Juegos sin reglas

¿Queda lugar para la vida pública más allá de una cultura de los afectos?

En el año 2006 la socióloga franco-israelí Eva Illouz publicaba una interesante obra titulada Intimidades congeladas donde responsabilizaba al calado logrado en el siglo pasado por el discurso psicoanalítico en tierras norteamericanas de lo que ella llamaba un "estilo emocional" extensamente contagiado en lo sucesivo por los recovecos de la cultura occidental. Illouz quería hacer ver la creciente importancia cobrada por el uso político y económico de los afectos en la trama social como mecanismo de producción de las subjetividades. Lo cierto es que su diagnóstico fue premonitorio a propósito de cómo las diferentes parcelas del mundo social se habrían visto impregnadas por una carga de sentimientos y emociones en otra hora insospechada. A decir verdad los afectos habían sido el móvil casi siempre travestido de las acciones colectivas, pocas veces reconocido como tal por un análisis sociológico donde primaba una fundacional episteme racionalista. Sin embargo, la caracterización auténticamente novedosa del fenómeno es la cascada de afectividad contaminante del ejercicio de las instituciones. Se presumía que el terreno natural de los afectos era el de la privacidad, pero que el mundo institucional se autodefinía precisamente en virtud de una elevación de propósitos por encima de esta privacidad y de los afectos en ella contenidos. Por mucho que, como se ha insistido, las instituciones representasen ocultos intereses de grupos dominantes, lo que las dotaba de legitimidad era una puesta entre paréntesis de la contaminación originada por los afectos personales y un gobierno de la objetividad respaldo de un universalismo normativo. De cualquier modo de la implosión de una cultura de los afectos no se ha constatado una modificación en el diagnóstico de parcialidad achacable a las instituciones. La resultante es el auge de un sujeto que, haciendo alarde de su subjetividad, erige el subjetivismo en una divisa política.

Atrás queda el dictum contracultural de los años sesenta reclamando el reconocimiento de que lo privado es público a fin de violentar una doble moral burguesa. Como asimismo queda atrás la consigna estética en pro de la liberación de los afectos domeñados por la tiranía impuesta por el principio de realidad. En realidad, de tanto manoseo en el rechazo suyo la noción de represión afectiva ha acabado gastándose y, finalmente, ha quedado obsoleta. ¿De qué constricciones seguir liberando a los afectos cuando todo obstáculo frenador de su despliegue ha sido aparentemente rebasado?, ¿queda algo de lo cual continuar liberando a la subjetividad tras la orgia liberadora? Cabe pensar que ya no queda, pero que, debido a este motivo, se torna en consigna  inventarlo, si nada lo impide, infinitamente. La liberación afectiva ha llegado a un punto de saturación. Es más, sobre ella se cierne una actitud de sospecha, toda vez que se ha observado cómo ha sido eficazmente metabolizada por la lógica sistémica de la sociedad a fin de que los individuos se adecuen a unas nuevas demandas funcionales procedentes de un capitalismo de consumo impulsor de subjetividades necesariamente aligeradas del peso coercitivo portado por la impronta del deber. Esto se ha traslado al campo institucional, de manera que a los representantes de las instituciones se les pide que, a tono con la época, sean sensibles a los afectos y, es más, sepan transmitir esta afectividad a la población si quisieran luego sacar buen rendimiento de ello.

Detrás de esta empresa se esconde un embrutecimiento del yo resultante de su inflación afectiva. Sobre el terreno, el agrandamiento de la presunta liberación afectiva ha discurrido por una senda directamente proporcional a una descomposición de un clima de calor con el otro y a un incremento de la indiferencia con la particularidad afectividad de éste. Por mucho que se hayan barajado intentonas en esta dirección, se ha evidenciado que este déficit no es fácilmente subsanable mediante campañas pedagógicas de concienciación destinadas a mostrar las ennoblecedoras virtudes proporcionadas del encuentro con el otro o a través de multitudinarios festivales de abrazos de fusión colectiva. El slogan promotor de una liberación de los afectos ha revelado su envés: trabajaba, en realidad, para fortalecer una semioculta cultura del yo. El afán discursivo reivindicador de una transparencia de los afectos en la escena social estaba encaminado a engordar todavía de más pomposidad yo, aun presentándose bajo un recetario prima facie grupal. Prueba de ello es que dicha transparencia ha acabado transformándose en un imperativo atmosférico determinante en el concierto de la época. Lo paradójico de este asunto es que la única tiranía de la cual en verdad a día de hoy cabría liberarse, para sorpresa de las expectativas encerradas en otra hora en el lema sesentayochista marcusiano, es el dictum de una subjetividad engalanada en un yo afectivo que busca dar rienda suelta a toda costa a su expresividad por las diferentes vías a su alcance. La cura de le malaise dans la cultura ha pasado a consistir no en desencasquillar las presiones coercitivas sobre el yo de unos aparatos instituciones limitadores de unos contenidos afectos pulsionales, sino el control por parte del sujeto de una desorbitada aspiración de un torbellino de afectos desprovisto de Eros. Qué decir sino de la expresividad afectivo-emocional que inunda las redes sociales, de la proliferación de grupos de apoyo de toda índole o del recurso a psicoterapias del más variopinto pelaje.

No admite duda que la línea diferenciadora antaño existente entre el espacio de lo público y el de lo privado se ha visto difuminada. La cultura tardo-moderna ha vaciado de sustancia lo público, al convertirlo en un vertedero de una interioridad de afectos, cuando no de excrecencias, privadas. Pero a la par ha transformado lo público en un asunto relativo a subjetividades sumergidas inconscientemente todas ellas en un reducto privado al albur del capricho de sus afectos. Qué duda cabe que una inconfesable preocupación por sí mismo está en el trasfondo del estilo de vida afectivo. La condición moderna trajo consigo el espíritu de profundización en una mirada introspectiva del yo filtrada luego en la relación con los otros. Entrañó un componente autorreflexivo conducido hasta la hipérbole. Paradójicamente, debido a este motivo enclaustró al sujeto en los intramuros de su personalizada introspección. La conclusión es un engolamiento de la subjetividad que se contradice con la sustentabilidad de un mundo en común. El solipsismo cultural es el rostro al desnudo de un pseudovínculo colectivo donde solo es admisible un soliloquio afectivo surgido del exceso de celo autorreflexivo. El auto-encierro de cada monádico sujeto en la ficción de su yo es la condición de posibilidad para que todo ligamen vinculante esté viciado de raíz. Cada quién vive en su aclimatado universo privado y el otro únicamente vale si puede ser amoldado en sus adentros. De esta guisa, la res publica está de partida contaminada por un tipo de privacidad con un alcance ontológico que rebasa con creces la apología de lo privado preconizada desde la figura del homo economicus aupado por el arsenal discursivo neoliberal. En realidad, esta figura no deja de ser la traducción más consumada de un reemplazo en la primacía del mundo por la del yo.

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