La realidad y el deseo

La Transición, sí. La Transición, no.

Una de las condiciones fundamentales del ejercicio crítico es el deseo de exactitud. Supone un error grave considerar que una opinión es más crítica cuando parece más rabiosa. La exageración no significa un ahondamiento, sino una forma de descomposición. Las inexactitudes implican con frecuencia una simple renuncia a la voluntad de conocimiento que caracteriza la meditación crítica.

La exactitud cobra más valor cuando los asuntos pueden tener repercusiones inmediatas en el presente. Es el caso, por ejemplo, del debate que hemos abierto en los últimos años sobre la Transición española. Buena parte de las reflexiones económicas, sociales, políticas y mediáticas que necesitamos hacer están relacionadas con nuestro diagnóstico sobre la Transición.

Yo mantengo una actitud crítica ante aquel proceso político. Buena parte de la gravedad de la crisis económica que vivimos en España, que el Gobierno ha pretendido resolver con el empobrecimiento generalizado de los ciudadanos, se debe a que la Transición sirvió para mantener la oligarquía financiera y empresarial del franquismo. Como he escrito ya en este periódico, el conflicto real no se produjo entre fascistas y demócratas (aunque la extrema derecha armó mucho ruido), sino entre dos formas distintas de entender la democracia. Por una parte, la oligarquía financiera vio en el proceso la oportunidad de ampliar su campo de negocio junto al capitalismo europeo. Como la permanencia del Régimen no resultaba útil para este fin, apoyó la puesta en marcha de una democracia neoliberal. Por otra parte, el movimiento obrero y la cultura antifranquista aspiraron a consolidar una democracia que transformara la realidad, uniendo las libertades a los derechos sociales.

La correlación de fuerzas de aquel momento hizo que venciera la oligarquía económica. El discurso oficial impuesto desde entonces (la equidistancia entre republicanos y golpistas, la reconciliación, el pacto, el olvido, la renuncia) sirvió para lavarle la cara a los protagonistas de una de las dictaduras más crueles del siglo XX y para legitimar a sus herederos. Hoy pagamos las consecuencias. Los oligarcas de siempre se han aprovechado de una construcción europea irresponsable y de esta crisis financiera. Desmantelan el modesto estado social conseguido y recuperan su prepotencia. Nuestra democracia sin memoria no puede defenderse y se enfanga en el descrédito de la corrupción, el clientelismo y la farsa política.

Dicho esto, sería conveniente que la exactitud de la crítica evitara una descalificación absoluta y nos ayudara a no olvidar algo también importante: los logros del movimiento obrero en su lucha por las libertades. Exagerar el rechazo rotundo de la Transición puede hacernos olvidar que en la Constitución de 1978 se firmaron conquistas propias de una democracia social. El ataque agresivo de la oligarquía actual al Estado se debe, entre otros motivos, a que en los años 70 fue obligada a renunciar a parte de su prepotencia autoritaria. La exactitud de la crítica es necesaria porque no basta con negar. También es decisivo tener claro lo que se consiguió y lo que merece la pena ser conservado. Los años de clandestinidad, cárcel, ejecuciones y sacrificios dieron una parte del fruto perseguido.

Me parece inadmisible, además, hacer análisis basados en conceptos morales como el de traición. Es un modo de no entender las razones de la historia. Mis críticas a la Transición se suavizan mucho con el recuerdo y la amistad de heroicos militantes antifranquistas. Tienen derecho a pensar que su lucha sirvió para algo. La lucha y el heroísmo vividos con posterioridad a la guerra civil son una parte decisiva de la memoria histórica.

Recuerdo ahora a tres hombres del Partido Comunista de Granada: Paco Portillo, Pepe Cid y Emilio Cervilla. En los años más duros, estos tres camaradas sufrieron persecución, detenciones y palizas en nombre de sus ideas con una dignidad ejemplar. Después llegó la Transición. Paco acabó con los carrillistas en el PSOE. Pepe, dirigente de CC.OO en Granada, permaneció en el PCE. Y Emilio se pasó con Ignacio Gallego al prosoviético Partido Comunista de los Pueblos de España. Nadie que conozca la historia de estos tres hombres puede asumir con tranquilidad una interpretación que no respete la honradez de sus decisiones. No confundamos la situación objetiva y el error con la traición, porque entonces seremos incapaces de comprender lo sucedido.

Si se trata de iluminar aquello que necesitamos desmentir y aquello que debemos defender y conservar, será bueno no olvidar que la voluntad de exactitud es una condición fundamental de la conciencia crítica. El más rabioso no es el más crítico. La advertencia vale también para el presente.

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