Corazón de Olivetti

Pase usted que a mí me da risa

Mariano Rajoy sigue en el plasma. Gallego de manual de estereotipos, aún no sabemos si baja o sube la escalera. Si es candidato –ayer dijo que si—o no lo es –antesdeayer renunció a la investidura--. En realidad, tras su audiencia con el rey, volvió a hacer lo de siempre, como cuando convocaba ruedas de prensa sin ruedas de prensa: escapar por el garaje.

A la usanza de Salomé, aún no abandona la esperanza de que el PSOE le sirva en bandeja la cabeza de Pedro Sánchez y que los socialistas se hagan el definitiva hara-kiri electoral a cuenta del PP y de los intereses de Estado. Pero él es incapaz, ni por el bien del PP ni por la normalidad institucional, de hacer lo que hicieron hasta la fecha todos los candidatos del partido más votado: aceptar la nominación del jefe del Estado y defender su reelección ante el Congreso. Y es que teme convertirse en un muñeco virutero que habrá de recibir el pim pam pum de todos aquellos a los que negó el saludo, el pan y la sal, una enmienda por amor de Dios, durante sus cuatro arrogantes años de mayoría absolutista.

La actitud de Rajoy recuerda demasiado a la de los dos ladrones que pretendían entrar a una casa y el dueño les esperaba, con un bate de beisbol, junto a la puerta: cuando el primero accedió a la vivienda, recibió un golpe tremendo que le destrozó los dientes, así que tapándose la boca con la mano, cedió la vez a su compinche, diciéndole: "pase usted, que a mi me da risa".

La risa, sin embargo, se nos ha congelado a todos. Si Rajoy es incapaz de enfrentarse a los diputados, sin que le acepten pulpo como animal de compañía, ¿cómo va a lidiar con la compleja situación política, social y económica de este país, sin esconderse detrás del burladero? El viernes, pegó una espantada torera, aunque al contrario que Curro ni siquiera hizo bien el paseíllo. En su peña, horas antes, se recalcaba que el presidente en funciones iba a salir a portagayola al hemiciclo y ya tenía incluso preparado un discurso de investidura que iba a dejar con el culo al aire al "consorcio radical" de Pedro Sánchez.

Horas antes, por ejemplo y entre un puñado de periodistas que remaban en la misma dirección, José Alejandro Vara, desde las ciberpáginas de Voz Populi, estaba convencido de que el inquilino en precario de La Moncloa no había escuchado "las voces melifluas de quienes le han aconsejado desde sus propias filas que renuncie a esa sesión a la espera de que el líder socialista sucumba en su empeño. Nadie lo entendería. Sería prácticamente el gesto previo a la renuncia". ¿Hemos asistido al gesto previo a la renuncia de Rajoy? "¿Y ahora qué?, pues yo mantengo mi candidatura", confirmó horas después en Córdoba, con el entusiasmo de sus incondicionales y la perplejidad del tendido 7 ante el retorno a los ruedos de un matador que acababa de cortarse la coleta --con perdón--. Debe ser como la indemnización de Luis Bárcenas, según María Dolores de Cospedal: una investidura en diferido. Como el ejército que no combate si no le garantizan la victoria. Como el púgil que no sube al ring si no le apañan la pelea.

Y, hale hop, al igual que los trileros que esconden el dado en los cubiletes de una rápida callejera, el Partido Popular y su séquito vuelven a centrar los focos en Pedro Sánchez, que, en la lógica parlamentaria vigente hasta el día de hoy, no tendría por qué postularse para la presidencia sin que antes lo hubiera hecho el candidato más votado. ¿Cobrará dietas el rey por reunirse con los presidenciables? De ser así, nos va a salir cara esta broma. Aunque lo más caro será la concovatoria de unas nuevas elecciones, que es probablemente lo que más le interese al PP y a Podemos; y, a la luz de las encuestas, lo que menos convenga al PSOE, que presumiblemente bajaría al tercer puesto del podio político de nuestro país. Quizá tampoco le venga bien a Ciudadanos, por lo que la conversación del sábado entre el secretario general del PSOE y Albert Rivera podría anunciar quizá el inicio de una buena amistad por necesidades del guión.

El PSOE podría apostar por una gran coalición, pero sin Génova. Con Ciudadanos, Podemos e incluso Izquierda Unida. ¿Aceptaría el partido naranja la autodeterminación de Cataluña o prescindiría el partido morado de dicha hipótesis a cambio de la famosa agenda social, de una vicepresidencia y de un ministerio chachi? Alberto Garzón, en cualquier caso, prepara oposiciones para guardia de tráfico. Si Ciudadanos pisa la moqueta del poder, podría evitar el retorno del voto útil al PP en caso de que se convocaran nuevos comicios. Y Pedro Sánchez podría presentarse ante la opinión pública como un  Jordi Evole capaz de sentar juntos a Albert Rivera y a Pablo Iglesias. Cierto que La Moncloa no es el bar de Tito Cuco en Nou Barris y que el PP mantendría la mayoría absoluta en el Senado: el ejecutivo arrancaría previsiblemente con la misma presteza que Frankestein pero tendríamos un gobierno tipo primera temporada de la serie Borgen, aunque sin una presidenta al frente del mismo.

Hamlet Rajoy –ser o no ser investido, esa es la cuestión-- tenía un punto de razón en su discurso de Córdoba: al controlar el PP el Senado, cualquier reforma de la Constitución sería inviable. Ergo, ¿quiere ello decir que de verdad aceptaría una reforma constitucional si se le dejase gobernar o utiliza ese macguffin como un simple señuelo para lograr sus propósitos y cantarle luego a los socialistas "Santa Rita, Rita, Rita, lo que se da no se quita"? ¿Quien puede fiarse de un presidente que ha aprobado una ley de educación con el rechazo de todos los partidos y de buena parte de la comunidad educativa? El mismo de la Ley Mordaza, el que le pedía a Bárcenas que fuera fuerte y ahora no sabe ni contesta a las sospechas que empiezan a rondarle cada vez más cerca. El PP pretende evitar el pacto de la izquierda aventando el fantasma del miedo contra Podemos. El problema es que, en buena parte de este país, da más miedo el PP aunque los medios pongan sordina a sus desvaríos, como ocurriese con el Don Guido machadiano.

El PSOE atraviesa una de sus mayores crisis de identidad, porque también le ocurre lo mismo a la sociedad española: la otra crisis, la económica, ha provocado que buena parte de la clase media haya dejado de serlo, pero dentro de ese mismo segmento social muchos otros han sobrevivido y les da pavor perder su clavo ardiendo. Ello explica las reticencias de los jacobinos y de parte de la vieja guardia socialdemócrata ante la arriesgada operación emprendida por su secretario general. Ciertos empresarios y profesionales afines, o aquellos que han sido o serán carne de las puertas giratorias están con las carnes abiertas ante un posible pacto con la izquierda, que tampoco se lo está poniendo fácil al sanchismo, dicho sea de paso. A lo peor, porque han visto más capítulos de "Juego de tronos" y sus principales representantes pertenecen a una generación que ha crecido con los juegos de rol.

Archivada por ahora la operación Javier Solana –o la de Julián García Vargas, que también se barajó como alternativas presidenciables--, incluso Susana Díaz ha aceptado disciplinadamente un tiempo muerto, porque el cielo puede esperar y ella lo sabe. Hasta ahora, la presidenta andaluza ha resistido la ofensiva de un sector del poder económico de este país que buscaba en su empatía una sustitución exprés del actual líder socialista.

Aunque a estas alturas sigan en cuestión la palabra socialismo y la palabra liderazgo, quizá el PSOE siempre se pareció a España porque era de izquierdas ma non troppo. Felipe González logró revalidar su mayoría sin tener que dar demasiadas explicaciones por su cambio de orientación política respecto a la OTAN. ¿Aceptarían sus votantes de izquierda que ese partido permitiera, aunque fuera simplemente con la abstención como propone Alfonso Guerra , que gobernase el PP? ¿Perdería más respaldo el partido del puño y la rosa entre sus votantes de centro y de derecha si apostase por una alianza de izquierdas, con interesados apoyos nacionalistas en la aprobación de los presupuestos generales del Estado? A babor y a estribor haría aguas el partido del viejo Pablo Iglesias y quizá tendría que viajar hacia una refundación que le situase quizá en un papel modesto como bisagra, sin demasiadas opciones de gobierno propio, entre una polarización de izquierda y de derecha, cuyos paradigmas respectivos serían Podemos y el PP.

La única opción que le queda a Pedro Sánchez para no salir arrastrado por las mulillas de la historia es convertirse en José Tomás y arriesgarse a una cogida de pronóstico reservado. Su principal carta sería la de situarse en el centro político, en una gran colación en la que el PP quede situado fuera del foco, como si fuera algo así como el Front National de Marine Le Pen. En ese contexto, Albert Rivera sería de mayor Nicolás Sarkozy. Su segunda opción, la de Sánchez, emular al portugués Antonio Costa y que salga el sol por Antequera, aunque el Ibex 35, Christine Lagarde y Angela Merkel se pongan a llorar como si viniese el coco.

Mientras tanto, en su avatar del plasma, Mariano Rajoy se vería investido por Luis de Guindos, por el foro de Davos y por los miembros de la FAES que no estén ya buscándole el recambio por alguien que no le tenga canguelo a la política.

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