Corazón de Olivetti

España nació un cuatro de julio

Gritan España desde el balcón de Génova restaurado con dinero negro y pareciera que este país les perteneciese tan sólo a quienes ondean banderas con hambre de estanco y de todo por la patria, o a quienes han convertido un sueño en una marca. Candidatos eufóricos que se llaman españoles como si sólo ellos lo fueran y como si en vez de un país común siguiéramos habitando la España invertebrada de Ortega y Gasset, la que la restauración monárquica del XIX hizo girar en torno a las cesantías galdosianas de Madrid y las burguesías de Cataluña y del País Vasco.

Guarda un cierto aroma el que desprende ese gentío entre azul y bicolor al de la imposible España una de los Reyes Católicos y de la dictadura franquista, que no llegó a ser ni grande ni libre ochenta años atrás. Es la España escrita con B de Bárcenas y de Rita Barberá, con G de Gurtel y un ministro del Interior que hoy recibe al justiciable Rodrigo Rato y mañana conspira para buscarle las vueltas por vía policíaca o tributaria a partidos democráticos. Lo sorprendente es que esa misma España catalana votara todavía con más ahínco a Jorge Fernández Díaz, candidato al Congreso por Barcelona, lo que vendría a demostrar el albur de que la corrupción sólo nos inquieta cuando afecta a la siniestra y sería probable que esa otra España comprensiva con el mangazo a diestra le hubiera otorgado mayoría absoluta al PP a poco que hubieran saltado a la opinión público un par de escándalos más que sumar a los que  campan por los  juzgados nacionales. Hoy, una ardilla podría recorrer España saltando de sumario en sumario por malversación, fraude o trincalinas varias, con las urnas convertidas, desde Valencia a Galicia en un falso plebiscito con el que se pretende blanquear la pena de telediario de los jueces instructores.

España y sus lenguas.-

Quinientos años y pico después de la caída del reino de Granada, seguimos sin saber a ciencia cierta qué es España, lo que fue y, sobre todo, lo que habrá de ser en el futuro, cuando ahora también está en obras la Unión Europea y el caudaloso río de la independencia de Escocia puede terminar desembocando en el Penedés. El Día E, el día del español, vino a coincidir este año con un Congreso de los Diputados demasiado parecido a la torre de Babel: no está en peligro el idioma sino el talante, la capacidad de utilizarlo para negociar un gobierno acorde con la voluntad de la gente: desde un sector de la opinión pública se hablaba de pucherazo desde la noche del 26-J, apenas unos días antes de que ocurriese en Austria. Tal vez lo que haya que auditar, en el lenguaje de los números, sean las encuestas que precedieron a los segundos comicios de esta temporada. Y muy especialmente la del CIS, cuyo universo era mucho más generoso que el de los sondeos privados.

Lo cierto es que, fuere como fuese, seguimos sin entendernos. De tarde en tarde, ese españolismo excluyente que no se corresponde con la idea de aquella España mestiza del siglo de Oro que quiso ser otra tras el desastre del 98, se apresura a pregonar que nuestra lengua está en riesgo, cuando la hablan 470 millones de personas, aunque sea ese español "zarrapastroso" que denuncia Victor García de la Concha, desde la dirección del Instituto Cervantes por un mal crónico, el de la "escasa lectura" y "deficiente educación". Quizá lo que se extinga sea el barrunto de que debemos seguir hablando como en el siglo XVIII, y no tanto con aquella jeringonza heroica propia de murcios, porqueros, menestrales, posaderas, sacristanes, viudas y bachilleres, crecida entre el lavadero y el finlandón, sino con esa obstinación trilobítica de la Real Academia que tuvo que atenuar a regañadientes, hace unos meses, la acepción de la palabra gitano que asociaba a dicho pueblo con la humillante e injusta expresión "trapacero".

El españolismo fósil tal vez olvida que el idioma y sus hablas crecen más en América, Canarias o Andalucía que en otros lugares perfectamente respetables pero que patrocinan el canon de un español cuyo acento es cada vez menos neutro, por más que intenten disimularlo los telepredicadores, los presentadores de espectáculos y los tribunos políticos. Hablamos tan duro, como dicen los hispanoparlantes del otro lado del Atlántico, que a menudo despreciamos a otras lenguas tan romances o respetables como la nuestra, desde el catalán primigenio del valenciano Ramon Llull, al de las Baleares o el gallego de Rosalía, de Celso Emilio Ferreiro o de Ramiro Fonte. Por no hablar del bable o del castúo, o del habla pasiega. Y, por supuesto, de esa otra misteriosa y mágica lengua, el euskera, surgida al margen del Imperio Romano, como una larga declinación de bosques, fogones y montañas.

Hay otra España que no se identifica con ninguna España, que busca circunloquios para definir este país: la Península Ibérica es uno de los más utilizados, como si nos anexoniaramos Portugal y prescindiéramos de las islas y de Ceuta y Melilla. ¿Cómo convencer a unos de que hay otras Españas legítimas que no son la de ellos y cómo atraer a los otros hacia una idea de España plural, que respete las identidades y reparte con justicia los presupuestos? Quizá entonces tendríamos todos una bandera común que no fuera la de la Roja en horas bajas y varias lenguas de las que enorgullecernos y que utilizar para entendernos y no para enfrentarnos. ¿Cómo renunciar, entonces, a ser compatriotas cómplices de Velázquez o de Picasso, de Salvador Espriu y de Salvat Papasseit, de Celestino Mutis y de Cabeza de Vaca, de Clarín y de Torrente Ballester, de Magallanes y de Jorge Juan, de Colombine y de Margarita Xirgu, de Federico y de Paco, de Luis Buñuel, de Chillida y de Imanol, de Blas de Otero, de Mingote, de Carmen Amaya y de Miguel de Molina, de Zarra, de Ignacio Sánchez Mejías, de Luis Ocaña o de Isaac Albéniz? Beticos y moriscos, tartesios y sefardistas, egipcianos y mercheros, un pueblo de mil leches, es nuestro pedigrí.

La España de Obama.-

"Yo soy españoool, españoool, españooool", gritan los hinchas y los genoveses en noches de victorias pírricas, pero lo cierto es que ni siquiera nos ponemos de acuerdo en una fecha para festejar que lo somos. Quizá fuera buena la del 19 de marzo, por la Constitución de Cádiz, o el 14 de abril, por la república niña de María Zambrano, lejos del 18 de julio de la sublevación fascista o del 12 de octubre de hoy, que sigue despertando recelos entre quienes rememoran el descubrimiento y quienes condenan la leyenda negra. Lo mismo, al paso que vamos,  nos quitan afortunadamente el toro de la Vega pero nos hacen festejar el Independence Day, aunque los extraterrestres, en este caso, seamos nosotros.

Aunque Mr. Marshall nunca llegara a escuchar el discurso de Pepe Isbert desde un balcón muy distinto al del PP, nos sentimos gringos de película doblada por Alvaro Mutis: como Antonio Moreno y Rita Hayworth, como Sara Montiel y Elsa Pataky, como Antonio Banderas y Penelope Cruz. Quien se aclamaba el Salvador de España nos vendió a los intereses del Pentágono en el mediterráneo. Desde entonces, mediados los años 50 del pasado siglo, nos alejamos del leñador norteamericano al que Pablo Neruda quería despertar, nos distanciamos del viejo hermoso Walt Whitman, de la Brigada Lincoln y del Village de Sabicas, para acercarnos a los phantoms y a los polaris, a la leche en polvo y a las güisquerías alrededor de las bases, en un mundo con olor a zotal que tan bien retrata Felipe Benítez Reyes en su última novela, "El azar y viceversa".

Por más que cayeran bombas en Palomares y aviones sobre La Alpujarra, amábamos a Henry Kissinger aunque viniera de destruir Vietnam, Argentina, Uruguay o el Chile de Allende. El septimo de caballería seguía defendiéndonos del Empecinado, cuando la transición democrática se pactaba en Washington y heredábamos el Dédalo como el viejo utilitario que los abuelos regalan a los adolescentes. No más Torrejón ni Zaragoza, pero quedaba el gasoducto. Por más que las rojigualdas ondeasen sobre Morón y Rota, seguían mandando allí las barras y estrellas, desde la crisis de Sirte a la primera guerra del Golfo. Cuando llegó la segunda, José María Aznar cruzaba las piernas sobre la misma mesita que Tony Blair y Georges Bush hijo, como un mal remake de un rat pack sin cómicos ni crooners. De ahí que cuando José Luis Rodríguez Zapatero se negara a levantarse el día de nuestras fuerzas armadas ante el paso del pabellón de stars and stripes for ever, apenas unos meses antes de que la ilegal guerra de Irak nos llenara de muertos la estación de Atocha, los monopolistas del patriotismo le pusieron más a parir que si fuera Rita Maestre haciendo un top-less en la capilla de la Complutense.

ZP permaneció sentado porque era una forma más de protesta contra aquella carnicería, a espaldas de la ONU y en pos de armas de destrucción masiva que no aparecieron jamás quizá porque nunca habían existido. Sin embargo, no protestaba por el despilfarro que ya suponían entonces los desfiles de dicha jornada, cuya esstimación actual puede rozar, aun en tiempos de crisis, el medio millón de euros, aunque las cifras oficiales sólo hablen de 139.000. A Zapatero, una vez en La Moncloa, le faltó tiempo para intentar, inútilmente, limar asperazas al menos con Barack Obama, cuando se convirtió en inquilino de la Casa Blanca: aunque falló el encuentro galáctico entre ambos, Zapatero se sumó al Desayuno de la Oración en Washington D.C., en enero de 2010, un piadoso acto promovido por el primer presidente negro de la historia de EE.UU. Seguramente, entre una muchedumbre, ambos rezaron cada uno por su lado por las víctimas del terror, aunque quizá el presidente español entonara también una oración laia por restablecer las mejores relaciones diplomáticas con el imperio de Wall Street, que ni siquiera permitió a nuestra industria exportar aviones a la Venezuela de Hugo Chávez porque la patente de los navegadores era suya y estaba sometida a bloqueo.

Ahora, en su gira de despedida, Barack Obama está a punto de visitar la España en funciones de Mariano Rajoy. Quizá busque seguir los pasos de su esposa Michelle –cuya mano ciñe, en la prensa cardíaca, la cintura toda de la reina Letizia--, tan aficionada a los predios españoles como Harrison Ford, Madonna, Bill Clinton o Richard Gere. El periplo presidencial incluirá Madrid, con recibimiento real incluido. Claro que como le leí hace poco a Ana Romero, la hija mayor de los Obama, Malia, acaba de graduarse y pasará un año sabático en España antes de incorporarse a la Universidad de Harvard. Lo hará bajo el techo del embajador James Costos y su marido, Michael Smith, decorador de Georges Clooney y de la Casa Blanca. El viaje de Obama, por lo tanto, no sólo tiene una impronta protocolaria, militar y diplomática a su regreso de una nueva cumbre de la OTAN en Polonia, sino que guarda una cierta semejanza a nuestro españolísimo posyaque: pues ya que estamos en Europa, que se venga también la abuela y dejamos a la niña instalada en Madrid, con su capotita y con su neceser. Lo que tendría alguien que explicar es cómo en vísperas de todos estos acontecimientos la policía se entretiene en despojar de enseres a las peligrosas horadas de sin techo del parque próximo a la legación norteamericana en nuestra todavía villa y corte. Se tratará, sin duda, de un nuevo episodio crucail en la guerra contra el yihadismo.

La España de Rota y de Morón.-

El mapa español de Obama incluirá la Giralda de Sevilla, no muy lejos de donde Smash nació a la sombra de la emisora de la Base de Morón y probablemente se inicie en la base de Rota, donde reinan los cuatro destructores del escudo antimisiles que fraguó el ex embajador Alan Solomont, con un refuerzo en la dotación humana del que se benefician a escala local los taxistas, el sector de hostelería, los arrendadores de pisos, un par de empresas armamentísticas de Jerez y los astilleros de Navantia, aunque la VI Flota sigue reparando en Nápoles. Todo ello a mayor gloria de la industria armamentística, por más que ese tipo de enclaves militares difícilmente puedan tener un efecto disuasorio sobre un muyaidín a punto de enrollarse en la otra vida con unas cuantas huríes. Incluso los informes de la Fiscalía General del Estado confirman que su existencia incrementa el riesgo de atentado por parte de ese ejército fanático pero a menudo invisible.

Durante tan egregia visita, nuestro patriotismo oficial, cegado por el viva tú de la propaganda al uso, olvidará pedirle a Barack Obama que restrinja el paso de unidades aeronavales de propulsión o carga nuclear. O que de a conocer los planes de emergencia o evacuación para que nuestros compatriotas sepan qué hacer en caso de desastre: una vieja demanda de Ecologistas en Acción.

Tampoco nuestros representantes le reclamarán que el Tratado Transatlántico de Comercio e Inversiones (TTIP) que actualmente negocia Estados Unidos con Europa no se limite a retrotraer al sindicalismo hasta la era de Espartaco sino que podría estar bien que en vez de convertirnos a su integrismo neoliberal, le exportáramos nuestra seguridad social y ese sistema de pensiones que nuestro gobierno, por cierto, saquea de nuevo para poder pagar la extra de julio.

En español o en espanglish, hay mucho de lo que hablar con ese prematuro Nobel de la Paz. Por no hablar de diversos "acuerdos de entendimiento" que, en gran medida, vulneran las condiciones del referéndum de 12 de marzo de 1986 que fijó nuestra relación con la OTAN y que implicaba que no se incrementase el número de fuerzas norteamericanas en territorio español. El Air Force One aterriza en España porque a lo largo de los seis últimos años, el patriotismo del PSOE y del PP sumó esfuerzos para que Rota y Morón volvieran a hablar inglés: quinientos marines de La Fuerza de Reacción Rápida se instalaron en la base sevillana en donde por otra parte están despidiendo a mansalva a empleados civiles.

Salvo de boquilla para afuera, ni a España ni a la Unión Europea parece preocuparles demasiado el drama de los refugiados. Así que nadie en su sano juicio le preguntará que está haciendo Estados Unidos para afrontar la crisis humanitaria que ha provocado su fallido intento para cambiar el mapa político del Magreb y de Oriente Próximo, desde las primaveras de antaño a los inviernos árabes de hoy. Los hispanotenientes de oficio, los americanados que olvidaron el Maine y prefieren recordar tan sólo a Orson Welles y a Ava Gardner, podrían pedirle al Pentágono que al menos pagara el IBI por la base de Rota, ya que es más suya que de nuestro ministerio de Defensa.

O que, por otra parte, nos dejaran votar en sus elecciones presidenciales. Claro que, visto lo visto, seguro que Barack Obama se niega, no fueramos a decantarnos mayoritariamente por Donald Trump. Podríamos rodar, como premio de consolación, una coproducción en la que los tullidos de "Tristana" se cruzaran con aquel Tom Cruise sobre silla de ruedas en "Nacido un cuatro de julio". Como nuestros patriotas.

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