La realidad y el deseo

La cuestión catalana

La política española está bajo mínimos. Pese a la soflama autoritaria del ordeno y mando, las razones de Estado y la responsabilidad de Gobierno, las autoridades nacionales de los últimos años han ido a salto de mata. No es sólo que se vean acosadas por los escándalos de corrupción, es que se han acostumbrado a ir de chapuza en chapuza, de coyuntura en coyuntura, por lo que se refiere a la economía, los servicios públicos y la cuestión nacional.

El deterioro de la vida española afecta a asuntos tan decisivos como el mundo del trabajo y la organización territorial. En estos ámbitos, las chapuzas se convierten en algo peligroso cuando rozan el abismo. Pueden ponernos al límite del estallido social. Si la degradación económica resulta importante como factor de conflicto (sobre todo cuando supone el hundimiento de la vida cotidiana de una población cada vez más extensa), a veces los debates sentimentales provocan una agitación mayor y sirven para encender la mecha.

El caso de Cataluña es un síntoma. Hemos leído y vivido la noticia de que en muchos colegios catalanes se han detectado problemas de nutrición en niños que acuden a clase sin desayunar por la pobreza de sus familias. Hemos leído y asistido a numerosos casos que suponen el desmantelamiento de sus servicios públicos. Nos hemos escandalizado de la corrupción generalizada que afecta a sus élites políticas. Y, sin embargo, el debate sobre la cuestión social ha sido borrado de la escena por las discusiones sobre la identidad.
Como el resto del Estado español sufre los mismos problemas, no es difícil sospechar que el mismo fenómeno puede suceder en otras partes. En toda España hay una miseria cada vez mayor, el mundo laboral está agredido por la libre explotación, la corrupción afecta a la práctica política establecida y los servicios públicos se caen por los suelos. Querer estudiar una carrera universitaria en España o tener la mala suerte de enfermar es hoy una experiencia mucho más dura que hace cuatro años. Vamos de mal en peor, pero es muy posible que un debate sonoro sobre la independencia catalana borre la cuestión social por una larga temporada.

En situaciones de historia compleja, lo mejor es que todos seamos honrados con nosotros mismos y volvamos a nuestros principios. La tentación de la chapuza sólo sirve para acercarnos cada vez más al abismo, al estallido social. Y en asuntos sentimentales, con una economía degradada, conviene actuar de manera limpia para evitar males mayores. Sería, por ejemplo, una chapuza grande que Covergencia, el PSOE y el PP confundiesen la situación y pensasen que un cambio fiscal, beneficioso para Catalunya, bastaría para solucionar el problema. La sociedad catalana pide ya otro debate y el resto de la sociedad española encontraría motivos para ofenderse. Pasado mañana tendríamos otra hoguera con más leña.

Mi opinión y mis sentimientos sobre la cuestión catalana se basan en estas razones:

1.- La democracia. Los conflictos, en democracia, se solucionan en las urnas. Negarles a los catalanes su derecho a votar y decidir su futuro deja a cualquier alternativa sin legitimidad democrática. La convivencia no puede fundarse en la falta de respeto.

2.- El constitucionalismo. Si la Constitución española impide la consulta, hay que cambiar la Constitución. De poco sirve hoy el espíritu de Cánovas del Castillo que promovió la Constitución de 1876 en la idea de unas leyes inamovibles para definir la sociedad española de una vez para siempre. El constitucionalismo de hoy es muy diferente. La Constitución que no cambia con su sociedad, puede ser una coartada para imponer decisiones particulares, pero no sirve para solucionar de forma democrática conflictos de convivencia.

3.- El socialismo democrático. Estoy convencido de que un Estado Federal en el que Catalunya no se independice de España es el mejor marco para defender los intereses sociales de la mayoría. Catalunya le hace falta a España, y creo que España a Catalunya, en lucha social: la defensa de los espacios y servicios públicos, la dignidad laboral, la construcción de una democracia transparente y participativa, la regulación de la economía y el impulso de una Europa al servicio de los ciudadanos, no sometida a la especulación y a la banca. Este asunto me gustaría discutirlo de forma natural y en libertad, en un debate social abierto y sin imposiciones antidemocráticas.

4.- El siglo XXI. En la inercia globalizadora del mundo, no soy partidario del fragmentarismo, sino de la consolidación de Estados útiles e integradores, es decir, fuertes en la defensa de los derechos humanos y flexibles a la hora de reconocer las singularidades particulares.

La gestión de los conflictos suele convertirse en una parte fundamental del conflicto. El modo en el que la política española ha gestionado la cuestión catalana es tan desastroso, tan chapucero, como la forma en la que ha tratado la economía, el rescate de la banca, los derechos laborales y las relaciones internacionales. Estaría bien que por una vez no ganasen los mismos.

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