La realidad y el deseo

La memoria como ética colectiva

Es de agradecer que José Bono diga lo que piensa. La sinceridad ideológica supone una rara virtud en la vida política española, marcada por dos partidos mayoritarios que necesitan mentir y exagerar para mantener la táctica de los enfrentamientos crispados y la estrategia de las coincidencias profundas. Ese fue, en resumen, el pacto bipartidista de la Transición y el sentido de la Ley Electoral vigente.

Pero utilizar un discurso de Azaña para eludir la condena explícita a los golpistas de 1936 es un grave error histórico. Al suplicar paz, piedad y perdón, Azaña no sugería equidistancia entre los dos bandos a la hora de interpretar las responsabilidades de la Guerra Civil. Son numerosas las reflexiones del autor de La velada en Benicarló que no admiten duda al diferenciar entre una República democrática, basada en la legitimidad de las urnas, y un bando golpista, dispuesto desde el principio a imponer el terror como procedimiento oficial.

El escritor Francisco Ayala compuso en París, en el inicio de su exilio, un emocionante Diálogo de los muertos. El bando franquista había ejecutado a su padre y a uno de sus hermanos. Los muertos hablan bajo tierra, estremecidos por la catástrofe. Ayala llama a la conciencia individual para evitar el espíritu de venganza. En absoluto quiere obviar la condena a un golpe de Estado que siempre denunció como un acontecimiento injustificable y causa de la violencia posterior desatada en España. La filosofía que subyace en su diálogo, muy parecida a la de Azaña, es otra. Una vez producida la tragedia, con unos responsables claros, hay que buscar una solución colectiva.

Azaña y Ayala fueron testigos de la barbarie. Desde el punto de vista de la condición individual, no les resultó difícil admitir que en los dos bandos hubo víctimas y verdugos, personas decentes y canallas. El excelente libro de Paul Preston, El holocausto español (Debate, 2011), ofrece muchos testimonios en este sentido. Es significativa la evolución del padre Huidobro, golpista de primera hora, que se vio obligado por conciencia a protestar ante Franco de los horrores cometidos por su Ejército. El Vaticano abrió a su muerte un proceso de beatificación, que cerró de forma inmediata al descubrirse que lo había asesinado por la espalda una bala franquista interesada en cerrarle la boca. Si hablamos de individuos, hubo personas generosas y asesinos en los dos bandos.

Pero si hablamos de historia, la equidistancia es un sinsentido, como demuestra también el libro de Paul Preston y el trabajo de muchos historiadores que están analizando de forma minuciosa la Guerra Civil. El franquismo nació de un golpe de Estado que se preparó con un odio ideológico basado en mentiras, utilizó el terror durante la guerra e impuso la represión más cruel en la posguerra. La voluntad de no condenar el franquismo es un despropósito. Resultaría inconcebible que el presidente del Parlamento alemán intentase equilibrar las responsabilidades de los demócratas con el nazismo. Eso es lo que ha hecho Bono.
Como no ha brillado nunca por su cultura, sería irrelevante su despropósito, si no fuese por la significación política. Es grave confundir la defensa de las víctimas y el movimiento de memoria histórica con un deseo de no piedad, no paz y no perdón. Y resulta grave también que Bono prefiera en 2011 sostener las tesis oficiales de la Transición, en vez de condenar un golpe de Estado. Ya no estamos en 1975. Lo que hubo que callar entonces por miedo y correlación de fuerzas, hoy puede explicarse con naturalidad, respondiendo a los valores de la verdad, la justicia y la reparación como voluntad de un sentimiento democrático colectivo. Los historiadores franquistas que nos escandalizan todavía con sus diccionarios se aprovechan de otro tipo de historiadores, podemos calificarlos de palaciegos, que han creado falsas equidistancias para defender una Transición pura, no mediatizada por la extrema derecha, y un monarca limpio, heredero directo de Franco, pero muy demócrata.

A esos historiadores palaciegos se suma Bono. Cuando Rubalcaba está montando la táctica de la gran regeneración democrática y social, un compañero empuja de nuevo las siglas de su partido al corazón de las corrupciones del sistema.

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