La verdad es siempre revolucionaria

La Europa inexistente

Resulta extremadamente desolador oír, como un mantra repetido, el nombre de Europa referido a una unidad corpórea y entera en su gran dimensión, donde no existen clases sociales y, por tanto, tampoco capital ni explotación del trabajo.

Parece admitido por los partidos políticos que se presentan a estas elecciones –al menos los conocidos– que esa entidad supranacional reúne las virtudes que deseamos para el mundo global que entre todos estamos construyendo: democracias parlamentarias, libertad de expresión, de prensa, de conciencia, garantías jurídicas, igualdad entre hombres y mujeres, reparto social de la riqueza, y las ventajas que un Estado moderno y avanzado, heredero de los valores de la Ilustración y la Revolución Francesa, precisa para ser digno de ser llamado así.

Reconocen, sin duda, que todo no está terminado –siempre hay mucho trabajo por hacer–, que la democracia es perfectible, y los de izquierdas denuncian que se ha retrocedido en derechos y libertades desde que la malvada derecha gobierna mayoritariamente tanto en Europa como en muchos de los estados miembros. Y allí donde no lo hace, la socialdemocracia se ha contagiado pronto de los modos de la derecha, como en Francia.

Lo cierto, como remarcan todos los críticos y comentaristas, es que en la Unión tanto los populares como los socialistas han votado unidos la mayoría de las directrices, recomendaciones y leyes que nos han llevado a la ruina actual. Como dice sabiamente Luís Matías López: "No por casualidad, los dos grandes grupos votan conjuntamente más del 70% de las propuestas sometidas al Parlamento Europeo. Incluso pactan tradicionalmente un reparto de cargos que divide la legislatura en dos mitades y conduce a una alternancia en la presidencia de la Cámara. Las recetas que llegan de Bruselas son fruto del consenso entre socialistas y conservadores."

Los partidos a la izquierda del PSOE son los más críticos con el resultado de la gestión de cincuenta años de esa entidad supranacional, y achacan a las políticas llamadas ahora neoliberales los defectos que acarrea hoy aquel ilusionante y maravilloso proyecto que pusieron en marcha los padres de Europa, pero no deja de resultar sorprendente y decepcionante que ninguno de sus candidatos suela hacer mención de la lucha de clases, de la misma forma que la palabra capital es esquivada cuidadosamente. Es habitual oír un coro unánime de críticas a la llamada Troika, los poderes económicos que gestionan la UE, pero que se resume, en el más radical de los casos, en despedir a sus gestores por mostrarse insensibles a los dolores humanos, en pedir más inversiones en vez de recortes, en exigir la reforma del Parlamento Europeo, para que pueda legislar, en la eliminación del Consejo de Europa por inútil e ineficaz, y en perseguir la corrupción y aminorar el paro, considerado la verdadera lacra de nuestro país.

Pero ninguno de los partidos de izquierda que pueden ocupar algún escaño en la Cámara Legislativa (paradoja que no lo sea) ha puesto en cuestión la existencia de la Unión ni ha explicado a nuestra crédula ciudadanía, que había sido hasta ahora de las más entusiasmadas con el invento, las verdaderas causas de la creación del Mercado Común, origen y principio de la UE, ni quiénes fueron los padres del mismo, ni qué intenciones abrigaban. Por el contrario, la opinión casi unánime fue que los inventores estaban animados por el deseo de lograr un continente donde triunfara la paz, la libertad y la igualdad.

Desde la insólita afirmación de que con Europa ganaremos todos o perderemos todos, cuando ya es público y notorio que en la Unión unos pocos han ganado mucho y la mayoría hemos perdido día a día calidad de vida, derechos y dignidad, hasta las loas que canta cada día el PSOE sobre las bellísimas intenciones que tenían los constituyentes de la Unión, pasando por la afirmación de que Europa somos todos, trabajadores, artistas, intelectuales, empresarios... el cuadro pintado por nuestros representantes de izquierda es el de una unión de amigos formada para llevar a cabo los ideales máximos de la humanidad. Como dice pomposamente la página web de la Unión: "Los líderes visionarios siguientes inspiraron la creación de la Unión Europea en que vivimos hoy. Sin su energía y motivación no viviríamos en la esfera de paz y estabilidad que tomamos por descontada." Y a continuación los nombres de los hombres –eso sí, todos hombres– que crearon ese montaje, los Padres Fundadores de la UE: Konrad Adenauer, Joseph Bech, Johan Willem Beyen, Winston Churchill, Alcide de Gasperi, Walter Hallstein, Sicco Mansholt, Jean Monnet, Robert Schuman, Paul-Henri Spaak y Altiero Spinelli.

Sería bueno explicarle a la ciudadanía quiénes eran en realidad esos líderes de los principales países europeos que se pusieron de acuerdo para crear primero la Comunidad Europea del Carbón y del Acero (CECA), y cuáles fueron las verdaderas motivaciones y objetivos que a tal fin les llevaron.

Todos ellos eran representantes de los intereses económicos de las más grandes industrias de materias primas: hierro, acero, carbón y siderometalúrgica, astilleros, ganadería y agricultura. En esos once nombres se reúne todo el capital europeo. Como decía Marx, no eran más que el Consejo de Administración del Capital. Después de la II Guerra Mundial, ante el desastre que había ocasionado en el continente, el convencimiento de que, tras un siglo de guerras por hacerse con la hegemonía de la producción y los mercados, ya no podían ganar más unos que otros, la necesidad de evitar que volvieran a bombardearse Berlín, París y Londres, y otra vez dejaran a los países en la ruina que les ha hecho ser siervos del imperio estadounidense, se deciden a firmar el pacto de no agresión que dura hasta hoy. Se trataba de repartirse las materias primas, la industria pesada y de transformación, el sector primario y el mercado de mercancías. Los servicios quedarían para los países atrasados a los que abrirían la puerta de servicio por conmiseración.

El Mercado Común y más tarde la Unión Europea, cuyos tratados y constituciones se van haciendo cada vez más sofisticados y complejos hasta adquirir el volumen de nada menos que 500 páginas que tiene el Tratado de Lisboa –última constitución de la Unión–, no son más que el pacto establecido entre los diversos sectores de producción del capital –más tarde se unirá gozosamente la banca– para no agredirse entre ellos. El reparto es tan evidente y tan simple que han hecho falta muchas dosis de hipocresía, retórica y falsedades para ocultarlo. Las grandes potencias industriales de Alemania, Reino Unido y Holanda, se quedarán con la minería, la industria pesada y los astilleros; los grandes consorcios ganaderos de Francia, Bélgica y Holanda, que también participan del botín industrial, serán hegemónicos en la producción de alimentos, y para Italia, España, Grecia y Portugal quedarán los montajes turísticos a donde irán a solazarse los jubilados del norte.

Realizado el reparto quedaban dos tareas. La primera, convencer a la incauta ciudadanía de que tal estado de cosas se organizaba por su bien: los países ricos iban a subvencionar a los pobres; los países atrasados se beneficiarían de la generosidad de sus hermanos del norte construyendo carreteras y aeropuertos de los que carecían, recibiendo dinero a espuertas para los parados, los jubilados, los discapacitados... hasta las mujeres españolas creamos casas de acogida para maltratadas y nos dieron unas cuantas subvenciones para realizar conferencias, gracias a los dineros europeos que caían en nuestro país como maná, que también fueron útiles para apagar los fuegos de la subversión. Una parte de esas generosas donaciones sirvió para comprar a trabajadores combativos, a políticos críticos y a feministas radicales.

Lo que la propaganda habitual nunca nos ha contado es que esos dineros no eran tantos ni tan regalados. Por hablar sólo de España, de cada 5 euros que nos han llegado de la llamada Europa, 4 son españoles, obtenidos de los impuestos de las trabajadoras y los trabajadores de nuestro país, a los que engañaron hablándoles de la generosidad de Willy Brandt.

La segunda tarea, llevada a cabo primero subrepticiamente y después descaradamente, era abolir las conquistas sociales y los derechos y libertades que los trabajadores y las mujeres habían logrado después de casi tres siglos de luchas sangrientas contra el capital.

El éxito ha rematado los dos objetivos. Lo que ha sido reconocido por los propios protagonistas. Cuando hace pocos meses Obama, en un discurso conciliador, aseguró que de las tímidas medidas que proponía para darle alguna seguridad social a las clases medias no estaba hablando de la lucha de clases, porque ya se sabía que no existe, Warren Buffet, el tercer hombre más rico del mundo, dedicado a arruinar a los pobres con sus inversiones en bolsa, replicó: "La lucha de clases sigue existiendo, pero la mía va ganando".

Los efectos están a la vista: mientras los pobres son cada vez más pobres, los ricos son cada vez más ricos. La brecha entre los más acaudalados y los más pobres es cada vez mayor. Los derechos laborales se han abolido, el desempleo es un monstruo que crece y crece hasta alcanzar los 18 millones de personas en la UE, de las que 6 corresponden a España. Y los avances logrados por las mujeres se tambalean, ante el aumento del paro, las diferencias salariales, la violencia machista que no se detiene y el propósito de volver a disponer del cuerpo femenino por parte de curas, gobernantes y médicos.

Ante este panorama el tratamiento repetido resulta chusco. Como "Europa" se está equivocando, "hace falta más Europa". Es decir, más imperio de los capitales, más impunidad para los gestores políticos, más sometimiento a los tratados que han conformado este proyecto.

Cierto que algunas formaciones de izquierda están haciendo un llamamiento a la movilización de "la gente" –qué extraño resulta este término en boca de los dirigentes de izquierdas, arrinconados los de "pueblo" y "masas" que fueron categorías clásicas– para cambiar este estado de cosas. Reformas en vez de revolución. Porque ninguno quiere poner en cuestión la pertenencia a ese club de ricos que nos está esquilmando, que es la Unión Europea. Ninguno dijo que tanto Adenauder como Alcide de Gasperi y sus secuaces tenían los mismos propósitos que Angela Merkel, y ninguno explicó a nuestros electores y electoras que voten lo que voten el domingo, si no se derrota al capital, nada cambiará de los planes que han establecido los grandes bancos y los consorcios industriales para explotar a los trabajadores y a las mujeres.

 

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