Cabalgamos sobre la luz desde que surge en el corazón del Sol
hasta que llega a tus ojos y contribuye a formar
tus pensamientos, tus emociones y tu visión del mundo.
Embútete el casco a fondo y agárrate bien fuerte a mi barriga, que hoy vamos a hacer un viaje curioso a una velocidad más curiosa todavía. Va a ser una carrera breve: sólo dura 499 segundos. Pero no va a ser una carrera corta, porque nos vamos a montar en un fotón de luz a su paso por la fotosfera solar y lo cabalgaremos hasta que llegue a la Tierra y grabe algo en un cerebro humano; o sea, un poco menos de ciento cincuenta millones de kilómetros. Sí, a la velocidad de la luz, este tramito se recorre en ocho minutos y diecinueve segundos exactos. Comparado con nosotros, el Dani Pedrosa ese va a ser un pringao.
Para nuestro viaje, nos vamos a dotar de dos objetos mágicos; esto es, dos quimeras, fábulas o como quieras llamarlo que violan las leyes fundamentales de la física y muy especialmente la Teoría de la Relatividad Especial de don Alberto, el Pelanas. El primero es un traje de cuero de unicornio translumínico, con botas, capucha y guantes y todo, que nos va a proteger del calor, la aceleración y las radiaciones y nos permitirá agarrarnos al fotón para avanzar con él a la velocidad de la luz; esto último, poseyendo masa como poseemos, jamás podríamos hacerlo en la realidad (aunque sí acercarnos mucho). El segundo va a ser un visor de cristal de la Isla de San Borondón para nuestros cascos; enseguida verás por qué. Recuerda: estas son cosas enteramente mágicas que no existen ni pueden existir en nuestro universo. Además, la física cuántica introduciría algunas objeciones a eso de localizar y agarrarse a un foton en particular; vamos a ignorarlas también. Ah, sí, y la distancia indicada al Sol es la distancia media. Que luego me dirán que si soy poco riguroso y que si os meto en la cabeza fantasías que no son y tal. 😉
Preparados.
La luz del Sol –una estrella corriente, de tipo G2V, situada en el Brazo de Orión– se origina en su núcleo. Ahí ocurren las grandes reacciones termonucleares donde también se forma el polvo de estrellas que nos compuso junto al hidrógeno primordial. Estas reacciones termonucleares de fusión son resultado del incremento de presión y temperatura provocado por la gravedad que atrae entre sí a los átomos de los soles (en su mayor parte, hidrógeno); y es esta misma gravedad la que contiene normalmente toda esta energía en un único lugar, impidiendo que se disperse por ahí sin llegar a formar un solecito ni nada. El problema fundamental para el desarrollo en la Tierra de la energía nuclear de fusión radica, precisamente, en que aquí no tenemos (ni deseamos...) una enorme gravedad para garantizar la contención y nos tenemos que buscar otras maneras.
Esta energía de fusión se expresa esencialmente bajo la forma de fotones, que viajan a la velocidad de la luz y tienden a salir despedidos en todas direcciones. Sin embargo, como en el interior de las estrellas hay mucha masa a gran densidad, pronto chocan con algún átomo y son absorbidos y re-emitidos. Es decir: los fotones permanecen rebotando por dentro del Sol durante largo tiempo hasta que logran alcanzar su superficie. Tradicionalmente se dice que les cuesta millones de años, pero según la NASA esto no es cierto: sería más bien entre un mínimo de diez mil y un máximo de ciento setenta mil años.
También se podría discutir si se trata del mismo fotón. A fin de cuentas, un fotón absorbido se convierte en otras cosas, y el emitido poco después no tiene por qué ser el mismo. Por otra parte, como todos los miembros de cada tipo de partículas subatómicas son idénticos entre sí, podríamos decir que nos da lo mismo. En fin. El caso es que nuestro fotón o el linaje de nuestro fotón procede del núcleo solar, ha atravesado la zona radiante y la zona convectiva y ahora se está aproximando a la fotosfera, desde donde podrá emitirse por fin hacia el espacio exterior.
Listos.
El día más idóneo de los próximos años para hacer nuestro viaje sería el 14 de abril (¡qué casualidad!) de 2017: Mercurio y Venus se hallarán estupendamente dispuestos a ambos lados y bastante cerca de la línea imaginaria que une el Sol y la Tierra, en lo que vendría a ser casi una alineación Sol-Mercurio-Venus-Tierra. Sin embargo, el 11 de febrero de 2014 tampoco está tan mal y cae más pronto. Otras fechas posibles para tener una vista razonablemente buena de los planetas interiores rocosos de nuestro Sistema Solar (hasta la Tierra) serían a finales de septiembre de 2016 o, ya un poco peor, a mediados de julio de 2012.
Una vez elegida la fecha, nos situamos en las cercanías del Sol con nuestro traje de unicornio translumínico y nuestro visor de cristal de la Isla de San Borondón para agarrarnos a un fotón. Digamos que nos hemos teletransportado hasta la fotosfera, que es el lugar donde se emite la luz de las estrellas; o, más rigurosamente, la región donde los fotones ya pueden escapar libremente al exterior. La fotosfera es una capa solar relativamente fresquita, a sólo un poquito más de 5.500 ºC (5.800 K), compuesta por gases muy tenues. Nuestro traje y nuestro visor mágicos empiezan a actuar, protegiéndonos del calor, de la radiación y de la intensísima luz que nos dejaría ciegos en un instante, por no mencionar el brutal tirón gravitatorio. Todo a nuestro alrededor tiene el aspecto de un plasma brillante, turbulento e indistinguible, una especie de bruma increíblemente luminosa. La bola que vemos de una estrella es su fotosfera, pues de ahí emerge su luz.
Eso significa que aquí hay trillones de fotones escapando hacia el espacio exterior. Podemos agarrarnos a cualquiera de ellos, pues como ya hemos dicho, todos son exactamente idénticos entre sí. ¿Cuál te gusta más? ¿Ese que viene por ahí? No, mejor ese otro, que es de onda más larga y se viaja más cómodo. Pues venga, tres, dos, uno...
¡Ya!
¡Móntalo! ¡Muy bien, ya estamos sobre el fotón, disparados a la velocidad de la luz hacia el espacio exterior! Eso son casi trescientos mil kilómetros por segundo, compi; ya tienes algo para vacilar por ahí, pero cuidado con no despeinarte. O soltarte. En el mundo real, ahora mismo el tiempo se detendría instantáneamente para nosotros por compresión temporal relativista. Quedaríamos algo así como como congelados y no podríamos hacer nada más a menos que algo nos descabalgara del fotón; entonces, pensaríamos que nuestro viaje ha sido instantáneo aunque hayamos acabado por la parte de A1689-zD1. De hecho, lo habría sido para nosotros: el tiempo de a bordo en un ente viajero a la velocidad de la luz sería siempre cero y su reloj nunca avanzaría ni una minúscula fracción de segundo. Sería como la vida eterna y la eterna juventud, sólo que en una parálisis total... si no fuera porque tal cosa no puede suceder en absoluto. No en este universo, no en esta realidad. Pero nuestro traje de cuero de unicornio translumínico nos mantiene en una... eh... bueno, eso, que es mágico, ¿no? Así pues, el tiempo sigue corriendo exclusivamente para nosotros con normalidad según el marco de referencia terrestre (¡sí, ya...!).
¿Que ahora tampoco ves nada, dices, como si la realidad hubiera desaparecido por completo? Bueno, es normal: al ignorar la Relatividad, nos acabamos de cargar como un centenar de leyes esenciales de la naturaleza, nuestro marco de referencia es absurdo y estamos en un no-lugar donde las matemáticas que rigen este universo dan no-resultados como divisiones por cero, infinitos sobre infinitos y límites asintóticos a mogollón. Una vez más: la realidad no tiene sentido ninguno si hay un objeto con masa desplazándose a la velocidad de la luz. Y nosotros somos dos. El no-lugar donde nos hemos no-metido al cabalgar el fotón no es ni siquiera la nada. O incluso la no-nada. Por tanto, activa tu visor mágico de cristal de la Isla de San Borondón para observar el mundo como si estuviéramos viajando a velocidades sublumínicas corrientes. 😉
¿Mejor así? Ya te dije yo que eso que le soplan al cristal los elfos de San Borondón es la caña. No, no te voy a contar en qué consiste: estamos viajando sobre un fotón a la velocidad de la luz en el vacío, así que este es un muy mal momento para que te pongas a vomitar con grandes arcadas.
¿Que sigue sin verse gran cosa? Un poco de paciencia: es que estamos aún muy cerca del Sol. En la primera centésima de segundo-Tierra hemos atravesado la cromosfera y la región de transición, dos delgadas capas gaseosas de la periferia solar compuestas por hidrógeno, helio y metales que brillan tenuemente. La temperatura ha subido desde los cinco mil y pico grados al millón de grados. ¿Te cuento una cosa intrigante? Nadie sabe realmente por qué. Lo llamamos el problema del calentamiento coronal y se cotillea por ahí que hay un premio Nobel calentito esperando a quien logre darle solución.
Merece la pena detenerse un instante en él, porque es un asunto sorprendente. Lo lógico sería que la temperatura descendiese conforme nos alejamos más y más del Sol, de la misma manera que el calor de una hoguera se percibe cada vez menos al apartarnos del fuego. Sin embargo, en las capas exteriores del sol la temperatura es cientos de veces más elevada que en la fotosfera –la bola de luz– y casi tanto como en las profundidades de la zona de convección por donde pasó nuestro fotón o su linaje antes de salir: entre uno y dos millones de grados.
Hay varias hipótesis al respecto, y una de ellas está relacionada con los inmensos campos electromagnéticos de la corona, donde nos hallamos tras el primer segundo-Tierra de viaje sobre nuestro fotón. ¿Ves esos monumentales lazos brillantes que nos rodean? Son de naturaleza electromagnética, y en torno a ellos se forman las prominencias solares. Las grandes erupciones solares se generan también por aquí.
Estamos, pues, atravesando la corona: una extensa región, muy caliente, de gases en estado plasmático cada vez más tenues conforme nos adentramos en el espacio interplanetario. Tres segundos-Tierra después de que abandonáramos la fotosfera, nuestros alrededores ya tienen el aspecto cósmico corriente –cielo negro, estrellas y todo eso– aunque con una intensísima luz a nuestras espaldas y respetable calor. Hemos recorrido el primer millón de kilómetros.
Aprovechando que la temperatura está descendiendo muy rápidamente, vamos a relajarnos un poquito. Nos estamos dirigiendo hacia la órbita de Mercurio, que se encuentra más o menos a cincuenta y ocho millones de kilómetros del Sol. Cabalgando nuestro fotón a la velocidad de la luz, llegaremos en tres minutos-Tierra.
Esto del espacio interplanetario resulta sorprendente. No es espacio vacío, como mucha gente piensa, y menos tan cerca aún del Sol. Para encontrar algo que se parezca al espacio vacío verdadero –y aún así con muchos matices– habría que irse al espacio intergaláctico profundo, a lugares inconmensurablemente inhóspitos y misteriosos como el Supervacío de Eridanus; que, según cosmólogos como la física teórica Laura Mersini de la Universidad de Carolina del Norte, podría incluso ser la firma de otro universo dentro de este. Toma ya. Un garabatito de nada, quinientos millones de años-luz sin apenas materia o energía: como cinco mil veces nuestra galaxia entera.
Pero en los sistemas solares, el supuesto vacío interplanetario está lleno de cosas. Lo único que pasa es que su densidad es baja, no se reflejan en los sentidos humanos comunes y nos da la sensación de que no hay nada. A la velocidad a la que estamos viajando, podríamos sacar la mano y nuestro guante de cuero de unicornio translumínico recogería enseguida un montón de medio interplanetario: gas, polvo cósmico y un intenso viento solar compuesto por partículas cargadas que se extiende a lo largo de todo el sistema solar y mucho más allá. Esta corriente de partículas (en su mayor parte, protones de alta energía) constituyen una levísima atmósfera solar exterior de unos cuarenta mil millones de kilómetros de diámetro: la heliosfera. La presencia de todas estas cosas en el espacio supuestamente vacío ha permitido postular algunos proyectos especulativos para naves interplanetarias o interestelares futuras como el ramjet de Bussard (aunque presenta algunos problemas: en vez de propulsión, podría producirse un frenado); y también para velas solares ya existentes hoy en día del tipo de IKAROS.
Mercurio.
¡Mira, mira, Mercurio! Ahí está, el pobre, atrapado entre el fuego y el hielo y con la cara partida a golpe de meteoritos. Tan cerca del sol, la temperatura en su punto subsolar llega a 427 ºC por irradiación directa, mientras que en sus polos cae hasta –183 ºC. Sí, ciento ochenta y tres grados bajo cero, a sólo cincuenta y ocho millones de kilómetros del Sol (en realidad, tiene la órbita más excéntrica de todo el sistema solar: varía entre 46 y 70 millones de kilómetros). Es un planeta rocoso, de tipo terrestre, que no posee lunas.
Probablemente lo estudió por primera vez un desconocido astrónomo asirio, hace unos tres mil cien años; sus observaciones nos llegaron a través del MUL.APIN babilónico. ¿Cómo sabemos que fue hace ese tiempo, y no otro? Sencillo: para que las observaciones registradas en el MUL.APIN cuadren, Mercurio tenía que estar en su posición correspondiente al 1.130 aC, con un error máximo de ochenta años arriba o abajo. Es lo que tiene la astronomía: puedes saber dónde estuvo, está o estará cualquier cuerpo celeste con extrema precisión, incluso aunque la observación fuera tan primitiva. Para los griegos, era Apolo cuando se veía al amanecer y Hermes cuando aparecía al anochecer. Fueron los romanos quienes le pusieron su nombre moderno en la mayoría de idiomas, por el dios Mercurio, equivalente latino del Hermes de los helenos.
Mercurio es el planeta más pequeño del sistema solar, muy denso y con una atmósfera extremadamente tenue compuesta por oxígeno molecular, sodio, hidrógeno, helio y algunas otras cosas en poca cantidad. En el fondo de los cráteres polares, que nunca quedan expuestos al cercano Sol, parece haber una cierta cantidad de agua en forma de hielo según las observaciones radáricas. Posee un núcleo ferroso desproporcionadamente grande, fundido y denso, rodeado por un manto de silicatos y una corteza bastante gruesa. Se cree que el planeta está contrayéndose por enfriamiento de su núcleo. Tuvo actividad volcánica en el pasado.
Ninguna potencia espacial se ha planteado seriamente la exploración o colonización de Mercurio, que ocupa un lugar menor en la literatura. La tecnología necesaria sería muy parecida a la utilizada en la Luna; el geólogo especialista en Ciencias Planetarias Bruce C. Murray, que cofundara la Sociedad Planetaria junto a Carl Sagan y Louis Friedman, ha definido a este planeta como una Tierra vestida de Luna. Por desgracia, viajar hasta allí con los medios presentes de la Humanidad resulta francamente problemático: está tan metido en el pozo de potencial gravitatorio del Sol que –además de exigir un montón de delta-V– obligaría a permanecer seis años dando vueltas a su alrededor antes de poder aterrizar. Pero en él, podrían encontrarse cantidades significativas de helio-3 para las tecnologías de fusión nuclear y diversos minerales valiosos; además, se ha sugerido que debe ser un buen sitio para construir grandes velas solares, lo que a su vez sería útil en la terraformación de Venus. A donde, por cierto, estamos llegando ya: han pasado seis minutos desde que abandonamos la fotosfera solar, Mercurio ha quedado a nuestras espaldas y nos aproximamos al lucero del alba: Venus, Hesperus, Lucifer.
¿Qué podemos decir de Venus que no hayamos dicho ya? Bueno, pues muchas cosas, la verdad. La hermana de la Tierra es otro planeta rocoso, como ya sabemos cubierto por una densa atmósfera muy rica en dióxido de carbono, lo que le hace mantener una temperatura superficial capaz de fundir el plomo; los estudios sobre la atmósfera venusiana, con la muy significativa participación de nuestro astrofísico favorito, fueron los primeros en hacernos entender que el incremento de dióxido de carbono de origen antropogénico representaban un peligro grave para el clima terrestre. Así comenzó a investigarse el calentamiento global.
Por su distancia al Sol, Venus debería ser un planeta tórrido pero perfectamente habitable. Sin embargo, esa catástrofe carbónica en su atmósfera lo convierte en un verdadero infierno al que sólo las naves Venera lograron vencer, en lo que fueron los primeros viajes interplanetarios de máquinas creadas por esta especie nuestra.
Las órbitas de los planetas son elípticas, pero la de Venus es circular casi por completo y se toma algo más de 224 días terrestres y medio para describir una vuelta completa alrededor del Sol. Además, su rotación resulta bastante extraña. Por un lado, es la más lenta entre los planetas grandes del sistema solar: un día venusiano equivale a 243 días terrestres, con lo que este día venusiano resulta más largo que el año venusiano. Por otro, gira sobre sí mismo en sentido contrario a la mayoría de planetas, incluída la Tierra. Se cree que estas anomalías obedecen a un complejo blocaje de marea con el Sol y a fenómenos relacionados con su densa atmósfera.
Pero como estamos viajando tan deprisa, Venus ya queda atrás y nos acercamos a la Tierra. Sí, es ese mundo azul de ahí delante. Me han dicho que hay en él algunas cosas curiosas. Llevamos ahora mismo unos ocho minutos de viaje.
Tierra.
Tierra es un planeta rocoso, aunque la presencia de agua líquida, hielo y aire en su superficie le otorga ese aspecto peculiar como de canica azul. Si te fijas bien, sobre algunos puntos de sus continentes se distinguen zonas verduzcas. Eso es porque hay vida en ella, ¿te lo puedes creer? Vida terrestre vegetal, sustentada en la clorofila, lo que le otorga esa tonalidad. Algunas investigaciones aseguran que hay también animales, incluído uno que camina sobre dos patas y sabe encender luces en la oscuridad como si se creyera una especie de luciérnaga artificial. Qué bichejo más gracioso, ¿verdad? ¿Verlo desde aquí? No, por supuesto que a esta distancia resulta invisible. Además, no tiene mayor importancia, es un animalejo muy primitivo. Fíjate tú que se pasa la vida tirando líneas en el mapa a las que llama "fronteras" y luego las marca con orina, no, perdón, con trapos de colores, creo, ¡y hasta se mata por defenderlas! En un lugar tan pequeño, ¿no es cosa de risa? Nada, un bichejo irrelevante, ya te digo.
Tierra da una vuelta al Sol cada 365 días terrestres y un cuarto, aproximadamente. Quitando esas curiosidades de su superficie, es un planeta de lo más normalucho; sólo destaca por ser el más denso del sistema solar y por poseer una Luna bastante aburrida y muerta. Ah, sí, y porque tiene tectónica de placas: esos continentes que ves se mueven, muy lentamente, a lo largo de los eones.
Vamos directos a ella. Sujétate fuerte: existe un 25% de probabilidades de que choquemos con algún átomo o molécula durante nuestro recorrido hasta la superficie. En ese caso, contribuiríamos a formar parte del color del cielo terrestre mediante dos fenómenos llamados dispersión de Rayleigh y difusión de Mie. ¡Mira cómo se la pegan esos! Cuando la luz alcanza una molécula del aire, una parte de ella tiende a ser absorbida y después irradiada en una dirección distinta. La luz de onda corta (correspondiente a un color azulado, con aportación de verdes y violetas) resulta más absorbida e irradiada que la de onda larga (rojos, amarillos, naranjas). Es decir: la fría luz azul sufre mucha más dispersión de Rayleigh que la de los colores más cálidos. De hecho, le afecta tanto que se dispersa por toda la atmósfera y, mires adonde mires, te llega algo de ella. Este es el motivo de que el cielo sea normalmente azul.
Cuando miras hacia el horizonte, da la impresión de que el cielo tiene una tonalidad más pálida. Esto se debe a que la luz dispersada se dispersa y mezcla aún más, muchas veces, antes de alcanzar tus ojos (hay mucha más masa de aire si miras en horizontal que si miras hacia la vertical). Esta es también la razón de que parezca que el sol brilla menos cuando sale o cuando se pone. Y hace que los atardeceres y amaneceres tengan tonos rojizos: toda la luz de onda más corta resulta dispersada (azules, verdes) y sólo la de onda más larga (rojo, naranja) logra atravesar la atmósfera hasta tu retina. Este espectáculo de colores es el resultado de la dispersión de Rayleigh para los fotones de luz.
Sin embargo, si la luz se encuentra con partículas de mayor tamaño que los átomos y moléculas de la atmósfera (por ejemplo, las gotas de agua que forman las nubes), la dispersión de Rayleigh no puede producirse porque depende de la relación entre la amplitud de onda de la luz y el tamaño del objeto interpuesto. Cuando el tamaño de estas partículas alcanza un 10% aproximadamente de la longitud de onda de la luz incidente, el modelo de Rayleigh colapsa y deja paso a la difusión de Lorenz-Mie (no confundir con Lorentz). Siguiendo a Mie, la luz de todas las frecuencias (y no sólo la azul) resulta dispersada de manera muy parecida. Por tanto, no se produce una selección de un color específico (salvo debido a las propiedades físico-químicas de la materia donde esté incidiendo la luz). Y ese es el motivo de que las nubes sean blancas o grises.
En general, la luz de onda más larga (correspondiente a los colores cálidos) atraviesa la atmósfera y llega a la superficie sin muchos problemas. Como nosotros elegimos un fotón de onda larga, no hemos topado con nada, no hemos sufrido dispersión y por tanto estamos llegando ya al duro suelo. Ops, creo que vamos a dar contra esa mesa de ahí: esa a la que está sentado uno de esos bichejos de dos patas leyendo no sé qué en uno de sus ordenadores. Como hemos viajado a la velocidad de la luz (ejem...), hace 499 segundos que salimos del Sol, hemos recorrido unos ciento cincuenta millones de kilómetros y ahora vamos a...
Ojo.
...¡chocar! En realidad, lo que ocurre es que hemos caído dentro del radio de influencia de uno de los átomos que componen la mesa. Ahora pueden ocurrir dos cosas: que seamos absorbidos o que seamos rebotados. Los átomos que componen la mesa, por su naturaleza químico-física, tienden a absorber la luz en determinadas frecuencias y a reflejarla en otras. La luz reflejada puede entonces alcanzar los ojos e instrumentos que se encuentren alrededor, excitándolos; por lo que tales ojos e instrumentos (como el sensor de una cámara) verán la mesa (o cualquier otro objeto) gracias a la luz que ésta ha rechazado (reflejado). Es decir: vemos las cosas por la luz reflejada en las frecuencias (colores) que sus átomos no quieren y por tanto expulsan. Por esto decimos que las cosas son de todos los colores menos del color que las vemos.
Como viajábamos sobre un fotón de onda larga y luz cálida (rojos, naranjas, amarillos), y al menos algún elemento de la mesa tiene esa tonalidad, sus átomos nos han rechazado y hemos salido rebotados en dirección a... ¡bueno, pues parece que hacia el ojo del bichejo! Como le dé por parpadear ahora mismo, igual salimos reflejados otra vez (hacia cualquier otro lugar como, por ejemplo, una cámara que le estuviera haciendo una foto de la cara: entonces, contribuiríamos a formar la imagen del párpado cerrado).
Al penetrar en su córnea –la envoltura transparente delantera del ojo, compuesta por tres capas y dos membranas que las separan– vamos a sufrir un fenómeno llamado refracción. Es decir, un cambio brusco de dirección; tanto que la imagen se va a invertir por completo. Debido a la forma del ojo, la córnea actúa como una lente y concentra la mayor parte de los fotones de luz incidente hacia un punto en el interior; costó muchos cientos de millones de años de evolución biológica e incontables callejones sin salida llegar a algo así. Por fortuna, como hay tantos ojos en la naturaleza y han ido apareciendo a lo largo de tanto tiempo, la evolución del ojo es una de las mejor conocidas. Y sin embargo, el ojo humano tiene varias imperfecciones, una de ellas traducida en un punto ciego, que las sepias por ejemplo no sufren. En realidad, nuestro ojo dista de ser perfecto en comparación con el de otros animales.
Aún cabalgando nuestro fotón absorbido-reemitido por la mesa, atravesamos la cámara anterior –llena de humor acuoso– y pasamos por la pupila: la apertura circular en el centro del iris, esa membrana que cada persona tiene de un color distinto. El iris es básicamente un esfínter fotosensible, que se contrae o distiende según la cantidad de fotones incidentes para ajustar la iluminación total en el interior del ojo. Cuando hay poca luz se abre, permitiendo que entre toda la posible; y cuando hay mucha se cierra, evitando el deslumbramiento hasta cierto límite. Cruzamos así las puertas del iris y nos adentramos en el cristalino.
El cristalino es una lente autoajustable bajo el control del sistema nervioso que permite enfocar objetos a distintas distancias, fenómeno conocido como acomodación; esto provoca una segunda refracción (cambio de dirección de los fotones) que ajusta con más finura la causada por la córnea. Así, atravesamos ya el gel transparente que rellena la esfera del ojo –llamado humor vítreo– y nos precipitamos hacia el fondo de la retina.
Este es ya un tejido nervioso complejo, conectado directamente al cerebro mediante el nervio óptico, hasta tal punto que casi casi se podría denominar una proyección especializada del cerebro dentro del ojo. La retina está compuesta por grandes cantidades de neuronas interconectadas mediante sinapsis. Entre estas neuronas se encuentran unas muy especializadas en captar la luz. Son las células fotorreceptoras, típicamente conos y bastones.
La disposición de estas células y de las otras neuronas que las conectan al nervio óptico conduce a otro divertido debate con los partidarios del diseño inteligente (creacionismo bajo tapadera pseudocientífica). Resulta que en el ojo humano las células conectoras están dispuestas por delante de las células fotorreceptoras, con lo que muchos fotones quedan absorbidos en ellas sin efecto alguno, obstruyendo el paso de la luz y reduciendo así la agudeza visual; evidentemente, cabe preguntarse qué clase de diseñador hace pasar el cableado de una cámara por delante del sensor CCD. De nuevo, son las sepias quienes tienen dispuestas las células de la retina a la manera lógica; quizá ellas sean el pueblo elegido.
Aquí acaba el recorrido de nuestro fotón, bien atrapado estúpidamente en una de estas células interconectoras o bien logrando actuar un fotorreceptor, tras su viaje de ocho minutos y diecinueve segundos desde el Sol. Si logra superar ese fallo de diseño de la retina, excitará uno de estos conos o bastones. Los bastones son extremadamente sensibles, capaces de detectar un solo fotón, permitiendo así la visión en condiciones de baja visibilidad (visión escotópica); a cambio, no pueden detectar colores. Son monocromáticos, con una sensibilidad óptima en torno a las frecuencias verdeazuladas. Por eso, cuando la iluminación desciende, seguimos siendo capaces de ver sombras pero perdemos la mayor parte de la visión en color.
Los conos, por el contrario, necesitan mucha más energía lumínica para excitarse. Sin embargo, en el ojo humano están presentes en tres sabores, cada uno de ellos más sensible a las frecuencias correspondientes a un color: verde, roja y azul. Así, nos proporcionan la visión fotópica tricromática: lo que llamamos ver en colores. La mayor parte de los mamíferos sólo son capaces de ver en dos colores, o carecen por completo de la capacidad para ver en color. Sin embargo, la mayor parte de las aves y algunos peces y anfibios poseen visión tetracromática: pueden ver un cuarto color, invisible para nosotros. ¿Y cuál es ese cuarto color? Pues a menudo la luz ultravioleta, que se difunde en una frecuencia indetectable por los fotorreceptores humanos (aunque no por sus instrumentos, claro). Parece ser que ciertas hembras humanas podrían tener una tenue visión tetracromática, pero esto no está demostrado todavía.
Algunas mariposas, lampreas y aves como las palomas son pentácromas. Esto es: poseen conos especializados en distinguir cinco colores básicos (e incluso más). Como resultado, pueden ver unos cien mil millones de colores distintos, mucho más allá de lo que constituye luz visible para la gente humana. Esa es una experiencia inimaginable. Aunque nosotros –por supuesto– seamos capaces de observar en todas esas frecuencias y muchas más a través de nuestros aparatos, la experiencia de ver realmente un mundo tan multicolor nos está vedada por completo: es como tratar de imaginarse la cuarta dimensión. No existen tales fotorreceptores en nuestros ojos y nuestro cerebro no ha podido evolucionar con ellos, por lo que estaríamos de todos modos incapacitados para interpretar sus señales. Dependemos de los datos instrumentales y las imágenes sintéticas en falso color para acceder a esa parte de la realidad; cualquier paloma la ve con un simple vistazo.
Los fotones incidentes excitan estas células fotorreceptoras estimulando algunas moléculas que se encuentran en su interior: la rodopsina y las yodopsinas, un conjunto de proteínas sensibles a la luz denominadas opsinas. Aquí se da otro fenómeno curioso. Todas estas células están activadas constantemente. Cuando resultan excitadas por la luz, entonces se inhiben y dejan de transmitir señales electroquímicas. Es esta desconexión la que activa las células transmisoras (las que están por delante) y entonces se emite una señal visual hacia el cerebro por el nervio óptico. Esto es, funciona al revés de como uno se podría imaginar en un principio: los fotorreceptores quedan inhibidos y eso es lo que dispara la señal visual hacia el cerebro en los transmisores.
O sea, que esto ya se asemeja a uno de esos bromazos a los que Mamá Naturaleza es tan aficionada: vemos las cosas de todos los colores menos de los colores que son (que admiten); las vemos boca abajo debido a la refracción en sus lentes (es nuestro cerebro quien se encarga de ponerlas boca arriba otra vez); y además las vemos porque detienen (en vez de activar) la acción de las células fotorreceptoras, lo que a su vez activa (en vez de detener) al sistema neurotransmisor. El mundo al revés, vaya. Para acabar de arreglarlo, aproximadamente la mitad de las fibras de cada nervio óptico se cruzan en el quiasma óptico y van a parar al lado opuesto del cerebro. Así las señales que viajan por ellas llegan finalmente a la corteza visual, que se encuentra (¡cómo no!) en la parte posterior de la cabeza, encima de la nuca. Es en esta corteza donde se construye el mapa de toda la información captada a través de los ojos, constituyendo así –literalmente– nuestra visión del mundo y contribuyendo decisivamente a formar nuestros pensamientos y emociones.
Y la energía que mueve todo esto procede también del Sol. Además de la radiación solar directa que mantiene viva la biosfera terrestre, los animales somos parásitos de las plantas a través de la cadena alimentaria; plantas que dependen a su vez de la fotosíntesis (propulsada por energía solar). Hijos e hijas del Sol y de la lluvia, polvo de estrellas, desde siempre y para siempre jamás.
Escrito sobre una idea original de Orlando Sánchez Maroto al que, por tanto, dedico este post. ¡Gracias, Orlando!
Este post ha recibido el premio Experientia Docet a la excelencia en la divulgación científica.
Con mi agradecimiento. 🙂
Comentarios
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