Corazón de Olivetti

Si, se puede

La muerte tiene que ser, necesariamente, de derechas. Entre los recortes vitales en materia de recursos humanos, a lo largo de este último y siniestro mes de enero, no sólo nos ha despoblado del sabio de Hortaleza y de Blas Piñar, que era más franquista que Franco. Nos dejó, sobre todo, sin la lucidez de Carlos Paris –cuyo cuerpo y sus ideas se velan hoy en Madrid junto a las lágrimas y la entereza de Lidia Falcón--; nos arrebató a su vez la ética gigantesca de Juan Gelman o la libertad sin orejeras de Félix Grande. Nos despobló de José Emilio Pacheco y de la heterodoxia andaluza de Fernando Ortiz, mientras que Pete Seeger dejó de cantar definitivamente a las brigadas internacionales.

Sin embargo, a pesar de sus ejecuciones cotidianas, la dama del alba, la canina o la parca, no podrá con aquellos que siguiendo el añejo ejemplo de Antonio Gramsci, se empeñan en cambiar la vida y en cambiar la historia. Hoy, España, la malherida España, es un decreto. Y las justas injustas conservadoras se atrincheran en Valladolid como Concha Velasco y la muchachita de Joaquín Calvo Sotelo: si Carlos Floriano en el arma secreta del PP para ganar las europeas, ya sabemos que están resignados a perderlas.

La derecha también muere: dividida a su derecha, aunque confiando en que los dioses de los mercados obren el milagro de que la economía crezca por encima de todas las expectativas y que se multiplique el empleo, como los panes y los peces, por más que sea precario como una beca Erasmus en la Europa de Wert.

Si algunos principales referentes de la izquierda acaban de irse al otro barrio y la derecha persiste en desangrarse de tanto hiperactuar, ¿qué futuro queda, el de Rosa Díez? Hay luz al final del túnel y no es la del recibo pantagruélico de la última subasta de la electricidad. Es la del progresismo español que, poco a poco, resurge como un hilo de aire en un derrumbe minero: más allá de los partidos y de los sindicatos, que han ganado últimamente el medallero olímpico de la desconfianza popular, la gente de dicha acera sigue, por lo que parece, sin cambarse de chaqueta.

Ayer, del uno al otro confín, esa ciudadanía lo demostró en Madrid: lo que empezó siendo apenas una más o menos tímida y valiente iniciativa de un puñado de mujeres asturianas, terminó convirtiéndose en algo más que una manifestación contra la proyectada ley contra el aborto de Alberto Ruiz Gallardón.

El paseo del Prado, bajo un sol de invierno, terminó convirtiéndose en una fiesta de primavera, la de la libertad; como el nombre del tren que había traído desde todos los rumbos a hombres y a mujeres dispuestos a que la calle volviese a ser de quienes las sueñan como grandes alamedas por donde, más temprano que tarde, vuelvan a cruzar los seres libres: "Sí, se puede". Gritaban. Gritábamos al unísono, entre banderolas violetas y enseñas tricolores, en un largo río donde creímos ver por un momento las gafas de Tierno Galván y la boquilla de María Zambrano, Clara Campoamor con un libro bajo el brazo y el libre te quiero de Agustín García Calvo. La igualdad no se inventó ayer, pero ayer la reinventamos, sin apenas siglas de partidos ni de centrales sindicales. Con la gana ubérrima, política, de la gente común, la que está tan harta como cansada, la canalla que no se calla, la que no necesita megáfonos para hacerse muchedumbre ni se arredra de que el poder secuestre entre vallas y antidisturbios el templo de la soberanía popular, que sigue siendo el congreso.

Alli estaban, con el estrépito de quienes tienen razón y corazón. Mujeres y niñas, ancianas y totales, contra la pata quebrada y la cocina como único reino. Las que sueñan y las que deciden, las hadas y la hechiceras, las que escuchan y las que curan, las que viajan con el corazón y cantan las nanas que despiertan a los hombres de buena voluntad. Ayer la vida cruzaba la antigua capital de la gloria. Contra esa derecha tiranosauria, anacrónica y mezquina que pretende matar la utopía. Ese libertario rabo de lagartija que, a pesar de ese terrible mes de enero y de ese temible gobierno del despropósito, nunca muere. O, al menos, nunca se deja morir sin decir ni pío, punto en boca. Si se puede, gritaban miles de labios por encima de leyes y mordazas. Perdonennos la frivolidad de creer que aquello fue el nacimiento de otra España.

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