Corazón de Olivetti

Muertos de hambre y muertos de risa

Ya hay gente que la palma en la cola del rancho en los albergues de la caridad. Aunque mueran de neumonía, mueren de hambre: treinta kilos arrastraba Piotr Piskozub, el veinteañero polaco que la espichó esta semana en Sevilla después de que le hubieran dado el alta hospitalaria en urgencias a las tantas del gallo y mendigase un bocado, un pan nuestro de cada día, unas migajas de las migajas del antiguo estado del bienestar.

Antes y después de su muerte, también en Andalucía, asistíamos sin embargo a un venteveo de risas contagiosas, las de los hermanos empresarios de la ministra Fátima Báñez, sacados del sumario de los ERE fraudulentos por la puerta de atrás de la prescripción facultativa. O, unas horas más tarde, la carcajada a mandíbula batiente de Julián Muñoz o Sandokán, tras la sentencia de la Operación Malaya: sentencias austeras para una gente que gobernó en Marbella por encima de las posibilidades de aquellos a quienes administraban.

Sale muy barato trincar del erario público, incluso para los más perjudicados por la pena, desde ese Juan Antonio Roca de Mirós en el retrete, a la ahora perpleja ex alcaldesa Marisol Yagüe, con Isabel García Marcos y Pedro Román como bronces en el medallero de una sentencia que ha saldado las condenas en unas inesperadas rebajas de otoño. Como diría Isabel Pantoja, es bueno lucir dientes, sonrisas, dedos hacia arriba en el ok de los yuppies que, entre una cosa y otra, saldrán de la trena a las primeras de cambio, con sus pingües beneficios guardados a largo plazo en el formidable calcetín de la corrupción.

Piotr Piskozub no tenía dientes que enseñar. Los había perdido dentro de un barril de alcohol durante los dos años y medio en que agonizó en Sevilla. Lo ha contado con pelos y señales el riguroso Eduardo del Campo en las páginas de "El Mundo". El joven procedía de la ciudad polaca de Swidnica, donde su Facebook hacía amistades con chicos de clase media y una novia alegre junto a un paisaje idílico de casitas adosadas. Aquí le esperaba un hermano que se fue y un viaje al final de su propia noche: era un indigente, anuncian los comunicados oficiales. Era una persona, protestan quienes le conocieron, desde la avenida de la República Argentina, en dicha ciudad, donde aparcaba coches y dormía al raso, hasta el comedor para nadies donde tiró la toalla y se negaba a probar la papilla y la leche que le brindaban de tarde en tarde. Alguien grabó su último saludo desde los escenarios de la miseria, pero al reportero improvisado del móvil en ristre terminaron echándolo al día siguiente, cuando otros supervivientes le denunciaron por difundir sus rostros por medio mundo, cuando sus familiares quizá ignoraran que ya no eran empleados de clase media sino simples sin techo, sin comida y sin nada, en una era rara en donde falta un nuevo Paul Simon que cante a the ragged people, a los desharrapados en la cara oscura de los tiempos postmodernos.

Ellos, sus compañeros de zaguán y de cabina de cajero automático, tampoco lucen dientes; muy al contrario de los semicondenados en lo que se pretendía que iba a ser el macroproceso contra los restos de serie del gilismo, contra el pelotazo marbellí, la caja 504, la trincalina a lo grande de los grandes truhanes, el vámonos que nos vamos, que nada importa demasiado en un país donde hasta el rey tiene una cuenta en Suiza. Parecen felices porque son felices: ríen como si ahora les aguardase un futuro de platós televisivos y de suits con yacuzzis, velinas y velinos, como si, durante el resto de sus vidas, el dinero de todos fuera a bendecirles tras los titulares informativos, el escarnio de las tertulias y el sermón en el desierto de aquellos que creen, con Adolfo Marsillach, que la honradez es recompensada siempre en España.

No reían, empero, los muertos a orillas de Lampedusa, más de doscientos. Tres pesqueros pasaron de largo ante la nave en llamas, por temor a una ley infame del Gobierno italiano por la que ahora protesta incluso la extrema derecha. Quizá lo que que lamentan los nuevos camisas negras es que se les haya dejado matar en masa cuando quizá prefiriesen ser ellos quienes le dieran matarile o les humillasen. La santa ira del Papa Francisco --ese indignado con báculo, casulla y alba-- clamando por la vergüenza de esas muertes, contrasta con la actitud de aquellos que pensaron que no sólo era posible sino lícito ponerles puertas al monte de Europa: ¿cuántos muertos ha costado el SIVE en el Estrecho de Gibraltar, cuántas sonrisas ha borrado el FRONTEX en Senegal o en Mauritania? El próximo día 25 de octubre, se cumplen diez años de la llamada "patera de Rota", en memoria de 37 jóvenes marroquíes de Hamsala, que se fueron a pique frente a la base aeronaval del mismo nombre, sin duda más atenta a prestar apoyo logístico a los bombardeos estratégicos que a salvar vidas humanas ante sus propias narices. El ministerio español de Interior, que entonces titulaba Angel Acebes, aseguró que todo funcionó correctamente salvo por el hecho de que los náufragos no pidieron auxilio.

¿Cuántos desaparecidos bajo el mar estamos dispuestos a aceptar antes de cambiar nuestra política de inmigración a escala europea? Hace apenas un mes, el Gobierno español corrigió al menos el código penal que criminalizaba la prestación de ayuda solidaria a los inmigrantes sin papeles. Algo es algo. Ahora, las autoridades comunitarias que consagran la austeridad como única moneda de cambio, sonreirán frases piadosas y compungidas ante esa masacre en la isla de Orlando Furioso, esos muertos que huían de la muerte e iban hacia ella –también los niños—, fugitivos del polvorín de Libia o de Siria, en los que a su vez, por cierto, tenemos mucho que ver los europeos.

Cualquier día, nos declamarán que un tal Manuel del Rio, natural de España, descansa de nuevo para siempre en D´Agostino Funeral Home, donde se le dirá una misa cantada tras morir de bronconeumonía y de hambre en un albergue del otro lado del mar o de los Pirineos. No hay problema. A esta orilla de la corrupción, de las irregularidades y del mangazo, Rodrigo Rato celebrará el Día Internacional de la Sonrisa con un brindis por su nuevo empleo en Casa Botín y todos sabremos entonces por qué Carlos Fabra lleva lentes oscuras, como de windsurfista o de concejal del franquismo: debajo de sus gafas ahumadas, sus ojos risueños se tronchan. Se carcajean e todos nosotros.

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