Corazón de Olivetti

La demoscopia, contra los pitufos gruñones

La demoscopia le gana por puntos a la democracia. Al menos, en lo que se refiere al planteamiento de los debates electorales que se vienen programando en las televisiones públicas, privadas o mediopensionistas, sin una legislación que regule de manera equilibrada dichos formatos de campaña. Así, venimos asistiendo a la incorporación como interlocutores del viejo bipartidismo del PP y del PSOE a Ciudadanos y a Podemos, sin representación todavía en el Congreso de los Diputados, y contemplamos como se relega a Izquierda Unida, que obtuvo 1.680.810 votos de otras tantas personas a las que todavía representa.

Cierto es que las encuestas sitúan muy por detrás de estas últimas formaciones a la de los pitufos gruñones, que así fue como Pablo Iglesias en una desafortunada expresión calificó al viejo núcleo de poder de Izquierda Unida y de otras formaciones que no querían aceptar su contrato prematrimonial. Sin embargo, hoy por hoy, los votos son los que son y las encuestas, un futurible, una carta astral con una formidable cocina, como ha demostrado el último macro-sondeo del Centro de Investigaciones Sociológicas.

¿Quién determina el quién es quién de los debates electorales? En el fondo, ni la demoscopia, ni la democracia. El capricho, por un lado, de las formaciones con mayor peso político y mayores influencias, o, por otra parte, el albur de los medios de comunicación, foros universitarios y cualesquiera otras tribunas que convoquen pachangas dialécticas entre los diferentes candidatos.

Izquierda Unida ha cometido muchos errores a lo largo de su historia política pero no se merece que la arrumben como un mueble viejo en el desván de la soberbia ajena. Ni sus militantes ni sus votantes deben ser ignorados como si fueran ectoplasmas del pasado. Durante más de treinta años esas siglas y sus seguidores han representado la oposición política más contundente al neoliberalismo en nuestro país. Y ahí siguen, a pesar de las deserciones, las rendiciones o la imposibilidad de traducir en votos el rechazo de los de abajo –así llama ahora Alberto Garzón a los suyos--, a las estrategias de sus principales oponentes.

Durante la última legislatura, Izquierda Unida ha contado con grupo parlamentario propio, con el 6,92 por ciento de los votos y once diputados, aunque fuera sumando uno temporal de la Chunta Aragonesista y dos de Iniciativa per Catalunya Els Verts, otro de Esquerra Unida i Alternativa (EUiA), que ahora viaja en Cataluña junto a Podemos bajo el paraguas de En Comun Podem. Castigadas históricamente sus siglas por la ley d´Hont y por la configuración actual de las circunscripciones electorales y de sus representantes, ¿no merecen sus electores de antaño que pueda oírse a su candidato, en igualdad de condiciones, junto con los de otras fuerzas del presunto porvenir?

Izquierda Unida parece sufrir, por otra parte, un raro síndrome de Estocolmo y acepta que le borren del imaginario de la campaña, tal y como José Stalin pretendió hacer con Trosky en la célebre foto de la revolución bolchevique cuando la víctima de Ramón Mercader compartía tribuna con Vladimir Illich Lenin. Al menos, eso parece deducirse del primer video electoral de Alberto Garzón, que obvia las siglas de Izquierda Unida o, por supuesto, del Partido Comunista de España, y apela a la Unidad Popular de Salvador Allende en Chile, entre fotografías de la revolución de los claveles en Portugal, de Rafael Alberti y Dolores Ibarruri en la cámara baja, de las manifestaciones contra la guerra o a favor de una ley de plazos para el aborto. Si los propios responsables de Izquierda Unida esconden sus siglas de la campaña, ¿alguien buscará sus papeletas el 20 de diciembre?

Apenas hay tiempo para que se consolide la denominación de Unidad Popular, lo que quizá contribuya a despistar a la ciudadanía menos avisada, aunque no parece probable que los contumaces seguidores del PP se confundan esta vez de populares. De hecho, en la papeleta aparecerá ese nuevo reclamo con la clásica marca de Izquierda Unida, que algunos –visto lo visto-- pretenden enterrar antes de tiempo. Puede incluso que sus sepultureros lleven todavía su carnet."Puede parecer que nos hemos quedado solos. Pero no lo estamos. Somos la gente común, trabajadora, rebelde. Somos los de abajo, los que no se conforman". afirma en su video Alberto Garzón, rodeado de unas decenas de simpatizantes que hubieran merecido las habilidades multiplicadoras de las escenas de masas de Ridley Scott en "Gladiator".

IU ya estuvo dispuesta a renunciar a sus siglas –y por tanto a buena parte de su historia-- para facilitar un acuerdo con Podemos, que le trató como un amante despechado y que no quiso atender a sus requiebros. Ese pertinaz debate sobre los cambios de nomenclatura tampoco van a beneficiar a sus candidatos. En principio, la unión de Izquierda Unida con alguno de los movimientos ciudadanos que no viajan en el ave de Podemos, pretendía llamarse Ahora en Común. Sin embargo, alguien registró dicha denominación a su nombre y negó el permiso para usarla, al considerar que se le estaba dando un uso partidista frente a la reivindicación civica que él reclamaba.

Quebrada su expectativa de voto por la mitad, a esta nueva formación –se llame como se llame-- se le le otorgan entre 3 y 4 escaños y un respaldo del 3,6 por ciento. Sin embargo, tampoco sus antiguos contendientes andan como para tirar cohetes a juicio de esas mismas y aciagas prospecciones sociológicas que auguran una perdida exponencial de escaños tanto al PP, que saldría extrañamente victorioso tras el via crucis de estos últimos cuatro años, como el PSOE.

La ausencia de estos izquierdistas de los principales platós sólo contribuirá a hacer bueno dicho pronóstico y reducir de nuevo su presencia en el congreso a la mínima expresión. Es posible que el horror vacui le lleve a Unidad Popular y a Izquierda Unida, a cometer patinazos, pero la democracia no debería hacerlo. Si empezamos a acostumbrarnos a que sean los demoscópicos quienes dibujen nuestor mapa político, llegará un tiempo en que alguien considerará que no hagan falta elecciones para garantizar la gobernabilidad o la representatividad de los españoles.

Envuelta en esa formidable sopa de letras con la que se perfilan estas elecciones, la izquierda toda desaprovecha la oportunidad histórica de que al Partido Popular le haya surgido competencia de importancia en su campo ideológico. Si bien es cierto que Ciudadanos puede pegarle serios mordiscos electorales al PSOE, empieza a resentir el cuerpo electoral del PP. Si hubiéramos de hacer caso al Centro de Iniciativas Sociológicas, el 60,1% de los españoles se situaría en estos momentos en los cinco espacios de la izquierda del espectro político-ideológico, que se reparten a lo largo del mapa español y todo ello teniendo en cuenta que la cocina del CIS parece haber entrado a saco en contra del auge del independentismo catalán. Si se compara ese porcentaje izquierdista frente a un 23,7% que se sitúan en los cinco espacios de la derecha, ¿cómo será posible que el PP vuelva a ganar las elecciones, aunque quizá se trate de una victoria pírrica?

Ese posicionamiento del electorado hacia opciones de izquierda, ha crecido de octubre a noviembre, desde el 59,3%. ¿Qué pensará ese 41,6% de indecisos que será quien dibuje el retrato robot de nuestra soberanía popular el 20 de diciembre, fun, fun, fun? Ahora, Alberto Garzón equipara a su coalición con las CUP a la hora de ejercer como partido bisagra en un futuro gobierno de izquierdas. Quizá olvida que, en el caso catalán, Artur Mas no parece ni siquiera socialdemócrata, y que en el resto del Estado, esa profunda división de la izquierda puede costarnos cuatro años más de marianismo, en los que al este del Edén de la Moncloa, seguiremos rodando la escena de los palestinos de la vida de Brian, con sus distintos frentes de liberación enfrentados por minucias, matices y la imposibilidad manifiesta de alcanzar un acuerdo de mínimos que les permitiera acudir a unas elecciones con unas expectativas de máximos. España no es la Grecia de Syriza, defintivamente. Y es muy dudoso que pueda jugar a ser el nuevo Portugal de Antonio Costa.

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