Corazón de Olivetti

Nostalgias del viejo parlamento

Lo peor del fallido debate de investidura no ha sido su resultado, sino su transcurso. ¿Qué extraterrestre abdujo a las ocurrentes señorías de la sesión del miércoles durante el debate que precedió a la votación del viernes? Demóstones fue sorpresivamente suplantado por Belén Esteban y el Congreso de los Diputados pareció convertirse durante poco más de una hora en esa caricatura amarga que a menudo enarbolan los detractores de la democracia. En la sesión del martes,  el candidato Sánchez se situó a mitad de camino entre  el Discurso a la Academia que protagonizara José Luis Gómez y las antiguas maratones verbales de Fidel Castro. Con lo bien que nos hubiera venido la épica de Kenneth Bragath, el verbo bien dicho de Juan Luis Galiardo, Al día siguiente, sin que nuestra Cámara baja llegase necesariamente a la altura de la legendaria ágora griega, hubo buen juego dialéctico, discurso bien engarzados más allá de su inopia o de su crudeza. El día cuatro, no obstante, alguien tendría que haber amenazado a nuestros representantes con que se cuidaran de los idus de marzo.

Esa tropa balbuciente, estridente y bullanguera que nos representa en el parlamento viene a demostrar con sus hechuras que, sálvese quien pueda, suelen leer whatsapps en vez de libros y creen que el diálogo es un monólogo del Club de la Comedia. Que nadie aguarde el retorno de don Emilio Castelar, el tribuno gaditano que cuando en la sesión del 11 de febrero de 1873, reunidos en Asamblea Nacional, el Congreso y el Senado decidieron aceptar la renuncia del rey importado don Amadeo de Saboya a la corona de España, proclamó: "Señores, con Fernando VII murió la monarquía tradicional; con la fuga de Isabel II, la monarquía parlamentaria; con la renuncia de don Amadeo de Saboya, la monarquía democrática. Nadie ha acabado con ella; ha muerto por sí misma. Nadie trae la República; la trae una conspiración de la sociedad, de la Naturaleza, de la Historia. Señores, saludémosla como el sol que se levanta".

En nuestro último proyecto de democracia, ya no tan joven, abundaron los literatos, desde Rafael Alberti a José Antonio Labordeta y juraría que Pablo Iglesias tiene inédito algún libro de poemas de la experiencia, pero ¿cuándo escucharemos en sede parlamentaria o en el escritorio, alguna respuesta similar como la que el propio Castelar esgrimió ante un carlista que se oponía a aceptar la libertad de culto?: "Grande es Dios en el Sinaí; el trueno le precede, el rayo le acompaña, la luz le envuelve, la tierra tiembla, los montes se desgajan –aseguraba el prócer gaditano con el impetu de un pregonero de Semana Santa--; pero hay un Dios más grande, más grande todavía, que no es el majestuoso Dios del Sinaí, sino el humilde Dios del Calvario, clavado en una cruz, herido, yerto, coronado de espinas, con la hiel en los labios, y sin embargo, diciendo: «¡Padre mío, perdónalos, perdona a mis verdugos, perdona a mis perseguidores, porque no saben lo que se hacen!». Grande es la religión del poder, pero es más grande la religión del amor; grande es la religión de la justicia implacable, pero es más grande la religión del perdón misericordioso; y yo, en nombre del Evangelio, vengo aquí, a pediros que escribáis en vuestro Código fundamental la libertad religiosa, es decir, libertad, fraternidad, igualdad entre todos los hombres."

Visto el deprimente debate del viernes, hubiera hecho falta que Estanislao Figueras volviese de la tumba para proclamar, como en una sesión de 1873: "Ya estoy hasta los cojones de todos nosotros".

Debe ser el alma bipolar de España la que llevó de la épica oratoria de los dos primeros días de debate a la estulticia, las soflamas, la modorra y los discursos de oficio de tan sólo dos días más tarde. Claro que a si a las criaturas de la cosa pública le pagan cada vez menos por mor de la austeridad y de la ejemplaridad, haremos buena la sinceridad a machamartillo de Sagasta, cuando dijo aquello de "ya que gobernamos mal, por lo menos gobernaremos barato".

Será nuestro destino, a fin de cuentas: "Pongan que son españoles los que no pueden ser otra cosa.", bromeó Cánovas en las cortes constituyentes de 1876. Pero la brillantez no es sólo cosa del pasado y algunos senadores, como Camilo José Cela, eran tan leídos que fueron capaces de recordar una cita ilustre para salir del paso. Cela daba cabezadas en su escaño cuando el presidente de la Cámara Alta le reconvino que estuviese dormido: "No, presidente, no estoy dormido, sino durmiendo, que no es lo mismo estar jodido que estar jodiendo". El llorado cronista Luis Carandell nos desveló, sin embargo, el origen real de aquella respuesta: "A don Francisco Silvela se atribuye, aunque se le ha colgado a otros, una de las más famosas anécdotas del Parlamento español. Mientras un diputado pronunciaba un aburrido discurso, un ujier se acercó a don Francisco, que estaba sentado en la cabecera del banco azul como presidente del Consejo y murmuró a su oído: – Su señoría está dormido. Replico Silvela, volviéndose: – No estoy dormido, estoy durmiendo, que no es lo mismo estar bebido que estar bebiendo."

Quizá algunos de nuestros padres de la patria tendrían que ser tan autocríticos como Marcelo Azcárraga, en cuyo primer discurso como jefe de gobierno en octubre de 1900, reconoció que no estaba acostumbrado a los debates: "Realmente, no hubiera perdido nada con no haber entrado nunca en política.", confesó. Aún así debió gustarle, porque ejerció la presidencia durante tres periodos distintos, aunque todos ellos más breves que el mandato presidencial de Leopoldo Calvo Sotelo en 1981.

Visto lo visto el último viernes, en tan luctuosa jornada de la retórica parlamentaria, uno desearía que, como medio mundo barrunta, esta legislatura sea más corta que el efímero cargo del teniente general Serafín María de Sotto como presidente del Consejo de Ministro, un cometido que duró tan sólo dos días, del 19 al 20 de octubre de 1849. Por no hablar del gobierno de dos días de Segismundo Moret, a caballo entre noviembre y diciembre de 1906, durante el reinado de Alfonso XIII.

Pensábamos que el pluralismo de nuestro Parlamento iba a redundar en la brillantez de las intervenciones, en ocurrentes juegos de palabra, en la chispa de las Cortes de antaño en las que se prohibía leer los discursos. Un chasco: Pedro Sánchez era Hamlet, en un ser o no ser, esperando al fin de la sesión que quizá algún mejor resultado de las próximas elecciones anticipadas impida que el próximo Congreso de su partido le haga pasar a la reserva pasiva como secretario general. Mariano Rajoy está tan sonado, a estas alturas de la película, que todavía no se ha dado cuenta de que podría presentarse al casting para la próxima temporada de "Walking Dead"; así que su ironía de antaño parecía una mueca, mientras que Albert Rivera luce la misma gracia que Roberto Alcázar y el buen poeta Iglesias tiene, sin embargo, el mismo sentido del humor que Kiko Matamoros. Ninguno de ellos reaccionaría con el desparpajo que se atribuye indistintamente a Indalecio Prieto y a Gil Robles, cuando un diputado de la oposición le interpeló, afirmando: "Su señoría es de lo que todavía llevan calzoncilos de seda".

"No sabía que la esposa de su señoría fuese tan indiscreta", repuso alguno de los dos, en tiempos en los que la mujer tenía menos presencia en la política incluso que durante este fallido debate de investidura.

Todo este guirigay congresual tiene un presidente a su altura, ese dubitativo Patxi López que, desde luego, tiene que bregar con una cámara Sálvame de Luxe, con un reglamento controvertido y con una mesa cambemba, pero al que temo incapaz de esgrimir la soltura con que su correligionario Julián Besteiro, como presidente de las Cortes, respondió a un diputado que le preguntó: Señor presidente, ¿podemos quitarnos las chaquetas?
- "Sí, señoría –saltó--, pero cada uno la suya".

Ahora, si alguien te deja con la palabra en la boca, ya dicen: "Me ha hecho un Patxi López". En nuestras cortes de 1977, Trías Fargas interpeló a Fernando Álvarez de Miranda, al frente de la Cámara: "Déjeme el señor presidente tres minutos más, pues estas cosas no se han podido decir durante cuarenta años". ¿Qué hubiera dado el presidente López por encontrar una contestación tan ocurrente como la de su viejo colega democristiano, ante el aluvión de derechos a réplicas que se le vinieron encima durante las dos últimas sesiones en la carrera de San Jerónimo: "Si todos los que no han podido hablar durante cuarenta años lo hicieran durante tres minutos no terminaríamos", Álvarez de Miranda dixit.

¿Nos cabrá el privilegio de asistir a algunas florituras de similares durante los dos meses que nos quedan en la cuenta atrás de un nuevo proceso electoral? Probablemente, no. Nos contentaremos con dimes y diretes sobre idilios falsos o verdaderos, bebés amamantados, el color de los jerseys de Toni Cantó o la dignidad indiscutible de las tracas valencianas. Afuera, mientras tanto, sigue haciendo frío.

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