El ojo y la lupa

La verdad sobre ‘La verdad sobre el caso Harry Quebert’

portada_quebertSe diría que hay una conspiración para conseguir que La verdad sobre el caso Harry Quebert (Alfaguara), del suizo nacido en 1985 Joël Dicker, se convierta en un éxito internacional. Nada que objetar, siempre que el proceso se mantenga dentro de los límites de la industria editorial y no del debate sobre la buena o mala literatura. Porque ni las descabelladas comparaciones con Philip Roth o Vladímir Nabokov, ni ser finalista del premio Goncourt y ganar el de los Escolares, ni los galardones a la mejor novela de la Academia Francesa y la revista Lire, ni el aluvión de críticas favorables (aunque no unánimes) bastarán para que deje huella.

Se entiende muy bien, eso sí, que editores de todo el mundo captasen el potencial comercial de la obra y pujasen en la Feria del Libro de Francfort para hacerse con los derechos de publicación. Huele a negocio este novelón de 660 páginas cuyo parentesco más evidente no está en la letra impresa sino en Twin Peaks, mítica serie de televisión con sello de David Lynch. La analogía es tan notoria que se podría trasponer la frase clave de aquella, ¿Quién mató a Laura Palmer?,  por ¿Quién mató a Nola Kellergan?

La verdad sobre el caso Harry Quebert se centra en la desaparición en 1975, en la pequeña localidad de Aurora (New Hampshire), de una joven de 15 años, en el descubrimiento de su cadáver en 2008 y en la investigación paralela del asesinato que un joven escritor, Marcus Goldman, efectúa para librar de la cárcel o la ejecución a su amigo y mentor, la gloria literaria Harry Quebert, principal sospechoso del crimen. Aparte del detalle de que la pena capital no se aplica desde 1976 en ese Estado de Nueva Inglaterra, y de detalles difíciles de creer como que el policía que lleva la investigación permita que Goldman sea su sombra y comparta con él sus hallazgos, Dicker demuestra que sabe introducir con  habilidad elementos del tipo nada es lo que parece o nadie es inocente hasta que no se demuestre lo contrario. Pero al final, cuando todas las piezas tienen que encajar, contrae una especie de baile de San Vito que le hace cambiar el filo de la sospecha de uno a otro personaje casi en cada capítulo. Es como una ruleta: tan posible es que la bolita se pare en el 15 como en el 24.

Con todo, lo peor del libro es la sucesión de tópicos sobre el noble arte de la escritura. Quebert alecciona a Goldman con 31 consejos o sentencias, tantas como capítulos tiene el libro, presentados en orden descendente, no se sabe bien por qué. Permean toda la novela hasta resultar cargantes, sobre todo porque el autor tenía tan solo 26 años cuando las escribió. Algunos ejemplos: "El primer capítulo es esencial. Si no gusta, no leerán el resto del  libro"; "el capítulo 2 debería ser un derechazo a la mandíbula de los lectores"; "hay que tener al lector en vilo hasta el último momento"; "las crisis de la página en blanco son tan estúpidas como los gatillazos"; "un nuevo libro es un momento de gran altruismo, ofrece a quien quiera descubrirla una parte de uno mismo";  "los escritores pueden conocer el doble de dolor que los seres normales, las penas de amor y las penas de libro"; "un buen libro es un libro que uno se arrepiente de terminar". Y este impagable diálogo (capítulo 16):

- ¿Cuánto tiempo se necesita para escribir un libro?

- Depende.

- ¿Depende de qué?

- De todo.

Aunque Dicker diga que no lo ha leído, se aprecia la influencia del Larsson de la trilogía Millenium  y de factorías de best sellers como Robin Cook y Stephen King, pero con peor arquitectura y menor trabajo de documentación. Y sorprende –excepto que pensase de entrada en el mercado de EE UU- que eligiese Nueva Inglaterra como escenario, aunque pasara allí de niño algunos veranos. Ni siquiera aporta nada sobre la realidad de esa región. Y ha desaprovechado las facilidades que otorga la novela negra para retratar los aspectos más polémicos de una determinada sociedad, la suiza sin ir más lejos, que los tiene, y no escasos. Eso le aleja de Larsson, Mankell y otros escritores de novela negra escandinava, que han contribuido a desmontar muchos mitos sobre la Arcadia nórdica feliz, igualitaria y tolerante.

Resulta curioso, por otra parte, que llegue un momento en que Dicker se dedica a no dejar títere con cabeza. Arremeta así contra la industria del libro a través del personaje prototípico del editor de Goldman, Roy Barnaski, un forajido capaz de las triquiñuelas más mezquinas para hacer negocio, en una industria convertida en locura capitalista, y que cree que la que la única estrategia viable para el éxito es matar o morir. También se despacha a gusto con los abogados. El que defiende a Quebert, Benjamín Roth, un convencido de que "el amor es un truco que se inventaron los hombres para no tener que lavar la ropa", se ufana de que, cada vez que sale en las noticias (gracias a la notoriedad del caso), se diga lo que se diga de él, añade 10 dólares a su tarifa horaria. Y, por fin, despelleja a la prensa. Tras reproducir supuestos extractos de noticias aparecidas en The New York Times, The Washington Post y The Boston Globe, el protagonista les descalifica y asegura que desvirtúan sus palabras al sacarlas de contexto, desmontan su trabajo, saquean sus ideas y violan su pensamiento.

+ Entrevista con Joël Dicker: "Se me compara con escritores que no he leído"

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