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El desfibrilador

Tenían los españoles un equipo médico de cabecera que les diagnosticó un leve resfriado y les prescribió unas pildoretas, que diría Álvaro Pombo. Resultó que era neumonía y que la falta del tratamiento adecuado provocó que degenerara en cáncer. Hubo resistencia a reconocer el error en el diagnóstico que indujo al tratamiento equivocado y, cuando ya no quedó más remedio que rendirse a la evidencia, se prescribió quimioterapia ofreciendo al doliente la garantía de que no sería preciso extirpar ningún órgano. A las puertas del quirófano, el enfermo exigió un cambio en el cuadro facultativo, no por confianza en el que habría de venir, sino por la pérdida de toda la depositada en el anterior, al que ya no habría de creer ni aunque le repitiera el número del gordo de la Lotería después de haberlo cantado los niños de San Ildefonso. A la vista del dictamen forense de las urnas, aquel despido provocó el colapso del cuadro médico.

Contra el infarto –como es sabido– se utiliza como remedio de urgencia el desfibrilador. Hay uno de estos artilugios de emergencia en la sede del PSOE, en la madrileña calle de Ferraz. Ocupa desde hace tiempo un lugar tan visible como discreto a la entrada, pero –a causa de las reducidas dimensiones del vestíbulo– cuando se acumula el personal es cambiado de ubicación y se acerca al semisótano donde se reúne el sanedrín del Comité Federal, la máxima autoridad socialista entre congresos.

La urna de cristal

Tras el infarto electoral del 20-N, precisa el PSOE de un desfibrilador y la oportunidad que tiene de aplicarlo es su 38º Congreso, convocado para febrero al objeto de elegir a una nueva dirección y trazar un nuevo rumbo. Si el tratamiento de emergencia funciona, recuperará el pulso; pero si no es así, entrará en encefalograma plano por un periodo impredecible. Conviene recordar que el instrumento salvador está metido en una urna y que, para poder hacer uso de él, es preciso extraerlo rompiendo el cristal que lo protege en un nicho, a imagen y semejanza de los extintores contra incendios.
Necesita el PSOE romper su urna de cristal para tomar conciencia de que se había convertido en un partido que antes del infarto electoral perdió su identidad y que ahora corre el riesgo de convertirse en un partido no necesario si no afronta de cara su triple crisis: político-ideológica, organizativa y de credibilidad.

La crisis de credibilidad está suficientemente descrita y la organizativa la resumió en Público (28/11/2011), con la mayor precisión descriptiva, Guillermo Fernández Vara, expresidente de la Junta de Extremadura: "Aunque somos un partido laico, hay algo en lo que nos parecemos a la Iglesia: se está quedando sin vocaciones, en los templos se ve poca gente de menos de 50 años. Bien, pues nuestros templos son las Casas del Pueblo". No es sólo cuestión de edad. No menos precisión descriptiva tienen las palabras de otro dirigente territorial: "Hay gente del PSOE en la universidad, pero no hay gente de la universidad en el PSOE". Huelga decir que esta tendencia sólo se frenará y se podrá invertir si se crea una nueva forma de militancia política, si se flexibilizan las formas de compromiso, si se abren las puertas y las ventanas, si nadie actúa como si fuera propietario del partido y menos que nadie, sus dirigentes.

Hay también un problema de fondo. Se refleja en una anécdota que resultaría increíble si quien la relata no tuviera una solvencia triple A, a prueba de agencias de calificación: hubo, en vísperas de las elecciones municipales y autonómicas de 2011, una federación del PSOE en la que se descartó la posibilidad de hacer una campaña explicativa del Acuerdo Social y Económico arrancado a sindicatos y empresarios por José Luis Rodríguez Zapatero, a quien los barones socialistas se lo habían exigido públicamente como maná electoral, por la escalofriante razón de que todos los medios se habían puesto a disposición de una campaña explicativa sobre... la Ley de Caza.

Por este camino, el riesgo de que el PSOE se convierta en un partido prescindible es algo más que una conjetura. Ya les ocurrió a los socialistas alemanes y a los franceses, y también a los socialistas valencianos y madrileños. Y en ningún sitio está escrito que el PSOE haya tocado suelo. Ni siquiera los siete millones de españoles que el 20-N se mantuvieron fieles a unas siglas, entregaron un cheque en blanco a sus dirigentes. Es más fácil caer desde el 28% al 20% que remontar hasta el 38%, y si no que se lo pregunten a los socialistas alemanes, la referencia histórica del PSOE.

Rajoy, el peor ejemplo

Una de las peores cosas que le ha podido pasar a la política en general y a la democracia representativa en particular es la mayoría absoluta obtenida por Mariano Rajoy, porque ha venido a demostrar que para llegar a ser presidente del Gobierno en un país como España basta con lograr un férreo control de la sala de máquinas de uno de los dos partidos mayoritarios y sentarse a esperar la caída del líder de turno del otro partido.

La prueba última del mal precedente que ha sentado es que, dos semanas después del infarto electoral, la dirigencia socialista fluctúa entre la esperanza de que el poder se les caiga encima dentro de cuatro años –el Gobierno en funciones prevé que el paro puede incrementarse en 600.000 personas más en el primer semestre del mandato de Rajoy– y el temor a protagonizar una salida en falso, una de esas situaciones que obligan a poner el reloj a cero y empezar de nuevo.
La realidad es tan terca como la verdad y ambas tienen la mala costumbre de volver a entrar por la ventana cada vez que se las arroja por la puerta.

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