Corazón de Olivetti

Cataluña cumple cien años

Siempre creyó que no iba a volver. Tenía veintiún años y mucho frío. Cruzó la frontera de Port Bou entre la muchedumbre que huía del miedo, cuando en febrero de 1939 quedaban ya demasiado lejanas todas las primaveras. Atrás, su remota familia, su Brigada Mixta ya disuelta, el país de todas las banderas que dejaba a su espalda, con las luces quebradas de Barcelona, que, si hubiera viajado más, quizá le habría parecido una de esas ciudades en las que merece la pena morir o, mejor dicho, en las que daría gloria vivir.

Se estremece ahora, casi ochenta años más tarde, cuando ve a los refugiados de otras derrotas intentar llegar a una Europa que les depara el mismo trato. Un ejército inerme de mujeres y de niños. También entonces: 500.000 almas por allí y por La Junquera –bon cop de falç, bon cop de falç, desafinaban unos brigadistas en un raro catalán con acento inglés--. En Francia, no hubo final feliz: en Argeles Sur Mer, hubo algo peor que el hambre, el desprecio, las alambradas sobre una playa convertida en campo de concentración. El contemplaba sus dos falanges rotas por el estallido de una granada como la única medalla de guerra que habría de acompañarle el resto de sus días. Sed de justicia. Sed de esperanza. Sed: a veces, tenía que beber agua de mar aunque le estrangulase los riñones.

Regresó. Cuando París ya no era una fiesta y los nazis marcaban el paso de la oca sobre el Louvre, habría podido viajar hasta Pauillac y embarcar en el Winnipeg, el barco que había fletado un poeta, rumbo a Chile. Algunos de sus compañeros de fatigas decidieron que la guerra civil no había terminado y se alistaron en el ejército francés para luchar contra Hitler y contra Mussolini, que era la única manera que les quedaba de seguir luchando contra Franco: vio a uno de ellos a bordo de un tanque que ponía Teruel cuando el general Leclerc liberó a París un día de besos y victorias. O quizá pudiera haber probado a casarse con aquella muchacha dulce del Roselló, que le llevaba hasta su cautiverio un cantil de leche de cuando en cuando y una hogaza de pan que no fuera negra. Pero volvió al sur, a una aldea perdida junto a un mar de aceitunas peñas arriba.

El Gobierno de España había prometido respetar a todos aquellos que desearan volver y que no arrastraran delitos de sangre. Decidió creerle y retornó. Un par de meses en otro campo de concentración, en Miranda del Ebro. Un oficial rebelde le miró como si el rebelde fuera él. Escudriñó su hoja de servicio y le dijo que estaba limpio, que quedaba en libertad pero que ya que se había alistado tan joven para servir a la masonería y a las hordas rojas, ahora tendría que servir al Caudillo: le enviaron de nuevo a Cataluña, con olor a espliego y a monte húmedo. En el 44, ya era un hombre hecho y derecho: veintiséis años. Seguía teniendo hambre. De sur. Regresó a los abrazos familiares, a la huerta que combatía las estrecheces con minúsculos tomates y ramos de papas, a la radio de galena por donde sonaba la voz de Juanito Valderrama, su viejo compañero del Batallón Salvochea.

De Córdoba a las estribaciones de Ronda. En el ferrocarril y en Dragados, admitían a comunistas, pero él había sido de la CNT. Le pusieron de guardagujas en una casilla no muy lejos de un río, donde olvidar las fatigas y crear ese raro espejismo al que algunos llaman porvenir. Ella era mujer menuda con una sonrisa linda pero en blanco y negro. Le dio cinco hijos y un motivo para regresar al norte: aquí no hay futuro para ellos, le dijo una noche de verano con la misma voz que, de haber nacido antes, le hubiera dicho que probara suerte en Barcelona, en la Exposición del 29.

A los trenes que viajaban hasta allí, desde Málaga y Sevilla, le seguían llamando por entonces los transmiserianos. Venían de la pobreza y viajaban hacia la clase media, al cinturón industrial que empezaba a recibir cadenas de montaje, a la piel quemada de los suburbios que crecían de forma imparable, como el que eligieron para quedarse: Sant Andreu era su nombre, en aquel idioma raro que a él se le antojaba dulce. La Ciudad Condal, le llamaban, aunque él no sabía por qué. Se lo preguntó una vez a Braulio, el factor: "Por un rey que dicen que vive en el extranjero". Las calles del centro parecían como si estuvieran planchadas y perfectamente colocadas en su armario de cemento: palacetes del Paseo de Gracia, inacabadas torres de la Sagrada Familia, puestos de la Boquería, aroma de flores en Las Ramblas y fantasmagorías del Parque Güell, más allá de la ronda del Guinardó y de la plaza Lesseps donde el cine Roxy hacía esquina con el carrer Santa Perpetua.

Allí vivía la clase alta, con sus inconfesables fortunas de la Primera Guerra Mundial, con sus veinte muertos en el Liceo cuando agonizaba el siglo XIX. Ahora, bailaban sardanas en la intimidad y compartían canapés con los franquistas en las recepciones de alto copete. También, en aquellas cuadrículas tan primorosamente diseñadas por Idelfons Cerdá vivía algo parecido a la clase media, trabajadores cualificados, gente que llenaban los sábados las plateas del Paralelo y creían, a veces, que aquella marea de inmigrantes llegados de todas las Españas obedecía a un maquiavélico plan de Carrero Blanco para sepultar la lengua de Salvador Espriu bajo una babel de acentos celtibéricos, desde su habla andaluza a la de los murcianos y aragoneses que se apiñaban en el Poble Sec, las barracas de Montjuic o la germanía de los gitanos del Somorrostro, a donde acababa de llegar una tal Carmen Amaya que había estado expatriada en las Américas.

Era una ciudad fácil. Siempre había el mismo alcalde, Josep María Porcioles, que dijo con buen criterio que al Eixample le surgían barretinas, cuando las remontas se convertían en cajas de zapatos, viviendas baratas para que los pobres de solemnidad se convirtieran en propietarios de cuatro paredes de papel de fumar. Allí y entonces, comprendió que no había tanta diferencia entre el Noi del Sucre y Pasos Largos, entre la Semana Trágica y Casas Viejas, entre la desbandada que él había sufrido rumbo a la frontera francesa y la que padeció la familia de su esposa, entre Málaga y Almería, bajo el fuego de la aviación franquista. Entre los ricos de allí y los terratenientes del sur, sólo había una diferencia: que los primeros invertían parte de sus beneficios en aquel puñado de provincias, donde lo mismo rumbeaban los jornaleros de la pera hasta Lérida que era difícil oír español en el Ampurdán, no muy lejos de la línea de costa donde Salvador Dalí y Federico García Lorca alguna vez fueron felices. Claro que quizá en el sur los poderosos perdieron la costumbre de invertir cuando las textiles catalanas compraron las andaluzas al empezar a hacerle competencia un siglo antes.

Que tampoco los idiomas eran abismos, estaba convencido. El se entendía perfectamente con sus compañeros del PSUC, aunque guardó siempre su viejo carnet del sindicato de trabajadores de la tierra. Les acompañaba a reuniones clandestinas por el Prat de Llobregat o a Badalona, en los vagones de mercancía que orillaban en Terrasa, junto al río de Gerona, bajo la humedad de Sitges o los muros de Tarragona que también fue de tarde en tarde una ciudad hermosa. Como siempre le gustó la poesía, hasta en el frente declamaba versos aprendidos de memoria porque entonces aún no sabía leer. De Manuel Benitez Carrasco, principalmente. Y de Miguel Hernández. Un camarada se tomó la molestia de enseñarle un poema en catalán y él lo destrozaba porque, a aquellas alturas, todavía no se manejaba bien con aquellas palabras tan dulces como extrañas.

Si jo fos pescador pescaria l'aurora,
si jo fos caçador atraparia el sol;
si fos lladre d'amor m'obririen les portes,
si fos bandit millor
que vindria tot sol;

—els carcellers del món no em sabrien mai l'ombra,

si fos lladre i bandit no em sabrien el vol.

Si tingués un vaixell m'enduria les noies,
si volien tornar deixarien llurs cors:

i en faria fanals
per a prendre'n de nous

de harina en el Clot.

A él le gustaba el aroma de la harina y le emocionaba oír lo de los carceleros del mundo. Del resto, justo es decirlo, no entendía demasiado, pero de sus compañeros sí, de pe a pa aprendía aquel otro lenguaje cómplice, el de las huelgas y las negociaciones aunque más de una vez estuvieran a punto de volver a militarizarlo. Como hablaban de libertad, de democracia y de autonomía. Como si fueran antiguas consignas de una guerra vencida, contra la que tal vez cabría la posibilidad de una revancha. Lo que no le gustaban eran los guantazos en la comisaría de la Vía Layetana.

Su mundo creció bajo el aire kistch del Pueblo Español cargado de turistas a la fuente luminosa o el puente del Dragón, que cerraba el barrio donde sus hijos aprendían a ser mecánicos, pulcros empleados y oficiales de banca. En los días tumultuosos de la condena a muerte de Puig Antich, en las manifestaciones que se atrevían a desafiar al orden que oprimían a todos los pueblos de aquel país de todos los demonios, no sólo desfilaban senyeras sino banderas blanquiverdes que él tardó también en identificar como la de los suyos.

- Apenas voy ya por el centro de día. Allí ya sólo se puede hablar en catalán.
- Pero, ¿no te gustaba el catalán?, le pregunté poco antes de la Olimpiada del 92.
- Y me gusta, claro que me gusta, pero no tanto, pero no siempre, pero no solo.

Sus hijos ya no le daban tanta importancia a esas cuestiones: "Lo importante es que haya faena. Y plegar pronto para disfrutar de la vida".

La dictadura murió en la cama y Tarradellas volvió en avión: "Ja soc aquí". Todos lo celebraron aquella noche en el bar. Luego, vendrían estatutos, pujoles, las copas del Barça aunque él fuera de los periquitos, las guerras de presupuestos, otros inmigrantes de color distinto al suyo. el tripartito, el derecho a decidir o la cantinela del Madrid nos roba, en la pancarta principal de las últimas manifestaciones.

Claro que también estaba la voz al piano de Lluis Llach, que no sabía por qué le gustaba tanto cuando en realidad su cantante favorito siempre fue Manolo Escobar; "Como canta la niña de mi amigo Martín, la Mayte --me avisó por los 80, aunque luego se aficionó mucho a Miguel Poveda--. Los domingos le gustaba pararse a contemplar las hermosas coblas al aire libre de la Plaza Plá de la Seu: "Como los independentistas sepan que este baile lo enjaretó un tal Pepe Ventura, que nació en Linares, lo mismo dejan de bailar sardanas", le embromaba a sus compañeros de partido, que empezaban a dejar de serlo, porque la historia mudaba y las ideas también. Solía votar al PSC pero dejó de hacerlo cuando los socialistas tampoco parecían ya demasiado socialistas. Uno de sus hijos me aseguró que alguna vez votó a Esquerra. Hoy no sabe qué hará. A quién votará en las elecciones. Probablemente a nadie. Y no tanto porque no se sienta representado por ninguna de las fuerzas políticas que concurren a estas elecciones autonómicas que son algo más que unas elecciones autonómicas. Es que hoy cumple cien años y lo único que desea es que puedan tener la fiesta en paz, sin que en mitad del almuerzo, alguno de sus nietos llame charnego al otro y este amenace con volverse al sur, si triunfa el soberanismo y declaran la independencia antes de que sea el día de la hispanidad.

El sur, ese territorio de los veranos, a donde el viejo jamás ha vuelto como no pensaba volver a esta otra tierra, aquel frío febrero del 39. Su verdadera patria es la memoria. Se pongan como se pongan, se dice, él también tiene derecho a llamarse Cataluña. Pero no como esos que ahora salen en un video hablando el idioma que desdeñan, quienes sólo han sabido asustar y no seducir. Ni como quienes piensan que tienen las escrituras de propiedad de ese segundo hogar suyo, que ya es el primero. "o estamos solos y sabemos lo que no queremos", le leyó una vez a su amiga Maruja Torres, parodiando una canción de Ketama. . Su amigo Paco Candel se lo dijo hace mucho: "Tú eres de los cataluces. O de los andalanes". ¿Qué pensarán de todo esto en Andalucía?, se pregunta como quien recuerda a algún viejo amigo de la infancia. El no sabe si mañana dejará de tener la nacionalidad española. O la europea, como cree que existe Mariano Rajoy. Pero con la edad que tiene, eso también le trae sin cuidado.

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