Corazón de Olivetti

José Mújica, un Nobel sin cartera

Parece un buda laico ese José Mújica, ex presidente de Uruguay, que recorrió España en los últimos días predicando un evangelio cívico, una buena nueva que no es tan nueva aunque sean más viejos los oídos que la escuchan. Su discurso de hoy sería apropiado para un Nobel de ayer: ni se lo dieron en 2013, cuando la Fundación Gorbachov lo propuso, ni tampoco en 2014, cuando terminó declarando que no veía dicho premio en tiempos de guerras calientes. No en balde, él nunca declaró una guerra como presidente, aunque formara en su día en las filas de los tupamaros. Ni inventó la dinamita ni la escuela de Chicago, como Henry Kissinger. Es, sin embargo, un Nobel sin cartera, que pronuncia a diario las palabras que hubiera dicho probablemente en su discurso ante la Academia.

Pasa por ser, también, uno de los popes de los que los neocons y sus secuaces malistas suelen denostar bajo la etiqueta del buenismo. O sea, aquellos quienes, como Lucio Anneo Séneca, se aferran al criterio de que quizá lo sencillo no sea simple y que no sólo es posible, sino inevitable, transformar la realidad:"Pero dejenme ser utópico. Quienes no lo son, me recuerdan al cardumen, a los peces que van unos detrás de otros hasta la muerte".

"Séneca nos decía, ‘no es pobre quien tiene poco, sino quien mucho desea’. Y la tribu aimara añade, ‘pobre es el que no tiene comunidad’. Estos son los valores que realmente importan", sentenciaría el viernes desde el Teatro Góngora, de Córdoba.

Un poco antes, ya nos había predicado con la necesidad de buscar el paraíso interior de cada uno: "Yo quise cambiar el mundo, pero ahora me conformo con limpiar mi barrio", nos decía con aire firme pero cansino en la Posada del Potro, en Córdoba, donde la cadena Ser invitó a un puñado de interlocutores a compartir con él un encuentro previo a su congreso sobre la sabiduría y el conocimiento: "Pudimos hacer más. En mi país no puede haber indigentes, producimos comida para 30 millones de habitantes y somos 3 millones. Puede haber dificultades, pero no gente en la indigencia", diría más tarde, a preguntas de Pepa Bueno.

En su chacra montevideana, donde siguió viviendo durante su etapa presidencial, Mújica pretende levantar ahora un colegio porque como no tuvo hijos, la vida le ha regalado un sinfín de gurises pobres. ¿Cómo habrán de darle el Nobel, si es que alguien lo pretendiera, a un presidente que iba a la ferretería a comprar él mismo la tapa del inodoro? Quizá no sólo le avale la política seguida durante su mandato o su ejemplo vital en el que muchos europeos miran una forma distinta de afrontar la cosa pública: "Me preocupa la corrupción, no sólo por la corrupción sino porque puede apartar a la gente de la política que es la única herramienta que tenemos para cambiar las cosas".

Lo obvio suene revolucionario en el discurso de José Mújica: "Una sociedad necesita creer en algo, y la democracia se enferma cuando la gente no cree en la política y en los políticos".

"Pienso que la política sigue siendo esencial, porque la llamada cultura del mercado no puede arreglar ciertos problemas, como la distribución de la riqueza. Solo la política puede mitigar esta situación. Los partidos tienen defectos, pero es la enfermedad de nuestra propia sociedad. Pero no tenemos que cruzarnos de brazos cuando un partido no nos gusta. Creemos otro, no arrojemos la toalla. Hay que dignificar la vida de los partidos, el papel de la política, el valor de la construcción colectiva en nuestra sociedad, porque, por ahora, es la única herramienta para luchar por el progreso humano. La gente necesita creer en algo, confianza, fe, y hay que construir esa confianza con hechos, con conductas".

Los dos discursos de Mújica se complementan. El colectivo y el individual. Le inquieta la pobreza real, pero mucho más le preocupa la pobreza mental: "Pertenezco a una generación que quiso cambiar el mundo, pero cometió el terrible error de no querer cambiarse antes a ella".

"Tenemos una eternidad para no ser y un minuto para vivir –nos dijo con la convicción de que podría acabársenos en cualquier momento--. Estar vivos es un milagro. Queremos consumir, comprarlo todo, pero no podemos ir a la tienda a comprar un poco más de tiempo. La lucha debe dirigirse contra el idiotismo de confundir felicidad con comprar".

Todo ello ocurría mientras Europa volvia a cerrar sus fronteras por temor a los sin nada, cuando tal vez tuviera que haberlo hecho por miedo a los con todo, a los mercaderes que convirtieron en zoco el templo de la democracia: "Cuanto mayor riqueza material más egoismo parece que la solidaridad es sólo patrimonio de los pobres".

"Esto es un cambio de civilización. Los jóvenes, y los no tan jóvenes, piensan en los beneficios que les van a reportar sus actos. Y no conciben que pueda merecer la pena perder tres horas y media de su vida escuchando a un poeta en un café. Se nos viene encima otra civilización, como las arrugas o las canas. Es inevitable. Necesitamos un conjunto de decisiones de carácter mundial, ya no se arreglan las cosas en la esfera de ningún país. Necesitamos empezar a razonar como especie. Los pobres de África ya no son de África. Y para ver todos los tipos de negros ya no necesitas ir a África, basta con ir a Francia", relató ante los micrófonos radiofónico, pero ya lo había hecho antes, en privado, con su voz cachazuda: "Hay todo un continente de nylon bajo el mar. ¿A qué nació pertenece? ¿A qué país pertenece el planeta?".

"Antes podíamos soñar con cambiar el piloto, con matar a Julio César, pero ya no hay césares. La sociedad va con el piloto automático, el de los mercados. Y los mercados ni siquiera saben a donde nos conduce".

La crisis de los refugiados de hoy, en gran medida, evoca otras crisis anteriores, la que siguió a la Segunda Guerra Mundial o la que le precedió, tras la derrota a sangre y fuego de la España democrática en 1939: "Este... Méjico acogió a un millón de españoles tras la guerra civil. Y Argentina, 300.000 a comienzos del siglo XX. E incluso Uruguay, siendo tan pequeño, le abrió las puertas a 40.000. Yo mismo admiré mucho a uno de ellos, a un mallorquino que al final de su vida quiso ser vasco y que se llamaba José Bergamín. Latinoamérica se benefició mucho por todos ellos. Los sirios que vienen ahora no son pobres. Son clase media y para arriba, gente preparada. Los sirios pobres están clavados en la arena. Nadie se acuerda de ellos. Pero los que vienen, los que logran huir, son de la generación del telefonito. Saben donde quieren ir. A Alemania, como todos. No se conforman con salvar simplemente la vida".

Pareciera, a tenor de sus palabras, que existiese una crisis perpetua y otra coyuntural: "El que está relativamente bien y se va para abajo sufre mucho. Los eternamente pobres caen en una especie de resignación, soportan estoicamente la situación sin hacer mucho ruido. España, Primer Mundo, de repente tuvo un encontronazo, y han sufrido mucho, pero no se quejen tanto tampoco".

Había llegado aCórdoba unas horas antes desde La Puebla de Albortón, donde vivió en el siglo XVII Juan Antonio Artigas, el abuelo de José Gervasio Artigas, el libertador de Uruguay, que es ahora una formidable estatua ecuestre en el corazón de Montevideo cerca del teatro donde los arruinados cantantes españoles de una compañía de zarzuela reinventaron el carnaval de Cádiz, al amanecer del sigloXX. En la Córdoba de hoy, José Mújica daba gracias por que la vida le hubiera permitido conocer la Alhambra y la Mezquita: "Así es como la llamamos todos en todo el mundo. Y aquí se pelear ahora por llamarle tan sólo Catedral. Yo creo que tendrían que ir a ver al Papa para aclarar este asunto. Yo fui a verlo en dos ocasiones. Es un personaje este Bergoglio. Creo que tiene buenas intenciones, pero tendría que cambiar al comité central. La primera vez que fui, al salir, un tío con una túnica y un gorro rojo no hacía más que preguntarme sobre lo que habíamos hablado. Sería del servicio de inteligencia del Vaticano. La segunda vez, ya no estaba".

No se reconoce a sí mismo en el perfil de profeta de andar por casa, ni filósofo ni intelectual: "Lo fui hasta los 25. Hasta esa edad lo leía todo, desde la Guía Telefónica a Séneca". Luego, le faltó tiempo, sobre todo durante los quince años que la dictadura uruguaya lo mantuvo entre rejas, haciéndole ir de un campo a otro, de un cuartel a otro, de penal en penal: "No me permitían leer, pero entonces se me vino a la memoria todo lo que había leido ya y yo me convertí en mi propia biblioteca", nos confió.

La tortura también le sirvió: "El dolor y el esfuerzo terminan por darnos recompensas", conviene Mújica, ligero de equipaje como Antonio Machado: "Vamos siempre al pasado a buscar la herramienta que nos ayude a tener respuestas para el mañana". Mújica recorre Europa, el mundo, como un fantasma de los sueños que alguna vez tuvimos. Nosotros, como Rafael Alberti –que también tuvo casa en Punta del Este-- le llamamos camarada. El, en cambio, con acento suburbio, nos despide de otra forma: "Adiós, hermano". Como un buda laico. Aquel Gautama al que Bertolt Brecht describiera intentando sacar de una casa ardiendo a los habitantes que preguntaban si hacía frío afuera.

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