Corazón de Olivetti

Los disparos de Tejero

 

La naturaleza, definitivamente, imita al arte. Las lluvias se llevaron por delante la reparación del techo del Congreso de los Diputados, que probablemente se encargara a Pepe Gotera y Otilio o a la empresa encargada del casting de altos cargos que acompañó a nuestra candidatura olímpica en Buenos Aires. La chapuza en el veterano inmueble de la calle de San Jerónimo permitió comprobar que las fallidas obras de restauración habían conseguido, sin embargo, que desaparecieran los impactos de los disparos que sobre la techumbre dejase el intento de golpe de Estado del 23 de febrero de 1981, protagonizado en primera instancia por Antonio Tejero Molina y con un enigmático elefante blanco en la trastienda, que no tiene que guardar relación directa con los paquidermos que cazara más recientemente el Rey en Botsuana.

Justicia poética: los paletas repellaron el rastro de aquellos tiros porque la sociedad española ya lo había hecho con anterioridad. Durante tres décadas nos han ido convenciendo de que aquella intentona bufa, que llenó de tanques las calles de Valencia en vez de airosos deportivos tripulados por Rita Barberá y por Jaume Camps, fue un incidente aislado, un grajo blanco, un grano en la paja de nuestra archidemocrática historia.

Pero el fascismo, de baja o de alta intensidad siguió estando aquí, desde los veteranos de Fuerza Nueva a la Alianza Nacional, la Falange de toda la vida a nuevas organizaciones que envolverían su discurso xenófobo y totalitario bajo otras banderas, como Plataforma per Catalunya, con gran éxito en las últimas elecciones municipales. Y ahí seguían sus cachorros, a veces arropados por las siglas del Partido Popular, como esos militantes de Nuevas Generaciones que un día amenazan a Shangai Lily y otro alzan el brazo con el saludo romano. O aquellos otros que utilizan el fútbol como campo de batalla para su dialéctica de los puños y las pistolas, o, en la librería Blanquerna de Madrid, hirieron a cinco personas entre las que se encontraba el diputado Josep Sánchez-Llibre, mientras la Diada de Catalunya se echaba millonariamente a la calle por las calles de Barcelona: los mismos voceros conservadores que calificaron de nazis los escraches antidesahucios, redujeron esta semana esa acción de la extrema derecha en Madrid con el calificativo de "agresión" o de "altercado". El huevo de la serpiente, como ya nos alertó Igmar Bergman, se incumba en cualquier parte.

Si el nazismo o el fascismo tuvieron una extracción aparentemente izquierdista, el de España olió siempre a señorito, aunque José Antonio Primo de Rivera llevase mono obrero. Para como, tras el decreto de unificación de aquella revolucionaria Falange Española con los tradicionalistas cardistas, a la gomina se le vino a unir un claro olor a incienso, a cerrado y sacristía, aquello que se llamara luego el nacional-catolicismo, una de cuyas primeras víctimas habría sido sin duda el actual Papa Francisco.

Los disparos de Tejero en el hemiciclo habían quedado como una simple anécdota para guías turísticos, como los cojones del caballo de Espartero. Un sucedido para que cualquier niño le preguntase a sus progenitores algo así como: "¿y Fernando Tejero fue guardia civil antes de actor?".

En España, los bates de beisbol contra homosexuales, las palizas contra el color o el acento distinto, las amenazas anónimas contra cualquier signo de diversidad en las costumbres o en las ideas, constituyen un arma certera, cargada con las balas del olvido, de la falta de memoria.

Como si no viniera todo aquello de lejos, como si los subfusiles de aquellos beneméritos no arrastraran la memoria toda del siglo XIX, los sucesivos entierros de la democracia: el manifiesto de los persas, el rey deseado pero indeseable, los cien mil hijos de San Luis, Torrijos fusilado en la playa de San Andrés, Mariana Pineda ejecutada en Granada, el juicio a la Mano Negra, Casas Viejas, el golpe del 36 y la guerra que le siguió, o aquella posguerra más cruel incluso que el trienio de sangre que supuestamente dejara atrás.

Como ya nadie lee a Marco Tulio Cicerón, conviene citar aquello de que "los pueblos que olvidan su historia están condenados a repetirla". Y, así, olvidamos que Tejero era algo más que un mechero, un llavero o un azulejo en cualquier venta fascista de los caminos de España. O que detrás de Jaime Milans del Bosch, hubo una trama civil de aquel golpe. Y hubo otros golpes luego, a los que se puso sordina para que el ruido de sables no entorpeciera nuestro ingreso en la OTAN, como supuesto antídoto a las veleidades tiranas de muchos de nuestros oficiales, habitualmente en las antípodas de Bolívas y de Sanmartín, salvo los también olvidados héroes de la Unión Militar Democrática y organizaciones afines.

Quizá ya no hubo más liberticidios a mano armada porque no hicieran falta. Porque estaba cayendo el muro de Berlín y Augusto Pinochet, tras haber masacrado la revolución pacífica del Chile de Salvador Allende, ponía en práctica las teorías económicas de la Escuela de Chicago que luego sustentarían al Reino Unido de Margaret Thatcher y a los Estados Unidos de Ronald Reagan, pero anticiparían más tarde la globalización mercantil y la destrucción de la sociedad del bienestar que ahora nos estrangula. Todo estaba atado y bien atado, hasta que dejó de estarlo.

Contra la generación perdida de la generación, hubo un arma más poderosa que la del golpismo, las balas de goma de los antidisturbios o las cadenas de los Guerrilleros de Cristo Rey; fue la heroína que quitó masivamente de en medio a los espíritus más rebeldes de aquella hora de España. Algo empieza a moverse en este país de todos los demonios. Y habrá que hacer algo, como rearmar al fascio, con nuevo vino amargo para sus odres viejos. Pero van a por todas, no se conforman con ganar ayuntamientos con tal de prometerle a los palurdos limpiar el barrio de inmigrantes: sacan sus uniformes del fondo de armario de sus familias políticas y arremeten a golpe de hostias, trolls de internets o con esprays por ahora, contra quienes eligen como sus enemigos potenciales, esa inmensa minoría que todavía cree posible pedir la paz y la palabra.

Sin embargo, no están solos: encuentran un claro apoyo en una legislación que ha impedido hacer justicia por los crímenes del franquismo o en un Partido Popular que se negó a apoyar la Ley de Memoria Histórica y no condenó el golpe de Estado de 1936 y la represión franquista hasta 2002 en el Congreso de los Diputados pero se negó a hacerlo en el Parlamento Europeo cuatro años más tarde. Ahí van ahora sus representantes, desde Galicia a Valencia o Toledo, luciendo la bandera del pollo, con el escudo franquista del águila imperial, hasta en el Valle de los Caídos, al que los expertos reunidos en su día por José Luis Rodríguez Zapatero, decidieron convertir en un imposible parque temático de lo peor de nosotros mismos.

Los disparos de Tejero siguen siendo balas perdidas que zigzaguean a nuestro alrededor treinta y dós años más tarde. La Unión Progresista de Fiscales ha alertado sobre el resurgimiento del facherío, más allá de la indumentaria al uso de nuestros entrañables pijos en los locales de moda. Algo habrá que hacer. Quizá hacerle caso a aquella vieja canción de Luis Cilia: "Contra la idea de violencia, la violencia de la idea".

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