Juegos sin reglas

Camino del suicidio

José Ángel Bergua

Catedrático de Sociología

Camino del suicidio
Pixabay

En vísperas de las revueltas del Norte de África, allá por el 2010, los técnicos del FMI felicitaron a los gobiernos de Túnez y Egipto por su buen hacer en la gestión de la economía, y les vaticinaron que se incorporarían con éxito a la siguiente onda expansiva. De las tensiones sociales e inestabilidad política que sus recetas estaban generando y de la corrupción casi generalizada que estaba instalada en el stablishment de la región no supieron decir nada. Los cables diplomáticos filtrados más tarde por Wikileaks nos han dado a entender que el conocimiento producido por los expertos de la diplomacia norteamericana respecto a esos y otros países estaba tanto o más alejado de la realidad que el del FMI, pues tampoco percibieron nada extraño justo donde comenzó la Primavera Árabe. Pero es que lo mismo había sucedido ya en Europa y Estados Unidos con la crisis en cascada del 2008, que saltó de país en país y de un sistema financiero a otro. Pudo suceder que nadie lo viera venir, que no se atreviera a decirlo o que informó pero no se le hizo caso. Da igual. Lo importante es que la misma incompetencia se manifestó con el atentado a las Torres Gemelas de Nueva York, donde la CIA y el FBI, según sabemos hoy, fueron incapaces de hacer los cruces de información correspondientes para prevenir el ataque. Por cierto, esa misma ceguera fue la que llevó a una guerra imposible de la que la primera potencia del planeta ha huido como ha podido este mismo año. ¿Sorprende que hace 46 años Estados Unidos escapara igualmente humillado del avispero vietnamita, en el que se introdujo con la misma mezcla de soberbia e ignorancia? Podrían multiplicarse los ejemplos, pues estábamos avisados de que la aparición de una pandemia era más que probable, del mismo modo que ahora sabemos de la catástrofe climática que se avecina.

No es solo que una ceguera estructural impida a nuestras instituciones ver los problemas. Hay también una ignorancia ontológica que bloquea el uso de la información disponible. E igualmente hay una irremediable incompetencia que impide tomar las decisiones adecuadas. No obstante, lo peor no es solo ese cúmulo de incapacidades, sino que los problemas han sido creados por las propias instituciones, ciencias y políticas teóricamente encargadas de verlos, analizarlos y gestionarlos, lo cual es desolador, pues entonces nuestro destino está atado a una pulsión de muerte que todos los instrumentos de los que disponemos contribuyen a ampliar e intensificar a cada paso que dan.

Si fuera así, resultaría que problemas tales como las burbujas financieras, los desabastecimientos de estos días, las crisis económicas, el terrorismo, las epidemias y las catástrofes ambientales de todo tipo son producidos por los mismos instrumentos que de un modo tan inocente como incauto se utilizan para remediarlos. Pero esto no es nuevo y ya lo sabíamos. En efecto, hace casi 40 años años Beck descubrió que estamos instalados en una sociedad que ya no produce otra cosa que riesgos y que la ciencia juega un papel fundamental. Primero, porque, actuando como parte, crea la tecnología necesaria para ello. Segundo, porque, actuando como juez, nunca reconoce su responsabilidad y atribuye los descalabros a fallos humanos o al puro azar. Esto ocurre no sólo cuando un avión se estrella, sino también cuando un reactor nuclear se avería, como ocurrió el 2011 en Fukushima.

Que la ciencia sea gran parte del problema es algo imposible de obviar si abandonamos su implicación directa en la producción de riesgos o catástrofes y echamos un vistazo a los  momentos en los que aparenta funcionar como conocimiento puro, ajeno a los espurios intereses políticos y económicos que quizás la contaminen. En estos casos sale bastante peor parada. Recuérdese al científico coreano Hwang Woo-Su. En mayo de 2005 aseguró haber obtenido las primeras células madre embrionarias humanas por medio de clonación. Posteriormente se descubrió que sus datos eran falsos.  Otro ejemplo. El 23 de marzo de 1989, Martin Fleischmann y Stanley Pons, de la Universidad de Utah, aseguraron haber conseguido a temperatura ambiente un átomo de helio uniendo los núcleos de dos átomos de hidrógeno. Este logro de la "fusión fría" se calificó de histórico pues, por fin, se iba a poder producir energía barata y en grandes cantidades. Sin embargo, los dos científicos se vieron obligados a admitir que podía haber habido algún error en la toma de datos.

No son ejemplos singulares ni anecdóticos. En realidad, como sabemos quienes nos movemos en el ámbito de la producción científica, no existe el conocimiento puro, ya que estamos tan presionados para producir y publicar cosas relevantes, pues de ello dependen el prestigio, la retribución, el poder y la propia supervivencia como científicos, que no es difícil caer en la miserable tentación de hacer pasar una cosa por otra.

Por cierto, a estos ejemplos quizás habría que añadir el caso del ministro de Defensa alemán Guttenberg, que el 1 de marzo de 2011 dimitió de su cargo tras ser acusado de plagiar su tesis. Tampoco desentona en este paisaje de podredumbre la falsificación de las cuentas griegas que admitió Papandreu, lo cual provocó que 25 de marzo del 2010 la Eurozona acordara el rescate de Grecia. Más tarde Bruselas descubrió aterrorizada que Portugal e Italia también recurrían a prácticas de maquillaje y que países más serios como Alemania, Francia y Gran Bretaña igualmente usaban la imaginación para tapar déficits y deudas. Finalmente, no deberíamos olvidar que los bancos han utilizado sofisticadas herramientas contables para inflar sus balances y aparentar más de lo que tenían. Se las han enseñado reputadísimos profesores que imparten magisterio en costosísimos másteres.

No es extraño que los problemas nos desborden. Es debido a que la política, la economía y la ciencia no funcionan como habíamos supuesto. En efecto, la ciencia logra la representación de los objetos sociales y naturales en los laboratorios del mismo modo que la política facilita la representación de los hombres libres por el Estado y la economía permite la representación de la riqueza en sus balances. En los tres casos ocultan o borran cierto trabajo clandestino: el del científico para construir los objetos "naturales" que le interesan, el del político para producir los hombres "libres" que precisa y el del economista para inventar la "riqueza" que debe exhibir. Pero el problema real no es ese. Lo peor de todo es que la ciencia, la política y la economía forman parte de una pulsión de muerte que solo ahora, a medida que nos acercamos al final, somos capaces de intuir. No se trata entonces de que nunca hayamos sido modernos, como dice Latour. Más bien sucede que los más preciados instrumentos que nos ofreció la modernidad para progresar no nos llevan ni nos pueden llevar a otro lugar que al suicidio.

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