Juegos sin reglas

La franca risa, la risa irónica y la 'cool'

José F. Durán Vázquez

Profesor de Sociología

Un fotograma de ’Casi leyendas’, con Santiago Segura, Diego Torres y Diego Peretti.
Un fotograma de ’Casi leyendas’, con Santiago Segura, Diego Torres y Diego Peretti.

No hace mucho tiempo, sentado ante el televisor, disponiéndome a ver una película argentina, me encontré con sorpresa que uno de los actores era Santiago Segura. De la sorpresa pasé rápidamente al espanto, al ver que su gestualidad era prácticamente la misma de sus comedias más zafias, un conjunto de burdas muecas congeladas.  No es esto sin embargo lo que aquí quiero contar, sino lo que todo ello me hizo pensar.

Pensé, en efecto, que nunca había experimentado esa sensación al ver de niño alguna de las comedias españolas de finales de los 50 y los 60, con Alfredo Landa, Manolo Gómez Bur, Toni Leblanc, José Luís López Vázquez, Manuel Alexandre, José Sazatornil, Rafaela Aparicio, Florinda Chico, e incluso Paco Martínez Soria.

La mayoría de ellas, con alguna que otra excepción, no eran buenas películas, ni siquiera permitían pasar el rato. Pero ni ellas ni los actores me produjeron nunca esa sensación al verlos después interpretar otros papeles más serios. No sólo porque muchos de ellos eran grandes actores y actrices, sino también porque lo que esas comedias ligeras contaban era lo que divertía, y con lo que se reía una gran parte del pueblo, pero quienes lo contaban —productores, directores y actores— no se situaban para contarlo por encima ni por debajo de dicha realidad, sino simplemente a su altura. Lo que había en ellas era franca risa desbordante, que encarnaban también de la manera más franca aquellos actores y actrices. Una risa que sólo podía molestar a quienes, por creerse precisamente por encima de aquellos que se reían, la repudiaban con especial ardor.

Fue esta época la que vio también aparecer las comedias del genial Luís García Berlanga, como Plácido, El verdugo, Bienvenido Míster Marshall, y algo más tarde La Escopeta nacional. Todas ellas provocaban una risa maravillosamente irónica, en las que aparecía el pueblo en todas sus manifestaciones, desde la más humilde a la más pudiente. Pero detrás de esa jocosa ironía no había la intención de poner en juego una crítica desgarradora ni superadora, sino la de retratar de ese modo las contradicciones y las miserias humanas, para poder convivir de una forma más inteligente y llevadera con ellas, llevándolas a la sabia categoría de lo grotesco.

No se espere, pues, ver en estas grandes comedias apelaciones maniqueas, aunque de reojo todo el mundo sabe de quién recela; quién es quién en el teatro de la vida. No hay en ellas, por ello, lugar para fáciles moralinas, sean éstas más elementales o grandilocuentes; nadie escapa, en efecto, al retrato más o menos grotesco. Y, precisamente por ello, porque nos aproximan a esta verdad humana tan universal, resultan, vistas aun hoy en día, tan frescas como el primer día.

Frente a ellas, las que vinieron después, en el momento posterior a la transición, ya no querían provocar ni una franca risa, ni una risa irónica, sino simplemente una risa cool a la española. Una risa a la altura de los miembros de las nuevas clases medias de profesionales criados al calor de la sociedad de consumo. Y que ya no tenía nada que ver con aquella otra, a veces franca, otras ingeniosamente irónica, que disfrutaron las generaciones de postguerra, sobrellevando mejor la dureza de la vida. Porque el público de muchas de estas comedias de los 80 y de comienzos de los 90, ya no sabía reírse de las contradicciones de la existencia que aquellas películas grotescamente retrataban. Habían crecido, en efecto, sin contradicciones, y por eso el humor con el que disfrutaban era liviano, casi propio de adolescentes.

Al lado de este humor se encuentra hoy también a veces otro que, aunque quiere ser pretendidamente irónico, sus ironías ya no tienen nada que ver con aquellas otras de las comedias de los 50 y los 60, e incluso de comienzos de los 70. Ya no se pretende así recrear grotescamente las contradicciones que toda existencia humana comporta, y que todo orden social también encierra. No hay en ellas, por ello, tampoco ni un ápice de esa sabiduría que sólo tienen quienes han padecido los sinsabores de la vida, pero que han sabido paladear también sus mieles. De quienes han asumido que no cabe aspirar al edén, pero tampoco sumergirse en el infierno. Frente a esto, la pretendida ironía de las comedias actuales es enormemente superficial y engreída. Superficial, porque nadie puede realmente ironizar cuando ha vivido sólo el lado plácido de la existencia; engreída, porque manifiesta un humor descreído y distante, que quiere situarse por encima de todo sin haber estado nunca por debajo.

Lo que les falta a estas comedias, en suma, es lo que algunas religiones, como la cristiana, han querido superar a través del misterio de la encarnación. Si Dios, en efecto, no entra en el mundo y se hace carne, abrazando todas sus contradicciones, ninguna doctrina de la salvación podrá ser creíble, porque jamás el mundo podrá ser renovado.

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