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El lado oscuro de la ciudad inteligente

El lado oscuro de la ciudad inteligenteDesde hace años, se nos ha trasladado la idea de que la tecnología al servicio de las ciudades puede mejorar nuestras vidas a nivel global, tanto en nuestro día a día en la urbe como a nivel medio ambiental o desde una óptica de la gestión municipal. Es lo que se llama la ‘ciudad inteligente’ o ‘smart city’, en la que los sensores repartidos por todo el municipio recopilando información son una pieza esencial.

Asumidos estos beneficios potenciales, no podemos escapar a la otra realidad, la que ha de alertarnos sobre el lado oscuro de toda esa monitorización. Mientras se nos ‘vende’ cómo las ciudades se hacen más sostenibles, eficientes, seguras y limpias, ¿qué más se está haciendo con nuestros datos?

El alcalde de Málaga, Francisco de la Torre (PP), quiere remunicipalizar el servicio de limpieza, en contra de la filosofía de su propio partido. Sin embargo, quiere introducir la  tecnología para optimizar costes: sus planes pasan porque la parte variable del sueldo de la plantilla se determine por cuán limpia esté la ciudad, ligando a cada trabajador/a a un área determinada instalándole un GPS. ¿Se introducirán variables cómo que hay zonas que requieren de más personal? ¿Se analizará teniendo en cuenta eventos como concentraciones, exposiciones, etc. cuando se analicen los datos mensualmente?

Este tipo de monitorización tiene deficiencias y hay ejemplos de ello. La ciudad de Yakarta (Indonesia) aceleró hace cuatro años su hoja de ruta para convertirse en una smart city. También en aquel caso se implantaron herramientas para monitorizar a l@s trabajador@s municipales para evaluar su rendimiento. Comenzaron a recibirse por parte de la  ciudadanía cantidades masivas de informes abusivos que, en ocasiones, ni siquiera referenciaban competencias directas municipales y, lo que es peor, inventando información buscando el despido de un trabajador con el que existían rencillas personales.

Este es sólo un ejemplo, pero la lista de riesgos potenciales es extensa. Hace dos años, por ejemplo, los datos de conexión al WiFi de Londres fueron susceptibles de ser vendidos a terceros para elaborar perfiles de comportamiento con el que asignar, incluso, nuestra calificación crediticia en función de datos como la hora y la ubicación desde donde llenamos un formulario online.

Organismos internacionales como Privacy International alertan de cómo "las ciudades inteligentes se están diseñando e implementando sin ningún tipo de pruebas o con pruebas escasas, y sin evaluar los impactos en los derechos humanos y el derecho a la privacidad", especialmente con la explosión de apps que estamos viviendo. Como consecuencia de ello, se puede caer, incluso, en la discriminación y la exclusión.

Asimismo, cuanto más conectada esté una ciudad, más riesgo tiene de ser hackeada. Es un hecho y, para muestra, un botón: el año pasado, las 155 alarmas repartidas por todo el área metropolitana de Dallas para alertar en caso de tornados se dispararon; habían sido hackeadas. Son muchos los expertos tecnológicos que inciden en que en demasiadas ocasiones las smart cities han puesto más el énfasis en hacer su despliegue de Internet de las Cosas (IoT) que en blindarlo. Fruto de ello, las vulnerabilidades de la urbe se han multiplicado exponencialmente: imaginen el impacto en la gestión municipal de falsear los datos recopilados por algunos de estos sensores.

Es hora pues, de poner el énfasis en los potenciales riesgos, haciendo partícipe de ello a la ciudadanía y no centrarse, únicamente, en los beneficios que puede traer la tecnología a la calidad de los servicios.

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