Juegos sin reglas

El alma y las nuevas formas. Crónica de una muerte anunciada

Angel Enrique Carretero Pasin

Profesor de Sociología

En contra del tópico que suele manejarse, un efecto actualmente devastador en la cultura cotidiana es la diseminación de la creencia en la inexistencia del alma, si entendemos que aquello a lo cual se alude con el vocablo alma es un algo singular, indescifrable e incomunicable, albergado en cada cosa y confrontado in essence a toda objetivación. Puede ser un alma de la persona, del grupo, de la familia, del lugar, de la nación o de lo que fuese, pero en ella se apunta a un misterio atesorado, de manera cualitativamente diversa, en cada caso y situación concreta. La ciencia moderna nació y engrandeció su aureola impulsada, a la sazón, por la pretensión de despojar a lo real de esta aura de misterio. Todo aquello que pretendiera ser conocido con certeza, con "claridad" y "distinción", exigía ser objetivo y sujeto a leyes. Una vez alcanzado este logro, cualquier enigma podría ser revelado, pasando por encima de la intimidad cualitativa encerrada en cada cosa.

En realidad, a la ciencia moderna la naturaleza íntima del mundo le resultó algo indiferente y hasta despreciable. Este fue el precio cosificador a pagar a resultas de la obsesión por reconducir la constricción de la totalidad de lo real a una gramática única regida por la abstracción, la cual, como es sabido, no es una condición inherente al mundo, sino una condición impuesta desde el sujeto sobre éste. Esta ontología se derrama por todos los frentes. Es una cuadrícula donde da lo mismo que se acoja la política (centralización y racionalización administrativa del ejercicio de gobierno), la biología (reducción de la esencia de la vida a leyes universales físico-químicas), el urbanismo (geometría funcional arquitectónica), la medicina (diagnóstico basado en la evidencia sin enfermo) o la psicología (diseños experimentales empleados como criterio universal para dar cuenta de conductas socialmente adaptativas).

Así el esquematismo traído a expensas del paradigma de cientificidad moderno lo uniformiza todo según un hilo nivelador de fondo. Un esquematismo parecido ha sido trasladado a una gestión racionalizada de la, por principio, in-determinada textura de lo social, a instancias del vértice angular del Estado-moderno. A sabiendas de que el objetivo emprendido por la ciencia moderna consistió en explicar para poder predecir y controlar el funcionamiento interno del continente de la naturaleza, el objetivo propuesto por la administración moderna de lo social, en parangón con la empresa ontológica de la ciencia moderna, es que ningún intersticio de éste escape a su radio de acción. Este es el punto de arranque de una deriva epistémico-política cuya consumación plena será la utópica ambición de tutelar el particular modo de ser de cualquier modo de vida desde un indistinto cálculo algorítmico universalmente válido que lo inmunice ante potenciales riesgos imprevistos.

Con todo, en el triunfo de esta auto-lógica cibernética se obvia acaso el más trascendental de los riesgos: el hecho de que un modo de vida donde se extirpase la aleatoriedad, donde todo estuviese sumamente previsto y controlado, es, por fuerza, insípido, aburrido y se halla potencialmente condenado al peor de los riesgos posibles, la amenaza del hastío, por mucho empeño que el ocio programático se obstine en subsanarlo. Es indudable que, como la inspiración romántica dejó al descubierto, la idiosincrasia per se magmática, caótica, turbulenta y hasta telúrica del mundo social, siempre dejará flecos sin cerrar para una tentativa enfrascada a toda costa en una geométrica gestión suya. Siempre habrá incógnitas pendientes de ser despejadas que desafíen sin cesar el canon algorítmico antedicho, pero es más que previsible que su resolución se delegue cada vez más en un redoble de la complejidad y sofisticación de este canon, así como, a la par, en un denuedo informático y telemático. La universalidad del propósito no conoce barreras ni límites de ningún tipo: geográficos, personales o circunstanciales. A la postre es igual que el objeto gestionado fuese la lucha contra el fraude fiscal, la tecnocracia pedagógica o la orientación en el hallazgo de pareja sentimental. Lo significativo es el proyecto de fondo donde se equipara el marchamo de todo.

Cabría concebir, ¿por qué no?, la sensibilidad quijotesca abierta a la aventura, la violación de los caminos trillados, como contrapunto compensador y sublimador resistente a este tono, pero, por desgracia -o fortuna-, esta ha sido ya seriamente anatemizada, incluso por las directrices de las agencias de turismo. En esta tesitura, refractaria a un mínimo signo de lirismo mundo, el desideratum normativo más razonable es el enclaustramiento de cada quién en la interioridad de su yo domiciliado, rodeado, siempre que las posibilidades del consumo doméstico no frustren esta bulímica aspiración, de mil y una pantallas digitales. Ahí, a lo sumo, la imprevisibilidad vendrá originada por un virus informático, y la tentativa por re-magizar la realidad se canalizará sin rémora hacia el decorado virtual.

Hay suficientes indicios de que este régimen distópico ha comenzado a ser socialmente connaturalizado, en especial en el umbral de unas generaciones recientes socializadas en una modulación de la subjetividad estructurada bajo el corsé de las pautas algorítmicas. En su descargo tienen inconscientemente presente el alto coste vital supuesto por salirse de esta lógica, una vez incorporada a su borrosa percepción del mundo la convicción de que la desviación al respecto de ella es una forma sui generis de herejía, quizá mucho más grave y con un mayor peaje personal que nunca: aquella donde se cierne sobre las expectativas del yo el fantasma de un encasillamiento ipso facto como anomalía sistémica objeto de consigna terapéutica. Como también, por este motivo, en ellas se trasluce una ambivalente actitud de hechizo y repulsa en torno a una alteridad a-social orillada por esta lógica algorítmica. Alteridad en la cual se intuye de reojo que, en efecto, anida la simiente de la vitalidad creativa, pero en donde, como contrapunto, se evidencia que una fatal atracción en torno suy, pobremente gestionada daría alas al enganche a expresiones mórbidas.

La escondida axiomática abrigada en la episteme moderna fue y sigue siendo que el mundo se torne enteramente transparente, que nada obstaculice su develado, para que éste pueda ser correctamente gestionado mediante una regla uniforme. Ahora bien, aunque a primera vista pueda parecer una contradicción: qué mejor estrategia de gestión uniforme de lo social que aquella fomentadora de un énfasis a ultranza en la singularización de un estilo de vida incorporado a la identidad y contagiado sobre el clima circundante. Pudiera creerse lo contrario, pero en ella no se abandona en absoluto el compromiso con la uniformización, solo que éste ahora se reproduce mediante la loa a una diferencia a priori paradójicamente des-singularizada, que, coqueteando con el señuelo de la anomia, no solamente no se libra más que prima facie del peso de una uniformidad cosificadora sino que es enteramente subsumida por ella. Dicho de otro modo: jamás un modelo social, como es el caso del actual, donde tanto alarde se hace de la afirmación de lo diferente, del estímulo por sacar a flote las diferentes manifestaciones del "ser tú mismo", ha sido tan profundamente unitario y uniforme.

La paradoja tiene su intríngulis. La desaparición del halo de alma habitante en las cosas, del eco de su personalidad distintiva, se concreta en la eclosión de un abanico de estilos de vida encarnados en una retahíla de figuras humanas que campean a sus anchas en el paisaje cotidiano: el abúlico turista, el híbrido urbanícola paseante metódico de su mascota, el deportista que auto-explota sin cesar y sin objeto su físico y un largo etcétera. No son nada y su inanidad obedece a que la atmósfera que los sobrevuela está, en realidad, desposeída de un alma. En el patético perfil de estas nuevas construcciones socio-históricas de la subjetividad se produce una degradación de la autenticidad del espíritu del nómada viajero, del cosmopolita anónimo y del amante del placer lúdico proporcionado por el juego. En el arquetipo humano donde estas figuras se condensan, poca o ninguna improvisación u originalidad puede toparse, pero sí, empero, puede dejarse ver la presencia de una espectral singularidad.

Con todo lo bueno y todo lo malo que la asunción del siguiente principio entraña, la vida social porta luces y sombras, amores y dolores, paces y guerras. Y es el ímpetu engendrado de estas contradictorias e irresolubles tensiones que sobrepasan cualquier hipotético marco deliberativo, las que de facto agitan y movilizan a los individuos y grupos que la pueblan. Era sabido que la gestión moderna de la sociedad había intencionadamente silenciado o, si cabe, despachado con ligereza estas sinergias. En verdad, lo novedoso en este asunto es que la tardo-modernidad haya propuesto un embalado y segmentado aliento de lo diferente en un mundo donde, de partida, la esencia cualitativa de las cosas, su más genuina singularidad, se había volatilizado, arrastrando consigo una volatilización de los significados del propio mundo. Un exceso de previsibilidad anula tanto la vida como un exceso de imprevisibilidad. Dondequiera que la primera por entero reine, solo hay cabida para almas sin atributo alguno. Para almas en pena.

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