Juegos sin reglas

Elogio de lo cotidiano

Enrique Carretero Pasin

Profesor de Antropología en la USC

Varias personas pasean por la calle Preciados, en Madrid (España). -Alejandro Martínez Vélez / Europa Press
Varias personas pasean por la calle Preciados, en Madrid (España). -Alejandro Martínez Vélez / Europa Press

Se ha dicho, con razón, que el verano vacacional es el verdadero carnaval de la cultura moderna. Durante este periodo se produce una transitoria transfiguración del estado habitual de cosas. Por eso el estío acaso resulta especialmente inspirador para preguntarse acerca de cuál es la sustancia más íntima de lo social. El recreo dispensado por las instituciones permite poner al descubierto aquello que las gentes más han amado siempre, por encima de encomiendas a credos o consignas, aquello más camaleónicamente travestido en estas encomiendas, a saber: el hecho de estar juntos sin otra ocupación más que el abandono al placer proporcionado por este singular modo de estar. El tiempo estival es una apoteosis lúdica de las sinapsis informales, desenfadadas, estimuladoras de la viveza de lo social.

Salvo puntuales excepciones las ciencias sociales más oficiales casi nunca han tratado con justicia a esta informalidad cotidiana, presentándola como algo diletante, carente de valor como objeto de conocimiento. Para el pensamiento más conservador significó la transigencia con un inútil dispendio, solo justificable a fin de renovar la energía requerida en la fuerza de trabajo. Para el menos conservador fue habitualmente interpretada como una actitud inmadura, cuando no alienante, proyectada sobre un ocio administrado.  En ambos casos el significado del aspecto informal de la vida social era depreciado. Esto revela no más que o bien la incapacidad o bien el desinterés de las élites por comprender a las gentes, cuando no el prejuicio de valorar sus modos de ser desde falsos supuestos provenientes de una atalaya académica o política. En general, el día a día en sociedad se va haciendo y deshaciendo en virtud de un sinfín de entramados de interacción cotidiana. Con frecuencia a las grandes sistematizaciones le ha pasado inconscientemente desapercibida la radicalidad de este relacionismo interno albergado en lo cotidiano mediante el cual se estructura y desestructura lo social. Otras muchas veces fue el punto ciego en las causas del fracaso de unas idealizadas divisas ideológicas al enfrentarse de bruces con una tozuda realidad o una insalvable rémora para el entero cumplimiento de las expectativas de progreso pregonadas por las élites ilustradas.

Por otro lado, lo cotidiano no es concebible como un objeto temático más como pudiera serlo la familia, el trabajo o la educación. Es la música de fondo que empapa todos ellos, pero sin la cual no serían lo que son. El funcionamiento de ninguna institución subsiste sin un sostén en las interacciones informales que se barajan en sus adentros en el día a día. El deprecio de esta cultura de la interacción situacional ha obedecido a la prevalencia asignada al análisis funcional de las estructuras en las dinámicas sociales. Esto ha contribuido a una insensibilidad en torno al significado de  aquellas minúsculas prácticas informales mediante las cuales, no obstante, se va haciendo a diario la trama social.

Los discursos elaborados a fin de descifrar el significado de lo cotidiano han pecado normalmente de un carácter oficialista, representativos de la sociedad institucional. Lo cotidiano nunca se ha visto en verdad fidedignamente retratado en el marco de los discursos producidos en las instituciones. Básicamente porque hay un poso de fondo insobornable en lo cotidiano refractario a una unívoca lectura en clave de sesgo político. La esencia de lo cotidiano rebasa lo político, por mucho énfasis puesto por parte de las instituciones en obstinarse en lo contrario. Se ha visto mejor retratada, por ejemplo, en cierta novelística, en ámbitos cinematográficos o en semanarios costumbristas presididos por el humor. Es más, lo cotidiano, siendo como es aquella dimensión más sustancial de la vida social, es, en sí mismo, indefinible bajo delimitación categorial alguna. Es lo más magmático de la vida social, lo más resbaladizo al corsé en una definición, lo que jamás un sumatorio de conjuntos puede encapsular bajo el patrón de un modelo teórico. Por eso en lo cotidiano hay imprevisibilidad, impredecibilidad y, por tanto, libertad, debido a que su reino de actuación es el de la originalidad y el ingenio, en definitiva, aquel donde puede campear la creatividad. Esto explica, de refilón, el porqué la sociedad de vigilancia y control generalizado surgida en las últimas décadas trate de infiltrase con cada vez menos pudor en los intersticios de lo cotidiano. Una empresa tan totalitaria como infructuosa, puesto que, a resultas precisamente de la creatividad atesorada en este, la tentativa de gestión de todos y cada uno de sus flecos resulta imposible.

Detrás de la fachada institucional de cada individuo se esconde un larvado sentir de disconformidad o de adaptabilidad forzada a los imperativos procedentes del cumplimiento con las expectativas de rol institucional, acompañado de una resignación metafísica acerca de la imposibilidad de salida de este aprisionamiento. En ella se presume que enfrentarse cara a cara con el poder conlleva de partida la derrota. Sin embargo en el hiato de lo cotidiano el individuo puede despojarse de la coerción impuesta por su máscara institucional y toparse con aquello que auténticamente es o querría ser junto a otros y otras que comparten un similar sentir, puede sino acabar con la dominación y momentáneamente ponerse a resguardo de ella. De manera que el mundo de lo cotidiano es menos pasivo y más descreído acerca de los mensajes institucionales de lo que la intelligentsia cree o gusta de creer. Hay sin duda algo de anodino en la vida corriente, pero, a la vez, aunado con la aspiración al encuentro con un sí mismo subyugado por el trabajo y demás ataduras institucionales. O si no, ¿de qué otra manera dar cuenta del hecho de que, de un tiempo a esta parte, una honrosa prejubilación se hubiera convertido en el mayor objetivo generalizado perseguido por las gentes?

Lo cotidiano está ahí, siempre en una semiopacidad, en otra vida paralela a la institucional y de la cual poco o nada se habla. Y cuando se le hace hablar es para ofrecer una imagen deformada suya, enfatizando siempre más lo que debiera políticamente ser en lugar de dejar expresar lo que en realidad es. Este rasgo profundamente impolítico de lo cotidiano daría cuenta, por ejemplo, de una suerte de conspiración o voto de silencio de las gentes cuando son instadas a manifestarse desde un léxico de partida institucionalmente encauzado. ¿Qué decir del aflore de esas masas anónimas, impolíticas, imposible de encerrar su identidad en arsenal conceptual alguno, de esas multitudes que alojan y desalojan incesantemente escenarios deportivos o musicales, de esas que llenan y vacían excursiones turísticas, de esas que parecen no creer en nada más que en el abandono a la alteridad? Pues que probablemente anhelan el reencuentro con un reencantamiento juvenil del mundo adocenado en el compromiso con las facetas del mundo institucional. Un anhelo hasta cierto punto inexpresable desde un conocimiento al servicio de los intereses de las instituciones, pero probablemente abordable teniendo en cuenta la manera en cómo en los espacios de lo cotidiano los individuos, unos/as con otros/as, tratan de reinventar, a su modo, precariamente, su existencia, sin preguntase siquiera sobre si son víctimas o no de la alienación, dado que la pregunta, en sí misma, no tiene cabida en su gramática existencial.

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