Corazón de Olivetti

El reinado de la Ley Fernández

 

El reinado de Juan Carlos I se inició bajo el todo atado y bien atado del franquismo, pero incluyó un indulto parcial y una amnistía general que vació las cárceles. El de Felipe VI se inicia, en cambio, bajo un régimen de libertades formales pero con los centros penitenciarios atestados y con la presencia, de nuevo, de presos políticos en los chabolos: y no se trata ya de los controvertidos reclusos más o menos adscritos al entorno etarra o al movimiento abertzale, sino simples sindicalistas como Carmen y Juan, encarcelados hace unos días en Granada para cumplir una condena cuanto menos desproporcionada por participar en un piquete durante la huelga general de 2012. Por no hablar de miles de inmigrantes hacinados en los CETI por el único delito de haber querido entrar sin papeles al supuesto paraíso europeo, que ya no lo es tanto.

El mismo día en que Felipe de Borbón era elevado por derecho de sangre a la jefatura del Estado español, siete republicanos fueron detenidos por el simple hecho de serlo. Entre ellos, ese heterodoxo Jorge Verstrynge que pasó de ser el Alfonso Guerra de Alianza Popular a uno de los impulsores de la disidencia altermundista en este país. Claro que la doble moral patria suele reprocharle su cambio de chaqueta por convicciones pero no tanto así el de aquellos mercenarios que cambian de siglas por un plato de lentejas. Nadie ha podido explicar todavía por qué les enchironaron ni en qué ley se encuentra contemplado que el día de la coronación no puedan convocarse manifestaciones en la Villa y Corte.

El logo de Alcalá Meco terminará incorporándose a la Marca España, mientras el Consejo de Ministros indulta a mafiosos, torturadores, violadores y mangantes de altos vuelos. Vuelven los cangrejos, aunque ya no abunden los escudos de Falange y de los reyes católicos. Cucharón de mordaza y paso atrás. Cualquier día de estos, emiten "Reinar en tiempos revueltos". De momento, el nuevo monarca tendrá que sancionar, más pronto que tarde, la llamada Ley Fernández; a mayor gloria del piadoso ministro del interior, Jorge Fernández Díaz, a quien le cabe el dudoso honor de haber reeditado, meses atrás, el amparo oficial al río de sangre de Vitoria y Montejurra, que protagonizase Manuel Fraga como ministro de Gobernación, en las playas de Ceuta con quince inmigrantes muertos en circunstancias que no se aclararán nunca.

¿Hace falta realmente esa reforma de la Ley de Seguridad Ciudadana? Cuando los medios de comunicación y las revistas satíricas ya no sólo se autocensuran por hipotecas publicitarias, por lo que nuestro pensamiento pasa a estar bajo libertad vigilada, ¿a qué restringirnos la capacidad de usar en la vía pública las cuatro neuronas que nos queden? Si ya es fácil acabar entre rejas en esta España desunida, pequeñita y cada vez menos libre, ¿por qué achicarnos cada vez más el calabozo? A finales de mayo, el oficialismo se felicitaba por el hecho de que el Gobierno rectificase y aliviara el luto de dicha modificación legal. Sobre todo después de que el Poder Judicial emitiera un informe en el que dudaba de su constitucionalidad.

Fernández se suscribió entonces al Plan Ponds belleza en siete días que recordarán los más veteranos y maquilló su ley sin eliminar lo importante: esto es, la absoluta arbitrariedad a la hora de interpretar si es delictivo o no el hecho de sacarle una foto al agente que está machacando a palos a un manifestante pacífico. O el albur de que la pasma no pueda retener a nadie por no llevar carné, pero si conducirlo a comisaría cuando ello resulte imprescindible para impedir un delito o sancionar una infracción ya cometida. ¿En qué varía, entonces, dicha disposición? Sólo podrá cachearnos ya alguien de nuestro mismo sexo, pero ni el cacheante ni el cacheado podrán hacer valer su orientación sexual, seguramente para ser fieles a otra ley, la de protección de datos. Ya no se atribuirá a un partido, sindicato o asamblea ciudadana la responsabilidad de convocar manifestaciones en las que algún energúmeno termine quemando papeleras. Pero malhaya si, en plena movilización no violenta, te sorprenden con la navajita multiusos que usas para abrir la birra o cortarte las uñas. No te librará de la trena ni Jesús El Rico.

La hora feliz de la Ley Fernández incluye una rebaja de 58 a 47 en el catálogo de infracciones, pero ya no será falta grave manifestarse ante el Congreso, el Senado, la Zarzuela, la Moncloa o los parlamentos autonómicos, salvo en el supuesto de importantes perturbaciones de la seguridad ciudadana. ¿Qué meteorólogo político decidirá si las algaradas suponen una marejadilla o rolarán de marejada a fuerte marejada?

Las multas se mantienen y te pueden calzar desde 100 a 600.000 euros, en función de lo que entienda la autoridad competente, ese largo brazo de la ley que va desde Torrente al juez Ruz, pasando por Chamorro y Bevilacqua, la inspectora Lebrel o Plinio, en sus diferentes tramos y calidades. Hace poco, Andrés Vázquez de Sola, ese caricaturista nonagenario que se exilió a pie a Francia, conoció la cárcel de El Hacho y se sentó en el banquillo por garabatear al Felipe González del sí a la OTAN, se lamentaba de los tiempos idos, salvo bajo aquella dictadura que era sumamente generosa con las sentencias de muerte: "Prefiero aquellos otros tiempos –razonaba--. Ibas a la cárcel y en paz. Ahora, no sólo te encarcelan sino que te arruinan".

Quien no se consuela es porque no quiere. Quizá el dinero que paguen quienes se manifiesten contra el respaldo público a la banca, termine en las arcas públicas para pagar nuevos rescates financieros. El problema, majestad, señor ministro, pueblo soberano, estribará en saber quién y a qué precio rescatará la integridad de nuestra recortada democracia.

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