Corazón de Olivetti

Cuchillas en la frontera

España vuelve a colocar cuchillas en la frontera de Melilla. Ya lo hizo en el pasado, advierten los telediarios. Ahora, el afilador es del Partido Popular, pero antes lo fue del PSOE. No es una amenaza, sino un aviso a los navegantes: la cuchilla que rajaba el párpado de El Perro Andaluz está ahora sobre el cuello de todos los trabajadores del mundo, desunidos. Sean inmigrantes o no lo sean, nos vuelven a atracar al grito de la Bolsa o la vida. Y nuestros gobernantes han elegido la Bolsa, aunque sea a costa de que el resto se desviva.

La vida comenzaron a perderla a miles hace ahora veinticinco años, en las costas turbulentas del Estrecho de Gibraltar a donde vuelven a centrarse las miradas cómplices de los gobiernos europeos y del norte de Africa. Hoy, ante una pirámide de sonares y pantallas verdes, un competente oficial de la Benemérita nos informa sobre el hecho cierto de que esa franja marítima vuelve a convertirse en uno de los lugares obligados de paso para la inmigración clandestina por vía marítima que, a fin de cuentas, apenas supone un diez por ciento del total de quienes pretenden entrar por la puerta falsa a este paraíso comunitario más falso que esa puerta.

Hace un cuarto de siglo, los elegidos para la gloria que habían sobrevivido a guerras, a hambrunas y a desiertos, se enfrentaban a ese mar tornadizo, bajo peores vientos que corrientes, a bordo de antiguas pateras que se usaban para la pesca de bajura. Luego, las mafias compraron balsas hinchables fuera borda. Las muertes se multiplicaban al socaire de los arrecifes de Tarifa o bajo la perplejidad de un mal piloto que no conocía las mareas, ni las cartas marinas y cuya única brújula era la remota luz de un faro o de una gasolinera.

Como en la reciente tragedia de Lampedusa, los gobiernos se mostraban consternados. Pero, entonces como ahora, sus primeras medidas estribaron en militarizar el mal o la costa. Y, ahora como entonces, no aceptaban la posibilidad de que por encima de Maastricht y de otras convenciones de eruditos a la violeta, cupiera la posibilidad de regularizar la ida y venida de jornaleros de la aceituna, de la fresa o de la pera. Para que no hubiera más cadáveres en el amanecer de Andalucía, pero también para que no hubiera más esclavitud bajo los plásticos o al aire libre, en la construcción o en los prostíbulos, en una Europa que todavía cuenta con once millones de personas sin papeles, a quienes no se legaliza por no alentar el presunto efecto llamada: si siguen viniendo hasta aquí, con la caída de salarios, empleos y derechos sociales, ¿quién puede seguir manejando semejante retórica?

¿A quién beneficia su carencia de documentos? A ellos, no, pues no tienen deberes, pero tampoco derechos. Tampoco al Estado, porque tienen algunos derechos aunque no tengan deberes. De vez en cuando, algún tiburón de la trata de personas acaba en el banquillo. Pero, a lo largo de los últimos veinticinco años, muy pocos supuestos empresarios han tenido que responder a la justicia por un delito contra el derecho de los trabajadores.

Llevamos un cuarto de siglo escribiendo en el desierto palabras como esta. Desde la vieja Europa que lleva milenios recibiendo gente y despidiéndola, lo único que se ha hecho es ponérselo más difícil a los náufragos de la globalización. El Sistema Integrado de Vigilancia Exterior (SIVE) blindó la costa sur de Andalucía y ahora lo hace con Canarias, pocos años más tarde de que la llegada de cayucos fuera frenada con generosos sobres e inversiones del Frontex en Senegal o en Mauritania. Así que tuvieron que buscar la ruta de Lampedusa, la de los trescientos muertos de hace un mes, ¿se acuerdan todavía? Ahora, desde Tánger a Tarifa viajan en toys, tristes balsas de plástico y de juguete, como las últimas almadías de quienes pretenden burlar los controles policiales, aunque resulte más complicado burlar los severos controles de la muerte.

Ahí están las cuchillas, alertando de lo que les aguarda a quienes pretenden saltar la valla de Melilla. ¿Cómo estará Africa para que quieran venir a la Europa de Merkel, a la España de Wert, a la Grecia de Amanecer Dorado, al Portugal sin claveles ni revolución, a la Francia del ministro Manuel Valls que expulsa familias gitanas por el bien del voto socialista frente a la amenaza electoral del Front Nacional, a la Italia hipócrita que nacionaliza a los inmigrantes muertos y destierra a los supervivientes. Lo peor es que no nos damos cuenta de que esas mismas cuchillas apuntan también hacia todos nosotros.

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