El ojo y la lupa

Afganistán, bajo la doble mirada de Khaled Hosseini

En Y las montañas hablaron (Salamandra), tercera novela de Khaled Hosseini, se presenta una imagen híbrida de Afganistán que supone una réplica de la de su autor, que ha vivido en Occidente desde los cinco años y que actualmente es ciudadano norteamericano. Con todo, ha sido su país de origen el que ha marcado su vida y, de manera muy especial, su carrera como escritor, que tuvo un espectacular arranque en 2003 con Cometas en el cielo, de la que se han vendido decenas de millones de ejemplares en todo el mundo y ha sido llevada al cine. Su segunda novela, Mil soles espléndidos, y esta tercera que ahora se edita en español han consolidado uno de los fenómenos editoriales más destacados del siglo XXI.

Es de agradecer que Hosseini haya alcanzado el éxito sin recurrir al arsenal de artificios y trucos baratos característicos de best sellers como El código Da Vinci. También merece que se le reconozca el mérito de compatibilizar su recurso al ternurismo, de gran eficacia comercial, con la vocación casi misionera por demostrar que su país de origen es mucho más que un eterno y encarnizado campo de batalla. Que su compromiso va más allá de la literatura se demuestra por su nombramiento en 2006 como embajador de buena voluntad del Alto Comisionado de la ONU para los Refugiados y que, tras su retorno temporal a Afganistán, crease una fundación para prestarles ayuda humanitaria.

Y las montañas hablaron refleja aún más que sus dos anteriores novelas esa mirada occidental que diera nombre a una de las mejores obras de Joseph Conrad, pero también recoge la mirada del afgano que aunque quisiera no podría dejar de ser, porque lo lleva en los genes. La peripecia vital de los personajes se desarrolla casi siempre a dos niveles, uno en Afganistán y otro muy lejos de él, en Francia, en Grecia o en Estados Unidos. Porque como el propio Hosseini, y por motivos no siempre relacionados con la guerra, los afganos del libro abandonan su país y, una vez separados de él, las circunstancias o el anhelo de una vida más próspera y libre les dificulta un retorno que, cuando se produce, siempre es breve, para resolver un problema económico, llenar un hueco de la memoria, completar la historia personal, escarbar en las raíces y espantarse por lo que se ve y regocijarse en secreto por tener a donde huir. De manera significativa, el compromiso más firme con el país no procede de un afgano, sino de un extranjero, un cirujano plástico griego que, sin billete de vuelta, se dedica con abnegación a reparar los cuerpos desgarrados de las víctimas de la guerra.

Esta doble mirada da forma a Y las montañas hablaron, pero constituye tan solo uno de sus niveles de lectura. Más relevante aún es el de las relaciones familiares, entre padres e hijos pero, sobre todo, entre hermanos, rotas a veces de forma brusca pero que sobreviven en la memoria, sepultadas por el peso de los años y la distancia, pero exigiendo siempre una reparación, un reencuentro. Es aquí donde Hosseini demuestra con mayor eficacia su talento como narrador, su capacidad de conmover al lector, de rendir homenaje a la tradición literaria de su tierra de origen, a los relatos fantásticos que engarzan con tradiciones ancestrales. Es un escritor muy dotado para el trazo de los personajes, para hacer entender sus motivaciones —incluso las menos nobles— y para describir los motivos de su desarraigo.

Puede que haya quien reproche a Hosseini que se aprovecha de la tragedia que azota su país para hacerse rico y famoso. No comparto ese criterio, pero hay un episodio en Y las montañas hablaron que demuestra que, cuando menos, le preocupa la moralidad de lo que podría llamarse turismo humanitario. Es la historia de dos hermanos, Idriss y Timur, que viven en Estados Unidos y que regresan a Afganistán para reclamar la mansión familiar, cuya propiedad ha pasado de mano en mano por los azares de la guerra.

Timur se hace llamar Tim, aunque recupera su nombre apenas aterriza su avión en Kabul. Es extrovertido, juerguista, mujeriego, popular, con éxito en los negocios, y se ha convertido, por cálculo, en un benefactor que saca provecho publicitario de cada una de sus obras de caridad. Idriss, más retraído, trabaja como médico, parece tener el alma más sensible y odia la actitud hipócrita de su hermano.

En Afganistán, los dos hermanos visitan en un hospital a una niña, Roshi, que ha sufrido terribles heridas por un acto feroz de violencia doméstica. Idriss la visita con frecuencia, la reconforta, le hace regalos, establece con ella una relación casi de padre a hija que convierte la separación en un drama para la chiquilla, pero teñido de esperanza. Idriss regresa a EE UU, pero deja atrás la promesa de que Roshi será sometida a cirugía reparadora, incluso pagándolo de su bolsillo. Pero la lejanía, y la inmersión en la vida real, hacen que ese impulso altruista se difumine, tras unos vagos intentos de hacer honor a su palabra. Entre tanto, Timur, a quien en teoría no importaba la niña, convierte la solución a su tragedia en una espectacular operación publicitaria que le encumbra como un héroe.

Al final del capítulo, Idriss acude en EE UU a la firma por Roshi de ejemplares del libro que relata cómo la salvó Timur de la deformidad y la miseria. Baja la mirada con la esperanza de no ser reconocido y, ya fuera de la librería, lee la dedicatoria: "No te preocupes. Tú no apareces". Timur queda como un calculador que saca provecho incluso de sus buenas obras. Idriss queda dibujado como alguien con mala conciencia y sin fuerza de voluntad para concretar sus mejores impulsos. Al lector le queda la sensación de que tanto uno como otro habrían hecho mejor si no hubiesen vuelto jamás a Afganistán, pero seguro que Roshi no opina lo mismo.

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