Corazón de Olivetti

Retorno a la dictablanda

Qué añoranza de la primera legislatura de José María Aznar, cuando La Moncloa hablaba catalán en la intimidad y Manuel Pimentel lograba sacar adelante –por poco tiempo—la mejor Ley de Extranjería –tampoco es decir mucho—que se ha otorgado este país. Bajo aquella mayoría simple, el posturitas de la tableta de chocolate estaba todavía lejos de su propia caricatura y aún no había reservado un vuelo a las Azores ni ensayado en la guerrilla del Perejil nuestras pompas imperiales camino de Bagdad. Todo era, entonces, poesía de la experiencia, fotos con Alberti, Gurtel seguía siendo tan sólo cinturón en alemán y aún no había llegado siquiera la pompa vana de la boda en el Escorial.

El hijo de su libretilla azul, Mariano Rajoy, sigue asumiendo su condición liberal por mucho que mande a su misacantano Alberto Ruiz Gallardón a entrometerse como un huelebraguetas público en el dormitorio de la ciudadanía para imponerle a las mujeres que tengan hijos aunque ellas no quieran tenerlos. Liberales beatos los de hoy que, en tan sólo tres años de legislatura, no sólo se han esforzado como el empollón de la clase en recortar gastos a porfía sino derechos fundamentales como si también hubiéramos sido libres por encima de nuestras posibilidades.

Y ya no es que nos inquiete más la caída de los precios que la de los salarios, como si acaso no existiera la deflación hogareña de cada fin de mes; o que suban impuestos indirectos como el IVA y hagan encajes de bolillos con los directos como el Impuesto de Sociedades. Estamos viviendo también una espiral en materia de inflación represiva, lo que nos lleva a un túnel del tiempo en el que el Partido Popular parece haber heredado el código genético e ideológico de Alianza Popular, sin refundación posible. Y, lejos del centro en donde fondearon para disputar el voto de la clase media ya en vías de extinción, van camino de reeditar la dictablanda de Dámaso Berenguer, aquel periodo tenebroso de la historia española, del que ya nadie se acuerda, pero que marcó la agonía política de Alfonso XIII, tras la dictadura de Primo de Rivera, y alumbró a la Segunda República.

No es probable que repitamos necesariamente dicha secuencia pero los genoveses de hoy siguen haciendo oídos sordos a aquel 15-M que reclamaba más democracia, porque esta no lo es. A los conmilitones de Pedro Arriola sólo parece interesarles el nuevo Pablo Iglesias a quien demonizan a modo, quizá con un propósito claro, el de hacer piña con su militancia al grito de que vuelven las hordas rojas o –dos pájaros de un tiro—aumentar el prestigio izquierdista de su nuevo adversario y debilitar todavía más al PSOE, que sigue pareciendo un púgil sonado que más que las primarias espera un milagro.

No deja de ser paradójica esta encrucijada, si tenemos en cuenta que al líder de "Podemos", la caverna le endosa el sambenito chavista cuando el PP ha estado muy cerca de ciertas prácticas de Hugo Chávez durante esta semana: por ejemplo, la de estirar el dobladillo del Estado de Derecho para que, con su mayoría cada vez más absolutista, aprobar de una tacada un decreto ley escoba sin que la oposición pueda decir ni pío respecto a asuntos tan cruciales como la privatización de Aena o la utilización de drones, por no hablar de la inyección millonaria de euros en Gas Natural, la privatización del registro civil a favor de los colegas del presidente, la libertad de horarios comerciales en ciudades con más de cien mil habitantes, la contratación de doscientos nuevos militares y la prohibición de que los cines de pueblo o de verano puedan estrenar películas.

A los voceros del PP, a quienes tanto preocupa la sentencia absolutoria de la toma del Parlament, no les incomoda en absoluto secuestrar de semejante forma la soberanía popular; ese patrimonio intangible que no está escriturado en exclusiva a su nombre sino que se encuentra repartido entre todos los escaños del Congreso, del Senado o de los parlamentos autonómicos.

Y si las reformas económicas del gabinete no sólo han desarbolado derechos anteriores al Estatuto de los Trabajadores, individualizando incluso los convenios colectivos, España ha vuelto a abrir la veda del sindicalista: más de doscientos se enfrentan al banquillo de los acusados en una oleada represiva que ya no sólo atiende a supuestas coacciones, como la supuesta parada forzosa de las máquinas de una fábrica o el albur de arrojar pintura a una piscina, sino como en el caso de Carlos y Carmen, activistas granadinos del 15-M, pueden sobrevenir condenas de tres años de prisión por participar como miembros de un piquete en el cierre de un comercio durante la huelga general de 2012.

En un momento en que unos cuantos militantes del sindicalismo español están yendo a la trena por trapicheos económicos y administrativos, podría ser un motivo de orgullo que manden a otros muchos al chabolo por defender el derecho de los trabajadores, justo lo contrario de lo que reza en sus imputaciones. Sin embargo, el propósito de la fiscalía a la hora de elevar la temperatura judicial de sus peticiones en este tipo de causas, desde los dos que discutieron con un camarero en Madrid a los ocho de Airbus en Getafe, no es otro que el de disuadir al ciudadano que deje de serlo. Y, desde luego, no parece que haya procedido con similar ahínco a la hora de perseguir esos otros piquetes virtuales, los de una legislación que cobra a cada trabajador por declararse en huelga, o los de los empresarios que amenazan sutilmente a sus trabajadores del riesgo laboral que corren si secundan tales conflictos.

No contento con todo ello, Mariano Manostijeras también recorta libertades mediante una flamante Ley de Seguridad Ciudadana que va a provocar que añoremos la Ley Corcuera. Si el tristemente célebre ministro socialista impulsó en su día la llamada "patada a la puerta", la norma que el Consejo de Ministros aprobó el pasado viernes nos pega a todos una patada en la boca. La Ley Mordaza del ministro Fernández –el mismo que sigue escurriendo el bulto por los quince inmigrantes muertos en Ceuta—supuestamente ha sido aliviada, pero sigue estableciendo sanciones con multas de 1.000 a 600.000 euros, en función de que las infracciones sean leves, graves o muy graves, que restringen hasta extremos peligrosos el derecho a reunión o manifestación, por no entrar en consideraciones sobre la difusión no autorizada de imágenes de los cuerpos y fuerzas de seguridad, o el hecho de "amenazar, coaccionar, vejar e injuriar a los agentes de las fuerzas de seguridad cuando estén velando por el mantenimiento del orden público, por ejemplo en manifestaciones u otro tipo de protestas". ¿Supondrá una infracción de dicha naturaleza llamarle salvaje a un madero que esté golpeando salvajemente a un manifestante, aunque la grabación y difusión de dicha paliza vaya a estar también prohibida a partir de hoy? El ejecutivo ha intentado vender durante los últimos días la idea de que la nueva norma ha sido ampliamente consensuada y consultada. ¿Con quién? Sus voceros usaron en vano, como colaboradores necesarios, el nombre de entidades como Amnistía Internacional, Intermón Oxfán –que han criticado seriamente su contenido—o el de Greenpeace, cuyos activistas escalaron el Faro de la Moncloa en protesta por su promulgación. Es una ley policíaca que ni siquiera gusta a los sindicatos de la policía.

La marca España son las barras de un presidio: el mismo ministerio público que intenta salvar a la hermana del Rey de las consecuencias judiciales del caso Noos y que ya se ceba con la actual ley sobre cualquiera que se niegue a comulgar con ruedas de molino, tendrá manga ancha para aplicar una legislación que no sólo va a permitirle encarcelar a los rebeldes sino empobrecerlos de por vida. Nada más darse a conocer con estivalidad y alevosía como aquella célebre reforma socialista del artículo 135, la nueva Ley de Seguridad Ciudadana ha tenido efecto. Todo es silencio, apenas roto por la música estridente de un chiringuito de playa desde el que los bañistas aplauden la puesta del sol de la crisis, tan cacareada en las últimas semanas por el No-Do del periodismo oficial y el círculo virtuoso del ministro Cristóbal Montoro. "Le llaman democracia y no lo es", siguen gritando las mareas.

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