El ojo y la lupa

Cromwell roba el protagonismo a Enrique VIII

Thomas Cromwell (1485-1540), secretario y virtual primer ministro de Enrique VIII, le ayudó a deshacerse, en sentido figurado, de su primera esposa (Catalina de Aragón) y, en sentido literal, de la segunda (Ana Bolena), decapitada en 1536 en la Torre de Londres por el mandoble certero de la afilada espada de un habilidoso verdugo francés. Él mismo no tuvo la misma fortuna cuando su cabeza, como consecuencia de sus errores en la elección de la cuarta esposa del rey (Ana de Cleves, que sucedió a la fallecida Jane Seymour), fue separada del resto de su cuerpo por un ejecutor chapucero que sólo pudo completar a la de tres su macabro trabajo.

La historia, y sobre todo el cine histórico, no han sido clementes con Cromwell, representado de forma simplista, como un individuo rastrero,  intrigante, corrupto y cruel al servicio de un monarca caprichoso e inconstante. La escritora británica Hilary Mantel considera, sin embargo, que "el señor secretario sigue lustroso, gordo y densamente inasequible, como una ciruela selecta en una tarta de Navidad". Y aclara en una nota al final de Una reina en el estrado, que ahora publica Destino en castellano: "Tengo la esperanza de proseguir en mis esfuerzos para desenterrarlo".

Mantel ha ganado dos veces el Man Booker, el premio literario más importante del Reino Unido, la primera de ellas imponiéndose a J. M, Coetzee. Y en ambos casos con la misma novela, o para ser exacto, con las dos primeras partes de una trilogía cuya última parte ya prepara. Esta es su receta: una prosa impecable, una investigación exhaustiva, una recreación de época precisa, una interiorización asombrosa y creíble de la corte de Enrique VIII, una arquitectura argumental sólida, una reflexión viva y profunda de la esencia del poder, y un protagonista fascinante sobre el que persisten tantas dudas como certezas. En suma, ha dado un empujón de gigante a la novela histórica, género hoy muy en boga, pero que con frecuencia cae en la vulgaridad y la mediocridad.

El gran mérito de Mantel es convertir a Enrique VIII en un secundario de Cromwell, que le roba el papel protagonista y que es presentado en Una reina en el estrado como una fusión de defectos y virtudes en la que destaca su talla de hombre de Estado al servicio de sus intereses personales, pero también de la modernización de Inglaterra. Eso sí, con métodos ajustados a su tiempo, adulando al rey, halagando u hostigando, según convenga, consciente de que toda su carrera ha sido "una educación en la hipocresía".

Además del rey, por el que Mantel muestra un desapego que roza el desprecio, Ana Bolena y su parentela, los Seymour —que llenaron con Jane el lecho vacío de Enrique—, la apartada y siempre digna Catalina de Aragón, su hija María, o los altos dignatarios de la corte tienen en Una reina en el estrado una entidad menor que Catalina o Tomas Moro en En la corte del lobo, la primera parte de la trilogía.

Su ascenso al poder de este abogado de baja extracción cuyo padre herrero le molía a palos cuando era niño, ya resultó increíble en una época en la que la aristocracia casi monopolizaba los altos cargos del Gobierno y de la Corte. Ese pecado original le convirtió siempre en un intruso en la corte y le ganó una legión de enemigos, incluso entre aquellos a quienes favoreció. Fue como si estuviera condenado de antemano, como si los buitres esperasen ávidos a que cometiera el primer error para echársele encima y sacarle los ojos a picotazos.

Era una época cruel, en la que la pena por alta traición, o lo que a Enrique VIII le interesaba que lo fuese, era ésta: "Para un hombre, ser colgado, descuartizado vivo y eviscerado; o para una mujer, ser quemada". Excepto que el rey se  mostrase clemente y permitiese la decapitación, como en los casos de Moro, Ana Bolena y el propio Cromwell. No obstante, Cromwell hace gala de no utilizar la tortura para arrancar las confesiones de los acusados de adulterio y traición junto a la reina. Le basta su prodigiosa memoria, su pericia de lettrado y sus dotes de psicólogo capaz siempre de encontrar el punto flaco de cada cual, aliado o adversario. Aunque a veces pincha en hueso, como cuando el hermano de Ana, George, acusado de ser su amante, le recuerda las víctimas del rey: varios consejeros de su padre, el duque de Buckingham, Wolsey, Moro... "Ahora", añade, "piensa matar a su esposa, y a la familia de ella (...) ¿Qué os hace pensar que en vuestro caso será diferente". No lo fue. Los detalles habrá que verlos en la última parte de la trilogía y probable tercer premio Man Booker para Mantel.

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