Obama y Hollande, los principales impulsores del zafarrancho de combate, ¿aparecen aquí como paladines de las libertades y martillo de déspotas, o como artifices del nuevo mapa político que se está dibujando en Oriente Próximo desde comienzos del siglo actual y cuyo principal propósito es el de favorecer nuestros intereses y contener la marea yihadista, cueste lo que cueste, incluyendo viejos ideales palestinos y vidas humanas de uno o de otro signo?

A Bachar el Assad, sin duda, hay que sentarlo en el banquillo de los acusados con la convicción de que la historia no habrá de absolverle. La sangría a la que viene sometiendo a su pueblo es indiscutible, haya o no haya utilizado armas químicas o vaya a tirar de ellas, en el caso de que existan. ¿Por qué actuar precisamente ahora y de esta forma? Sigue el dinero, recomiendan en las películas. Sin embargo, también hay que considerar que Washington no está para demasiados fuegos artificiales, cuando sus incursiones en Aghanistán y en Irak le están costando algo más que un ojo de la cara. Gobierne quien gobierne en El Eliseo, Francia sigue imbuida del espíritu de la Legión Extranjera. Ocurrió en Libia, con Sarkozy cuando Estados Unidos no estaba por la labor, y ocurre ahora con Hollande. A las armas, ciudadanos. No se sabe muy bien, eso sí, si pretende sacar provecho económico de todo ello o simplemente no perderlo, ya que su influencia no sólo es patente en el Magreb sino que empieza a serlo cada vez más en el mashrek.

A Mariano Rajoy, por su parte, le mientan Damasco y seguramente piensa en Atocha. Ahora tiene una oportunidad de oro para seguir jugando al presidente plasmado. Por un lado, apoye o no apoye el Gobierno español esta aplazada intervención, la guerra seguirá pasando por las bases de Rota y de Morón. Y seguramente todo este jaleo evite que los telediarios abran con el borrado de los ordenadores de Bárcenas en la sede de su partido.

¿Qué hacer?, sigue siendo la pregunta. El norte de Africa está gobernado por la ley de Murphy y todo es susceptible de empeorar. Resulta comprensible desde luego que los sirios reclamen mano dura contra sus actuales gobernantes, pero deberían mirarse en los espejos próximos que no garantizan la felicidad a mano armada. La exigencia, esta vez, de una nueva conferencia de paz no sería un simple gesto buenista, tal y como gustan descalificar los señores de la guerra a todos aquellos que no creen en sus hazañas bélicas. Nada se pierde: al menos, mientras duren las conversaciones, previsiblemente haya una tibia tregua de matanzas. Algo será algo, digo yo. De fracasar, siempre estaremos a tiempo de movilizar a Rambo.

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