El ojo y la lupa

La herida en Francia de la guerra de Argelia

Cuando nació Laurent Mauvignier, en 1967, hacía cinco años que Argelia era independiente. La herida aún supuraba. Se ha ido cerrando desde entonces, pero no lo suficiente. Se diría que su podredumbre late aún en el racismo y la discriminación larvados hacia los magrebíes en la Francia multicultural, en la frustración que estalla en violencia en las ‘banlieues’, en el rencor residual de muchos ‘pieds noirs’ supervivientes que, traicionados por De Gaulle, pasaron del todo a la nada cuando se vieron forzados a emigrar de urgencia hacia la metrópoli, dejando atrás el mito que llegó a parecerles real de la Argelia francesa.

Argelinos y franceses, lo quieran o no, tienen mucho en común, más por ejemplo que marroquíes y españoles. Comparten la herencia de una guerra no declarada, atroz, sin reglas, en la que colonizadores y colonizados rivalizaron en salvajismo, en la que no faltaron los argelinos atrapados en el bando equivocado, en la que los franceses se dividieron en dos bandos y en la que De Gaulle terminó cambiando de posición, cediendo ante lo inevitable en plena década descolonizadora en toda Africa, para rabia de muchos y alivio de la mayoría.

La guerra de Argelia dejó su marca en el código genético de la Francia moderna, de la misma manera que la ocupación alemana durante la II Guerra Mundial y el estigma de una vergonzosa cooperación con el enemigo más significativa incluso que la mitificada lucha de la resistencia antinazi. Una prueba es esta novela de Mauvignier, ‘Hombres’ (Anagrama), en la que se refleja cómo 40 o 50 años apenas bastan para que muchos de quien sufrieron aquella pesadilla puedan superarla y construirse una nueva vida ‘normal’.

Los protagonistas son dos primos, Rabut y Bernard, atrapados como soldados de reemplazo en un conflicto que ni siquiera aspiraban a comprendían, forzados a ser cómplices de horrores que nunca podrían perdonarse y a contemplar otros imposibles de olvidar. Como el martirio de un adolescente argelino, supuesto guerrillero, torturado hasta el borde de la muerte, que le llega por fin al ser lanzado desde un helicóptero con los pies enterrados en cemento fraguado. O como la tortura inhumana (¿) a un médico militar francés al que los insurgentes dejan prendido un mensaje estremecedor en su sencillez: "Soldados, vuestras familias piensan en vosotros, volved a casa".

Rabut, mal que bien, supera en parte ese pasado. Bernard, por el contrario, queda prisionero de él, se convierte en un ser asocial, primario, de reacciones imprevisibles, violento a veces. Y Mauvignier lo retrata con una crudeza sin concesiones, que recuerda a veces al mejor Coetzee.

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