Corazón de Olivetti

Felipe González, Cristóbal Montoro y el precio del pan

 

El único producto español que no corre riesgo alguno de deflación es el pan: su precio sube cada vez que habla Felipe González. Aquellos que han pasado ya a la historia con mayúsculas no debieran mancharse de actualidad. Por el bien propio y por el colectivo. Nadie puede negar los méritos contraídos por el viejo Isidoro, salvo que sea él mismo a medida en que se empeña en convertirse en un capricho goyesco de lo que fue.

Desde hace mucho, incluso antes de abandonar La Moncloa, el local hero de Bellavista se dirige a un público concreto, el de su club de fans, que cada día que pasa viene a menos. Aunque merezca un indudable respeto el papel que jugó por ayudar a sacar a este país de las tinieblas de la dictadura, también contribuyó a meterlo en la bruma de las cloacas de la democracia. Le votaron a mansalva quienes confiaron en que era capaz de la cuadratura del círculo, de que aquella reforma sin ruptura nos acercara al estado del bienestar que diseñaba la socialdemocracia frente al muro de Berlín. El es de la casta, dijo en Sevilla hace unos días, de la salud universal y gratuita. También de la educación pública obligatoria y de balde. O, aunque eso no lo exhibió, de haber situado a España en el mapa de cierta modernidad. Claro que también habría que preguntarle por la cartografía de los zulos del GAL, por el negocio de la OTAN y por esa jubilación dorada que acaba de incluir la millonaria venta de sus acciones en Union Fenosa y el abandono de su consejo por la sencilla razón de que se aburría. Raro hastío en un país donde varios millones de compatriotas se aburren también, pero de seguir en la cola del paro o en la del banco de alimentos. A González, al menos, le sigue quedando su paga vitalicia como ex presidente, más los ingresos derivados de su cargo como asesor del presidente de Indra, como consejero externo de Farmaindustria y como miembro del consejo de la Fundación Ideas, si es que percibe alguna dieta por este último desempeño.

De él aprendimos --y hay que reconocerlo-- que convenía hablar sin acritud, en una España acostumbrada a resolver sus diferencias a garrotazos. Y nos adentramos en la filosofía oriental cuando repitió que lo importante no es que el gato sea blanco o sea negro sino que cace ratones. Pero ¿cómo, el mismo hombre que aseguro que hay que rescatar la política con mayúsculas, incurre en errores tan flagrantes como el de sugerir una coalición PP-PSOE, en plena campaña de las últimas europeas? Si el PSOE es un león dormido que se resiste a despertar, el discurso de Felipe puede doparlo.

¿Cómo no estar de acuerdo, por otra parte, con algunos de sus análisis, aún ahora? De su último libro, "En busca de respuestas. El liderazgo en tiempos de crisis", destaca una reflexión que cualquiera suscribiría, sobre todo cuando asistimos a la escalada liberal del socialismo francés en las antípodas de la resistencia del gobierno PSOE-IU en Andalucía, cuya presidenta Susana Díaz cumple hoy un año en el cargo: "El Estado –acertó a decir González-- se está retirando de algunas de las responsabilidades que lo definían como garante de la defensa de los intereses generales y, en particular, de los intereses de los más débiles".

De un tiempo a esta parte, Felipe es Narciso. Y habla para su espejo. No cree en la comunicación, sino en los monólogos. Y, desde luego, no permite que la realidad le estropee una buena teoría. Así, esta semana, en ese profundo sur castigado por algunos de los escándalos políticos y económicos más vergonzantes de la historia democrática, ha dado la cara por Jordi Pujol, emulando a Gary Cooper en "Solo ante el peligro". Que no cree que sea corrupto, afirmó, después de que el honorable distrajera durante más de treinta años sumas millonarias en paraísos fiscales. Por no hablar del tres por ciento de trincalina que denunciara en su día Pascual Maragall, en sede parlamentaria catalana, aunque se viera obligado a retirar de buenas a primeras semejante aserto; porcentaje que Josep Lluis Carod Rovira ha elevado esta semana al cinco por ciento, de sobrecogimiento en esa UTE del soborno tan frecuente entre la administración pública y la empresa privada. Pujol e hijos puede ser cualquier cosa, menos una empresa modelo a la luz de lo que va conociéndose de sus trapicheos.

"Es verdad –ha dejado escrito Felipe González en el libro antes citado-- que a veces no se comprende que los políticos, como el resto de los seres humanos, meten la pata. Lo más grave no es meter la pata, sino no rectificar a tiempo, explicar el error y pedir perdón. Pero lo peor de todo, es meter... la mano".

No tenemos necesariamente que prejuzgar que él haya metido la pata, pero todo apunta a que la familia Pujol ha metido la mano aunque sea por vía pasiva, defraudando al resto de los contribuyentes y al Estado al que el patriarca representó como presidente de la Generalitat de Catalunya.

A senso contrario, no parece probable que Felipe González haya metido la mano, pero resultan prodigiosamente torpes sus extremidades inferiores, si se tiene en cuenta que esa misma defensa del pujolismo se produjo a lo largo de una disertación en la que llegó a comparar a Podemos con el ultraderechista Front Nacional de Marine Le Pen. ¿Así piensa congraciarse con esa juventud democrática a la que también apela en su último ensayo? ¿La que busca como el arca perdida su viejo PSOE, lastrado por una estética del poder que no le favorece y que, entre otros referentes, representa también el otrora jovencísimo triunfador del congreso socialista de Suresnes?: "Uno de los mayores problemas actuales es que estamos atorados en algunas meteduras de pata y no tenemos tiempo para analizarlas, ni voluntad de corregirlas", acierta González a escribir en esa última obra.

En cualquier caso, él sería un bocazas jubilado de la cosa pública, pero hay muchos otros colegas suyos que se encuentran en pleno ejercicio de poderes. Cristóbal Montoro, por ejemplo. El ministro de Hacienda y de Administraciones Públicas debe pensar que la Agencia Tributaria es un órgano instrumental del Partido Popular. Así, durante esta semana, aprovechó su comparecencia en el Congreso para desmentir que Jordi Pujol –senior o junior—se hubiera acogido a su amnistía fiscal, lo descoyuntó políticamente sin que se recuerde que alguna vez hiciera otro tanto con Luis Bárcenas y arremetió contra el soberanismo catalán, aprovechando que ese Pisuerga pasaba por el Valladolid del honorable que ha dejado de serlo.

La diferencia más notoria entre los gambazos de González y los de Montoro, es que este no da titulares tan buenos como el primero. ¿Cómo explicar su animadversión contra Andorra y la evasión fiscal, si allí Interior no ha desplazado a los GRS de la Benemérita, como si ha hecho en Gibraltar, para investigar qué llevan en el bolso las au pair o las dependientas de las perfumerías de Seruya? Gibraltar –aprovechó para decir el ministro el pasado martes—le provoca a España unas pérdidas próximas a mil millones de euros anuales como consecuencia de su régimen fiscal. El problema para sostener ese discurso últimamente estriba en que, según la OCDE, un paraíso fiscal es aquel que carece de impuestos y no se presta con transparencia razonable a un intercambio de información financiera. Desde hace varios años, el Peñón, sin ser el no va más de la luz y de los taquígrafos, es un centro on shore: esto es, allí se pagan pocos impuestos, pero se pagan. Y ha establecido sistemas de intercambio de información con numerosos países, pero España no lo acepta como interlocutor para no reconocerle personalidad propia en el contencioso. Andorra, en donde no se pagan impuestos, aceptó firmar un convenio para ofrecer información sobre los clientes de sus bancos, aunque –menuda paradoja-- siempre y cuando no fuera como consecuencia de delitos fiscales. De Luxemburgo y de Austria, por no salir de la Unión Europea, mejor ni hablamos.

Frente a todo ello, ese otro panadero llamado Montoro promete aumentar el número de inspectores de la agencia tributaria en trescientos, cuando es más que probable que en los tres próximos años se jubilen cinco mil. Y se jacta de perseguir a los grandes defraudadores cuando, a decir de sus propios funcionarios, el grueso de la plantilla se dedica al menudeo de quienes sisan unos cuantos euros en su declaración del IRPF y sólo una selecta minoría se dedica a vigilar a nuestros alcapones.

Ante este panorama no sólo sube el precio del pan sino las expectativas electorales de quienes prometen, aunque no parezca viable que puedan cumplirlo, borrón y cuenta nueva con el pasado. Tabla rasa con una forma de hacer política que pudo ser útil en otro tiempo pero que hoy se nos revela como uno de los principales lastres del porvenir. El problema, sin acritud, es que empieza a crearse una nueva mayoría que entiende que hay gatos que ya no cazan ratones. Puede gustarnos o no, pero las encuestas cada día son más claras en ese rumbo.

Más Noticias