Juegos sin reglas

¿Educación? No, gracias

José Angel Bergua

Catedrático de Sociología

¿Educación? No, gracias
Imagen de Wokandapix en Pixabay

A diferencia de otros sistemas de estratificación social, el ordenado en clases, propio de la modernidad, dice caracterizarse por el hecho de que los individuos pueden llegar a ascender de peldaño, estrato o posición a través de la adquisición de méritos, uno de ellos administrado por el sistema educativo, ya que proporciona credenciales de aptitud canjeables por puestos de trabajo. Se deduce de esto que, si un país es generoso con sus políticas educativas, puede eliminar los obstáculos que dificulten el reinado de los méritos, promover la igualdad de oportunidades y permitir que los colectivos más desfavorecidos asciendan en la pirámide social.

Aunque esta creencia se ha asentado firmemente, afectando especialmente a las ideologías de izquierdas, hay investigaciones consistentes que desde hace mucho tiempo la cuestionan. Lester Thurow, por ejemplo, analizando datos de 1950 y 1970 en Estados Unidos, observó que las clases más bajas, aunque incrementaron su participación en la educación, disminuyeron su participación en la renta. Por el contrario, en las clases superiores, mientras su participación en educación disminuyó, la participación en la renta aumentó. Si tan importante fuera la variable educativa, estos datos nos obligarían a concluir que no disminuye las desigualdades sociales, tal como se supone, sino que las aumenta. Sin embargo, quizás sea más sensato convenir que la educación no es tan importante como la ideología asociada al sistema de clases moderno ha dado a entender.

En los años 60, el Gobierno de Estados Unidos encargó a Coleman una investigación sobre la situación de la educación en el país. Después de recoger y analizar información de medio millón de alumnos, 60.000 profesores y 4.000 escuelas, comprobó que, a pesar del esfuerzo dedicado para mejorar los centros educativos frecuentados por los afroamericanos y otras minorías étnicas, su situación no mejoró. Una década más tarde, un informe realizado por Jenks en relación con el mismo asunto, pero esta vez en Reino Unido, concluyó que las reformas educativas no habían logrado reducir la desigualdad social debido a que se centraban en la igualdad de oportunidades y este dispositivo sólo hace que reproducir la desigualdad de condición. También comprobó que había tanta desigualdad económica entre los que puntuaban bien en los tests como entre quienes lo hacían peor, así que la desigualdad escolar no estaba tan vinculada a la desigualdad social como se suponía.

En consecuencia -concluyó-, si se quiere eliminar las desigualdades sociales, son más útiles las políticas sociales que las educativas, pues los sistemas de enseñanza no son en absoluto motores de cambios sociales, sino que reproducen las características de la sociedad en la que se desenvuelven. Un estudio de Goldthorpe realizado hace una década en Europa arrojaba resultados igual de contundentes: en 5 de las 6 sociedades analizadas, los destinos de los individuos cada vez estaban menos relacionados con los logros educativos, siendo esta asociación menor cuanto más aventajados eran sus orígenes. La investigación también desvelaba que los padres ubicados en posiciones más altas aprovechan sus recursos para favorecer el éxito de sus hijos, lo cual dificultaba las políticas de igualdad de oportunidades. De modo que la educación no es tan importante como la ideología asociada a nuestro sistema de clases da entender.

Pero es que tampoco está clara su relación con el crecimiento económico, tan predicada que hoy también forma parte de nuestro sistema de creencias, afectando por igual a las izquierdas y a las derechas. Véanse unos ejemplos. En 1960 Filipinas tenía un tercio más de alfabetización y el doble de renta per cápita que Taiwan. Sin embargo, el dragón asiático, como es bien conocido, ha protagonizado un crecimiento económico vertiginoso y hoy su renta per cápita (18.000 dólares) es diez veces la de Filipinas. De igual modo, que en los años 60 Argentina tuviera una tasa de alfabetización superior a la de Corea (91%, frente a 71%) y una renta per cápita cinco veces superior, no ha impedido que en nuestros días este otro dragón de Asia triplique la renta per cápita del país sudamericano. En el extremo opuesto, la experiencia del África subsahariana también muestra que invertir más en educación no es garantía de una mejor evolución económica. Entre 1980 y 2004, aunque las tasas de alfabetización subieron del 40% al 61%, la renta per cápita de la región bajó en dicho periodo un 0,3% por ciento anual. Por lo tanto, la correlación entre educación y economía, tan incorporada a al sentido común de nuestra época, no está en absoluto clara.

Pero volvamos al sistema de clases moderno, pues no sólo falla, como hemos visto más arriba, el ideologema de la educación. Tampoco se sostiene la idea de que los méritos, aunque se canalicen por otras vías, puedan permitir a las posiciones más bajas trepar por la escala de posiciones sociales, pues desde el siglo pasado se sabe que la movilidad vertical intergeneracional (no así la geográfica, la funcional o la transversal) es muy reducida. Más en el centro y sur de Europa que en los Estados Unidos, el norte de Europa y los países excomunistas. Sólo en los años 60 y 70, como consecuencia del ciclo económico expansivo iniciado tras la segunda guerra mundial, el menor tamaño de las cohortes de jóvenes demandantes de empleo y la aplicación de políticas económicas centradas en la demanda (garantizadoras del pleno empleo, un alto poder adquisitivo de los salarios y la garantía de ingresos suficientes a quien temporal o definitivamente no trabajaran), permitieron que la movilidad ascendente alcanzara el 20%. Sin embargo, desde finales de los años 70, salvo entre las mujeres, la movilidad se ha reducido.

Además, hay que tener en cuenta que es bastante selectiva y favorece más a la parte media-alta de la estructura social que a la media-baja, por lo que termina incrementando la desigualdad global. En Argentina, por ejemplo, el profesor Eduardo Chávez ha observado, que el 100% de la clase alta y el 80% de los trabajadores de élite tienen garantizada, respectivamente, la permanencia y ascenso a la clase más alta (por apenas el 30% de los pequeños propietarios y el 0% de los manuales no regulados), mientras que la probabilidad de descender de los trabajadores no manuales regulados y los manuales regulados es, en ambos casos, del 60%. Así que es más fácil ascender en la parte alta y descender en la baja. Esto es algo que confirma el caso de España, donde el 66% del quintil con menos ingresos nunca mejorará su posición y el 72% del quintil con más ingresos nunca empeorará.

¿Y qué ocurre con las gentes de clase baja que logran desafiar esta inercia estructural? Pues, según el Atlas de Oportunidades elaborado por la Fundación Felipe González, que tardarán 120 años (4 generaciones) en llegar a la parte media de la estructura social. Por otro lado, no podemos olvidar que todas estas investigaciones miden el cambio intergeneracional de los sujetos, pero no tienen en cuenta el de las posiciones sociales, muchas de las cuales se devalúan de una generación a otra. Por ejemplo, hoy no tienen el mismo estatus que antaño un profesor de universidad, un médico, un secretario de ayuntamiento, etc. Ello obliga a que los individuos, como si estuvieran en una escalera mecánica que desciende, tengan que subir simplemente para no bajar. Otra estrategia es la movilidad transversal, la cual se obtiene cambiando la composición de capitales (simbólico, cultural, económico, social, etc.) que define a una posición social.

En definitiva, estamos en un sistema organizador de la desigualdad social que no garantiza la movilidad vertical tanto como su ideología alardea y en el que la educación no sirve, puesto que reproduce la estructura de condiciones sociales en lugar de alterarlas. Lo que sí funcionan son ciertos modos simbólicos de ascenso que cumplen imaginariamente con la promesa del ascenso, pero dejando la realidad inalterada, lo cual emparenta a nuestra sociedad con otras, como la de castas en India, donde la absoluta compartimentación de las gentes está acompañada de una religión que promete la reencarnación en castas superiores. Lo mismo hace cierta clase de consumo. En concreto, aquel que facilita a las clases bajas, a diferencia de lo que ocurría antes de la Revolución Francesa, obtener o apropiarse de signos de distinción de clases superiores, como prendas, gustos, estilos de vida, etc. (aunque más bien suelen ser copias o sucedáneos de todo ello), que permiten cumplir el sueño del ascenso, a la vez que obligan a que los de arriba se esfuercen en distinguirse a base nuevos signos.

Todo ello genera un sistema simbólico ciertamente dinámico, pero que cumple la función de dejar intacta la desigualdad social real, lo cual tiende a generar frustración en las clases más bajas. Pero es que, además, por mucho que adquieran signos que les hagan soñar con el ascenso, aún les faltará el hábito de desenvolverse familiarmente con ellos, lo cual los delatará y humillará por advenedizos. Curiosamente, las clases altas, dado que la realidad de su posición está fuera de toda duda, pueden jugar a diferenciarse entre sí exhibiendo prácticas simbólicas propias de las clases bajas (que van desde el modo de hablar al vestuario), lo cual les servirá para desenmascarar a los recién llegados, pues tendrán más miedo y menos confianza para embarcarse en tan peligroso juego, ya que podría descubrirse que quizás no son tan distintos o no están lejos de las clases bajas como aparentan.

Este teatro del consumo, en el que los sujetos y grupos cambian de apariencia como los antiguos actores griegos lo hacían de máscaras, conforma una vida simbólica ciertamente dinámica, pero que contrasta con la escasa movilidad real que destila el sistema de clases. Incluso podría decirse que la reproducción de la desigualdad real es lograda gracias a la ilusión de la movilidad simbólica. Sin embargo, este señuelo está tan acompañado de frustraciones y humillaciones que, en realidad, ni siquiera funciona como narcótico, tal como sucede con la religión en India, pues hunde más todavía en la miseria a quien quiere huir de ella.

En fin, que el asunto de la desigualdad, las astucias para sortearla o defenderla y las pírricas victorias obtenidas en cualquier frente despiden un hedor insoportable. Sin embargo, este es un tema frecuentado por ingentes cantidades de analistas y políticos. Quizás porque bebe de una enfermedad muy similar a la que, según Nietzsche, inyectó el cristianismo en el alma de nuestro mundo y a la que se han vuelto adictos sus pobladores: "La voluntad de encontrarse culpable y reprobable a sí mismo hasta resultar imposible la expiación, la voluntad de infectar y envenenar con el problema de la pena y de la culpa el fondo más profundo de las cosas a fin de cortarse de una vez por todas la salida de ese laberinto de ideas fijas, para adquirir una tangible certeza de absoluta indignidad. Y añade: "Aquí hay enfermedad, no hay duda, la más terrible enfermedad que hasta ahora ha devastado al hombre".

Afortunadamente, hay más vida colectiva, con mejor salud y más útil que la interpretada en términos de desigualdad y falsos ascensores sociales. Incluso entre las gentes más desfavorecidas. Del mismo modo que Nietzsche huyó del cenagal ético del cristianismo con su Zaratustra, así la política y las ciencias sociales pueden también contribuir a afirmar la vida.  Pero de ello hablaremos en otra ocasión.

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