La realidad y el deseo

Era un poeta

"Déjate llevar por el niño que fuiste". Es una cita del Libro de los consejos, que José Saramago colocó al inicio de Las pequeñas memorias. Quizá sea la obra que mejor nos lleve al corazón del escritor portugués. El mundo rural que conoció con el abuelo Jerónimo y la abuela Josefa sedimenta su conciencia. Sin saber leer y escribir, un campesino puede llegar a ser el hombre más culto del mundo, si entendemos por cultura la capacidad de relacionarse dignamente con la vida, el amor, el dolor y la justicia.

Las prisas de la historia aceleran los pasos de la actualidad para fragmentar las experiencias. José Saramago era un hombre con pasado, algo muy distinto a un escritor de palabra vieja. Había conocido la pobreza, los rincones marginales de la historia, el sentido de la lucha. En una sociedad dispuesta a sentirse prepotente en sus nuevas riquezas, quiso guardar memoria del pasado.

El bien y el mal

Aunque la Comunidad Económica Europea arrancase los olivos de su infancia, llenos de misterios y lagartos, para sembrar campos uniformes de girasoles, José Saramago se empeñó en mantener su sabiduría campesina, las raíces profundas del conocimiento humano. En una época dispuesta a banalizarlo todo, siguió hablando con la seriedad del que necesita distinguir el mal y el bien, como se distingue un cielo de lluvia y un día nublado como anticipo del sol.

Su conciencia estuvo alerta hasta el final, una conciencia política de comunista implicado en los movimientos cívicos, en las causas de los pueblos oprimidos y en los códigos de la explotación económica. Fernando de los Ríos, en una situación de mucho crispamiento político, llegó a afirmar que la educación era un valor revolucionario en España. Ante un mundo en descomposición, José Saramago pensaba que no había nada más revolucionario que la defensa de los derechos humanos. Y a eso se dedicó, con tozudez de hombre de otro tiempo en medio de la frivolidad, entre admiraciones y críticas. Hay mucha gente interesada en desacreditar a los escritores que mantienen su mirada política, como si la conciencia hubiese que dejarla enterrada en un tiempo remoto y lo moderno fuese vivir en la prisa líquida de la nada. Contra esa gente se levantaba cada mañana el autor de La balsa de piedra.

Un pasado ibérico de miseria

La naturalidad con la que Saramago vivió en nuestro país se debe a su amor por Pilar del Río, pero también a las historias paralelas de España y Portugal. Eran países que intentaban olvidar un pasado de miseria que les mordía los talones. Saramago se sentía asombrado ante los absurdos de las costumbres llamadas modernas. Por eso utilizaba el absurdo en la literatura, para romper las inercias e invitarnos a mirar la realidad. Un imprevisto literario, un despropósito religioso, una pasmosa locura histórica, desembocaban en novelas como El año de la muerte de Ricardo Reis, Memorial del convento, El evangelio según Jesucristo o Ensayo sobre la ceguera.
La narración se convertía en un meditado acercamiento a la vida, un viaje de ida y vuelta para desenmascarar los mecanismos del poder. Nuestra renuncia ética suele hacerse cómplice de las calculadas y efectivas ambiciones de los demonios. Las rutinas injustas y los valores establecidos tienen un origen concreto, pero cuentan con nuestra difusa y cotidiana aceptación.

Porque las ilusiones colectivas son una tarea solitaria. De pronto podemos quedarnos ciegos, perder la perspectiva de la realidad. Y esa ceguera se vive de diferentes modos. Tal vez el miedo sea una invitación a la insolidaridad, a la competencia carnívora por la supervivencia individual, o tal vez se convierta en un esfuerzo por recuperar la dignidad perdida. De pronto podemos recobrar la lucidez, y cansarnos de nuestra complicidad, y decidir que nadie debe obrar y pensar por nosotros. Entonces el compromiso ético es una presencia real, porque ya no supone un diálogo con el futuro, sino una apuesta situada en la palabra hoy.

Un escritor como Saramago necesitaba abrir la ventana de su casa para saber todos los días las intenciones del tiempo, el color de las nubes y el olor de la tierra. Tan importante es abrir las ventanas como cerrar la puerta para quedarnos a solas con nuestra conciencia. En uno de sus poemas escribió: "Cerremos la puerta. / Lentas, despacio, que nuestras ropas caigan / Como de sí mismos se desnudarían los dioses. / Y nosotros lo somos, aunque humanos". No hay que sentirse sobrenaturales para ser dueños de nuestros desnudos y nuestros actos. Los cambios históricos empiezan por un personaje normal que sabe decir sí y sabe decir no. Tal vez un personaje de otro tiempo, como el comisario de Ensayo sobre la lucidez.

Al final de tanto absurdo estaba la conciencia, la solitaria conciencia de alguien que se limitaba con naturalidad a cumplir con su deber y distinguir el sol y la lluvia, el olivo y el girasol, la decencia o la degradación, la compasión o la crueldad. Era un poeta.

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