Corazón de Olivetti

Un garaje para la infanta

 

Al Partido Popular, indudablemente, le gustan los garajes. Pero no necesariamente para inventar Google, como ocurriese en Menlo Park, en Estados Unidos, sino para que el presidente del Gobierno o cualquier mandamás se escaqueen de los periodistas los días chungos.

Esperanza Aguirre, la ex presidenta de la comunidad de Madrid y su ex homólogo y adversario Alberto Ruiz Gallardón, vienen a coincidir en ello pero personalizan el glamour de las cocheras en la infanta doña Cristina. No se trata de poner en valor sus aficiones automovilísticas, que no constan como en el caso del ex marido de Ana Mato, Jesús Sepúlveda, aquel alcalde de Majadahonda, que cambiaba jaguares por otros haigas porque se lo podía permitir; eso sí, sin que su santa se coscara de semejante parque móvil.

En el caso de la esposa del célebre deportista Iñaki Urdangarín, se intenta evitar que haga el temido "paseíllo" por la rampa peatonal que precede al juzgado de Palma donde oficia el malevo juez José Castro, un usuario de manguitos que parece simplemente cumplir con su trabajo pero que se ha erigido para la caverna en el Fermín Galán de la III República.

Quizá al actual ministro de Justicia le molaría que los subterráneos sirvieran para otros usos, como el de practicar abortos clandestinos. En cualquier caso, resulta llamativo que el titular del ministerio justiciero ande moviendo Roma con Santiago para que la hija de don Juan Carlos no cruce la alfombra roja de la imputación. Máxime, cuando se supone que el hecho de comparecer en calidad de imputada, según nuestra ley de enjuiciamiento criminal, no supone la antesala de una condena sino todo lo contrario, la posibilidad garantista de que cualquiera pueda defenderse si se le investigara por cualquier albur. Si se decide a escoger dicha vía para evitar a las cámaras, durante su declaración supuestamente voluntaria ante los tribunales, Su Alteza Real debería pertrecharse de escoltas: los parkings, últimamente, son peligrosos. En el mejor de los casos, están llenos de futbolistas o de entrenadores y cuando no te encuentras a Messi insultando a Arbeloa, te topas a José Mourinho, entrenador del Real Madrid, gesticulándole de malas formas a Manuel Preciado, el técnico del Sporting.

En un garaje, en otra época, lo más seguro sería que la infanta se encontrase con su augusto padre vestido de motorista, como si nuestro actual Jefe de Estado fuera una suerte de François Hollande del tardofranquismo. En aquella España, había trapos sucios que ocultar. Pero en nuestra contemporaneidad, el garaje equivale al ala del avestruz donde metemos la cabeza de nuestras miserias. Garajes a mansalva para los crímenes de la dictadura. Garajes para donde dije digo digo diego de las promesas electorales. Garajes para rogar que a los fuertes se les olvide pronto la canallada que le hicieron a los débiles. Como cuando, sin ir más lejos y esta misma semana, Mariano Rajoy no dijo ni mú sobre el espionaje sufrido por España a manos de Tío Sam, con tal de salir favorecido en el photocall de la Casa Blanca con Barack Obama.

Los sistemas cambian, los granujas siguen. Pero la infanta está triste, ¿qué tendrá la infanta?. De momento, la oportunidad judicial de demostrar su inocencia, que se le debiera suponer; eso sí, con el debido auxilio de sus abogados y del ministerio público. Seguro que ella, tan buena niña, tan modosita con su carpeta camino de su curro en la Caixa, no guarda relación alguna con lo que ya treinta y cinco años atrás y en plena transición, Hortensia Romero "Legionaria", el personaje imaginado por Fernando Quiñones, dijese alto y claro: "Antes estaba la mierda tapá y ahora, con la democracia, destapá. Que es mejor que esté destapá mientras no rebose, pero que sigue habiendo la misma mierda y que el que sea se sigue matando por quitarle al que sea una peseta o un sitio". Tendríamos que destaparnos todos, máxime los poderosos, con la transparencia de la luz y los taquígrafos necesarios para que los contribuyentes sigan confiando en que sus impuestos sirven para crear riqueza y no para robarla.

Ahora, en cambio, pareciera que necesitamos más cocheras que nunca: para esconder gurteles y fabras, subvenciones a los eres fraudulentos de Andalucía, evasiones a paraísos fiscales o dineros europeos gastos en francachelas. Mi reino por un garaje, podría exclamarse de un momento a otro en La Zarzuela. Garajes para encubrir las mangancias reales o civiles, ese formidable todoterreno de la corrupción.

Visto lo visto, no extraña que, desde Gamonal a Getafe, pasando por la Laguna o por el del santuario de Lluc en la propia Mallorca, cualquiera pueda cruzar España saltando de polémica en polémica en torno a nuestras cocheras colectivas: de Zaragoza a Denia, de Vera a Mérida, de Pamplona a Tarragona, podemos constatar que al contrario que en el cine gore, en nuestros parkings hay menos psicópatas que trileros.

Incluso los republicanos consideramos, por todo ello, que un garaje no es el mejor sitio para que encuentre discreción y refugio la hija menor de sus majestades. Quizá por ello, la mayoría de los encausados entren en los juzgados por la puerta grande, como los toreros. Así les aguarden en las proximidades del palacio de justicia un vendedor de cupones o el congreso mundial de los paparazzi. No sería justo negarle a la infanta el derecho a disfrutar de la igualdad de todos ante la ley y sus peculiares costumbres patrias. Eso es más o menos lo que viene repitiendo su padre en sus discursos de Nochebuena desde que en 2011 estalló el caso Noos.

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