La tramoya

Controlar los precios es un arma de doble filo

Un cliente mantiene la distancia de seguridad mientras es atendido en una farmacia del centro de Madrid. EFE/David Fernández
Un cliente mantiene la distancia de seguridad mientras es atendido en una farmacia del centro de Madrid. EFE/David Fernández

Una de las consecuencias de la crisis sanitaria de efectos económicos tan intensos que estamos viviendo es que nos obliga a valorar las ventajas e inconvenientes de las grandes instituciones que sostienen a nuestra sociedad. Y, de forma muy particular, la utilidad y las limitaciones de los mercados para proporcionarnos los bienes que necesitamos.

De una institución tan antigua como el mercado lo sabemos casi todo. Cuando funciona bien, es decir, cuando hay muchos vendedores y compradores y ninguno puede actuar con un poder superior al de los demás a la hora de decidir sobre las condiciones del intercambio, el mercado nos proporciona la mejor combinación posible, para vendedores y compradores, entre la cantidad que se puede producir de un bien y su precio. Aunque, eso sí, deberá haber normas que garanticen ese equilibrio de poder y que se actúe con plena competencia.

Cuando ésta última predomina en su máximo grado, los mercados son instrumentos muy útiles para fomentar la producción de lo que se necesita y para establecer un precio a los bienes y servicios inmejorable, pues será aquel que obligue a los vendedores a actuar con la máxima eficiencia y el más bajo posible (dada la producción existente) para los compradores.

La crisis del coronavirus nos está planteando, sin embargo, algunos problemas que sufren nuestras sociedades a causa del predominio que tienen los mercados en la provisión de todo aquello que necesitamos.

Unas veces, puede ocurrir que por circunstancias excepcionales se produzca escasez. Bien porque los vendedores realicen muy poca oferta, porque exista mucha demanda de los compradores o porque ambas circunstancias coinciden. Y, cuando eso ocurre, los precios reaccionan.

Cuando se está propagando un virus y la gente quiere protegerse a toda costa se demandan, por ejemplo, muchas mascarillas y eso hace que escaseen. Inmediatamente, sus precios se disparan: mucha gente estará dispuesta a pagar lo que sea si considera que esa es una protección que le resulta imprescindible y los productores y vendedores reaccionarán aprovechándose para tratar de ganar lo más posible.

Afortunadamente, los precios tan rápidamente elevados sirven de llamada a nuevos productores y, además, los antiguos tratarán de vender lo más posible sabiendo que hay tanta gente que quiere comprar las mascarillas. Lo más seguro será, por tanto, que incluso en muy poco tiempo haya de nuevo oferta suficiente y que los precios vuelvan a bajar.

Sin embargo, los mercados no siempre reaccionan así de bien y el camino se puede torcer. Por ejemplo, puede ocurrir que algunos productores racionen a propósito la oferta para producir artificialmente la escasez y poder seguir vendiendo muy caro. O puede suceder que los precios que se hayan fijado en el mercado, incluso antes de que comenzaran a subir por el incremento súbito de la demanda, fuesen ya demasiado altos como para que una parte de la población los pudiera pagar.

Hay, por tanto, dos tipos principales de problemas que son consustanciales a los mercados. Uno aparece cuando no hay competencia porque algunos de los agentes que intervienen tiene más poder de decisión o puede imponer condiciones que le dan ventaja estratégica sobre los demás. Entonces, los precios del mercado no serán ya los que mencioné al principio, es decir, los que fomentan una oferta de productos de máxima eficiencia y los más bajos para los consumidores. Se trata de un problema que sólo se puede solucionar con normas jurídicas que impidan que pueda darse esa situación de ventaja.

El segundo problema es, como también he dicho, que el precio de mercado, incluso siendo el más bajo posible, resulte demasiado elevado para muchas personas. Entonces es cuando se producen lo que José Luis Sampedro llamó "las colas invisibles del capitalismo", es decir, las que no se ven, pero no porque todo el mundo esté satisfecho, sino porque son las que formarían personas que desean el producto pero saben que no tienen dinero para pagar su precio.

Estos problemas se dan con mucha frecuencia en nuestra sociedad y afectan a bienes y servicios muy importantes para nuestras vidas. Se han planteado, por ejemplo, en la vivienda de propiedad o alquiler, de modo que miles de personas no pueden acceder a ella porque no pueden pagar los precios de mercado. Y también podría producirse ahora si un laboratorio privado descubre una vacuna contra el Covid-19. Sería un éxito sanitario, pero, en buena lógica de mercado, trataría de rentabilizar al máximo su inversión y el precio de la vacuna sería tan alto que muchísimas personas o incluso gobiernos no podrían pagarlo. Y eso es lo que también ha podido ocurrir cuando las mascarillas u otros productos sanitarios han alcanzado un precio demasiado alto.

Cuando eso ocurre (pensemos en las decisiones de muchos ayuntamientos o gobiernos) la tentación es intervenir sobre los precios, obligando a que los vendedores los reduzcan hasta el nivel que se considere adecuado. Una alternativa que, a primera vista, puede parecer muy fácil y efectiva pero que no lo es en realidad pues puede traer consigo efectos de rebote que produzcan problemas quizá peores que los que se desea evitar.

Tomemos a las mascarillas como ejemplo y supongamos que un gobierno decreta que las farmacias no podrán venderlas por encima de un determinado precio. Si resulta que los productores u otros intermediarios son los que han encarecido su precio y las farmacias han de comprarlas por encima del máximo fijado por el gobierno, lo que se está haciendo es obligar a que estas últimas vendan con pérdidas y el resultado será que muchas de ellas renuncien a hacerlo.

En otras ocasiones, si los vendedores saben que hay compradores dispuestos a pagar más del precio máximo, lo que puede ocurrir es que se genere un mercado paralelo y que el límite fijado por el gobierno no sólo sea inútil, sino que incluso termine provocando que suban los precios.

Tratar de controlar los precios obligando a que no suban o bajen de unos niveles determinados cuando hay problemas de suministro, de escasez de oferta o de exceso de demanda, no es casi nunca el mejor camino para lograr que toda la población que lo necesite disponga de un determinado bien o servicio cuando este se ha encarecido.

Los precios son, en realidad, como un indicador de lo que está ocurriendo en los mercados y empeñarse en que no suban (con precios máximos como el de las mascarillas) o que no bajen (salarios mínimos) por debajo de lo establecido puede ser un empeño inútil y contraproducente. Es como luchar contra la fiebre obligando a que los termómetros se fabriquen sin que puedan pasar de 36 grados.

Si se utiliza el mercado, y eso es lo que más conviene cuando funciona con plena competencia, hay que dejar que lo haga lo más libremente posible, una vez establecidas correctamente las normas que lo regulen. Cuando no funciona bien porque está sometido al poder muy superior de los grandes operadores (lo que normalmente ocurre en el capitalismo) hay que tratar de corregirlo adecuadamente. Y, cuando esto no es posible o el mercado es incapaz de proporcionar bienes o servicios que se consideran imprescindibles para toda la gente que los necesita, lo que hay que hacer es garantizar que exista una oferta alternativa y suficiente, pero no forzarlo a que haga lo que no está a su alcance.

Si no hay viviendas de alquiler a precios asequibles lo mejor es producir una oferta pública complementaria. Si no hay mascarillas, lo mejor es que las produzca directamente el Estado y las distribuya luego gratis o al precio deseado, o que las importe y haga lo mismo después. Y, por cierto, lo mismo ocurrirá con la vacuna contra el Covid-19 que tanto se anhela y con otras que serán necesarias en el futuro. Si se quiere que sean asequibles y se sabe que en su momento se obligará a que tengan un precio de mercado limitado a ningún capital privado le interesará dedicar recursos para tratar de encontrarlas. Si se quiere que estén al alcance de todos sin malgastar recursos, más vale que se financie su búsqueda desde ya como un bien público.

La crisis que estamos viviendo, como la de 2008 cuando la avaricia y la irresponsabilidad de los bancos dejó a las economías sin el fluido vital que es la financiación, nos demuestra que es muy peligroso dejar que sólo los mercados se encarguen de suministrar los bienes y servicios que resultan imprescindibles para todos o para garantizar el funcionamiento de instituciones o piezas vitales de nuestra sociedad. Aunque también nos enseñan que, ante un mal funcionamiento del mercado, no vale cualquier tipo de respuesta política. El infierno está lleno de buenas intenciones.

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