La realidad y el deseo

La anorexia democrática

Isabelle Caro, la modelo francesa que fotografió Oliverio Toscani para representar la imagen descarnada de la anorexia, murió en diciembre del año pasado. Su cuerpo, seducido un día por la ilusión de la belleza y la espuma de las pasarelas, acabó contagiando un dolor esquelético, muy parecido al de las víctimas consumidas por el hambre en los campos de concentración nazis. El ideal de los cuerpos perfectos desembocó en una durísima estampa de la muerte.

La cultura suele convertir a las enfermedades en metáforas del estado de la sociedad. Las primeras contradicciones del sujeto moderno, obligado a interiorizar el fracaso de las promesas ilustradas, llenaron la literatura romántica de héroes afectados por la tuberculosis. Los cuerpos saludables habían sido la consigna de un tiempo orgulloso de sí mismo, dispuesto a hacerse cargo de la felicidad pública. Buena parte de la ideología médica que con tanto celo cuida hoy de los ciudadanos, a través del deporte y de los buenos hábitos, es heredera de la importancia que el contrato social ilustrado le dio a los cuerpos. De ahí que los cuerpos devorados sean también la metáfora de una modernidad que está agotando su propia razón de ser. Pero, más que la tuberculosis, es ya la anorexia la que reclama un poder metafórico. Si en nombre de su cuerpo, Isabelle Caro se convirtió en un cadáver viviente, en nombre de la democracia estamos llegando a unos límites de desnutrición ética y legal muy alarmantes.

La ejecución extrajudicial, o el asesinato selectivo, de Osama Bin Laden fijan el panorama de una democracia anoréxica. El presidente de EEUU, premio Nobel de la Paz, celebra como una hazaña nacional que una patrulla de élite ejecute a un hombre desarmado en un país extranjero. La CIA reconoce que las informaciones a través de las que se llegó al peligroso terrorista fueron conseguidas por tortura en el campo de concentración de Guantánamo. No sabemos si está diciendo la verdad o inventa una estrategia mediática para justificar en el siglo XXI la existencia de campos de concentración y la utilidad de la tortura. Miles de ciudadanos fanáticos salen con banderas a celebrar la muerte. Sus gritos, aunque parecen propios de otras geografías identificadas con el fundamentalismo, nos asaltan desde Nueva York, el corazón de la modernidad. Los líderes democráticos lanzan al mundo comunicados de felicitación y alegría. Algunos medios periodísticos, que por su historia deberían representar la defensa de la razón democrática, presentan la noticia como una victoria del mundo civilizado. Este es el panorama.

Hannah Arendt habló de la banalización del mal para explicar el proceso que podía conducir a justificar los crueles asesinatos del nazismo. Estamos viviendo hoy una verdadera banalización de la democracia. Una de las fotografías más significativas de este episodio es la que captura a Obama, Clinton, Gates y el equipo de Seguridad Nacional siguiendo el asesinato en un televisor de la Casa Blanca. Hemos convertido la realidad en un espectáculo mediático, un melodrama protagonizado por buenos y malos, en el que las pasiones sustituyen a la ley, degradando el valor de los procedimientos públicos. La lógica sentimental de los verdugos y las víctimas desemboca en la venganza, no en la justicia. Cada vez que un menor comete un asesinato, miles de voces piden endurecimiento de las penas, mano dura. Más que un análisis justo o un reconocimiento de las leyes elaboradas en frío para estudiar todos los matices de la realidad, se apuesta por la reacción inmediata de las audiencias.

La muerte de Bin Laden ha sido un episodio aprobado por las audiencias, no por la legalidad democrática (ni siquiera por las convenciones militares que defienden la vida de un prisionero en tiempos de guerra). Se trata del crimen que denunciaba Camus en El hombre rebelde, la lógica del fin justifica los medios, o más bien ahora, la lógica de los medios que justifican un fin inaceptable. La esquelética Isabelle Caro se miraba al espejo y se veía gorda. Ni siquiera con el propio cuerpo es fácil mantener en este tiempo una relación no mediatizada.
Cuando vivimos la ilusión de las revueltas democráticas de algunos países árabes, el mundo civilizado nos devuelve al crimen.

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