La realidad y el deseo

La comedieta nacional

Confieso que estos días he sentido una incomodidad extraña con el plantón a Felipe VI de mis compañeros de Izquierda Unida en su viaje oficial a Bruselas. Tampoco entendí que debiéramos aprovechar el saludo monárquico de Pablo Iglesias para denunciar las tácticas y las ambigüedades ideológicas de un partido que juega por interés electoral a no ser de izquierdas ni de derechas.

Y confieso que me sentí extrañado de mis extrañezas. Soy republicano desde que tengo uso de razón. A lo largo de los años, ni siquiera cuando se montó la gran patraña de un Juan Carlos I salvador de la democracia ante el golpe de Estado de Tejero, he sentido la más mínima tentación de cambiar. Hay sentimientos y razones que me lo impiden.

Los sentimientos tienen que ver con mi admiración por figuras como Antonio Machado, Juan Negrín o Clara Campoamor, unidas de forma íntima a la Segunda República. Mis razones no sólo afectan a la forma del Estado o a la idea de que una democracia tiene mucho de farsa cuando se niega a los ciudadanos la posibilidad de votar a su máximo representante. Hay otros motivos de calado histórico que afectan a la Transición.

La llegada al trono de Juan Carlos I es el símbolo de un proceso por el que las élites económicas del franquismo consiguieron perpetuarse en la democracia. Más que la democracia social y transformadora por la que habían luchado los movimientos clandestinos, la corona de Juan Carlos supuso una apuesta del capitalismo español que necesitaba romper la autarquía para ampliar sus negocios en conexión con Europa. Se consiguieron libertades y algunos amparos públicos, pero siempre bajo el control de unas élites que no han dudado en recuperar con mano dura sus privilegios económicos cuando la situación se lo ha permitido.

¿Por qué entonces la incomodidad sentida cuando mis europarlamentarios decidieron plantar a Felipe VI en su visita como Jefe de Estado a Bruselas? Creo que la única respuesta sincera es que me duele España, me duele que el país de Machado, Negrín y Campoamor se haya convertido después de tanta historia en una comedieta de mucha carcajada y poco sentido del humor. Siento vergüenza del ridículo que hacemos una y otra vez. Parece que estamos condenados a no ser un país normal. Yo sueño con cambiar la Constitución y definir a España como una República Federal. Pero no quiero plantones, ni mala educación, ni golpes de efecto populista y televisivo.

Quizás esta debilidad sentimental mía se deba al descarado tono de disparate que ha fijado el PP como norma en la convivencia española. Y es que el listón está muy, muy alto. Pongo dos ejemplos.

La señora Esperanza Aguirre comete una infracción y la policía municipal de Madrid le da el alto. La señora Esperanza Aguirre emprende la fuga, se lleva por delante a un agente municipal y a su moto. Después un juez madrileño no ve delito en darse a la fuga y arrollar a un agente municipal. El PP no encuentra mejor candidata para la alcaldía de Madrid que a la señora Esperanza Aguirre.

Otro asunto de comedieta nacional. Al señor Rajoy no le ha bastado en su historia política con el intento de manipular de forma descarada –y por motivos electoralistas- la autoría del atentado terrorista del 11 de marzo de 2004 que costó la vida a numerosos madrileños. Al señor Rajoy no le ha bastado con mantenerse al frente del Gobierno de España después de hacerse público que sus tesoreros habían establecido en el PP una trama de comisiones ilegales, contabilidad B, cuentas en Suiza y sobresueldos. El señor Rajoy, de profesión Registrador, decide ahora poner la guinda a su legislatura privatizando el Registro Civil y poniendo una parte de la gestión pública de la administración de Justicia en manos de los registradores.

La operación hará que muchos servicios hasta ahora gratuitos pasen a castigar el bolsillo de los ciudadanos. Los servicios, además se alejarán, y es muy posible que un paisano de Villalba, si las enmiendas no lo remedian, tenga que venir al Registro Mercantil de Madrid a pedir una partida de nacimiento. Y si se muere un familiar fuera de horario laboral, igual hay que esperar todo un fin de semana para conseguir el certificado de defunción y proceder al entierro. Todo es posible en la comedieta nacional.

Algunos malpensados recuerdan que la familia Rajoy lleva la vocación registradora en las venas. Don Mariano tiene, además de su título particular, un hermano y una hermana registradores. Hemos tenido suerte de que el impudor mate tres pájaros de un tiro. Imaginemos que el hermano de Rajoy hubiese sido farmacéutico: igual hubiésemos decidido con nuestro afán modernizador que las farmacias son lugares adecuados no sólo para vender medicamentos, sino para llevar los registros. No faltan razones. Hubiésemos ahorrado en infraestructura, hubiésemos podido despedir a muchos funcionarios de justicia y hubiésemos ampliado la oferta de atención al público para una urgencia, ya que suele haber farmacias de guardia las 24 horas del día. En fin...

Me duele España. Este circo nacional provoca mi debilidad de sentimientos. Siento vergüenza de no vivir en un país normal, un país que monta números sin mucho sentido en las instituciones europeas. Por si me faltaba algo, llega Pablo Iglesias y decide justificar su apretón de manos, regalándole al rey Juego de Tronos. ¿Por qué? El valor simbólico de tal acto está vacío y carece de sentido real. Da que hablar, eso sí, divierte. Un país sin inteligencia es un país de listillos. Forma parte del entretenimiento, el adorno, un malabarismo en la pista de circo.

En un poema dedicado a la muerte de Federico García Lorca, republicano insigne, el poeta Luis Cernuda, otro republicano insigne, escribió este endecasílabo: "Ahora la estupidez sucede al crimen". Yo tengo miedo de que vayamos por ahí y todas nuestras ilusiones de transformación y regeneración desemboquen en una comedieta nacional.

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