El ojo y la lupa

Réquiem en cómic de Igort a Anna Politkovskaya, enemiga de Putin

Que un maestro del cómic como el italiano de origen ruso Igort utilice casi exclusivamente los tonos pálidos y el blanco y negro, en lugar de aprovechar toda la riqueza cromática del arco iris, se explica porque lo que pretende es reflejar los aspectos más siniestros de una realidad que aborrece: la de una Rusia que, bajo la férula de Vladímir Putin, se ha convertido en una democradura, en la que la discrepancia y la defensa de los derechos humanos son con frecuencia deportes de riesgo.

Como ya hiciera en 2011 con sus Cuadernos ucranianos (Sins Entido), Igort recrea ahora en sus Cuadernos rusos (Salamandra) algunos de los aspectos más siniestros de un poder que conserva algunas de las peores rémoras soviéticas mientras, de forma paralela, destruye los últimos vestigios de lo que tenía de positivo el sistema que se hundió tras caer el Muro de Berlín y romperse en pedazos la URSS.

Estos Cuadernos rusos no son un cómic al uso. Ni por su tamaño (176 páginas), más propio de un libro, ni por su ambición artística (estremecedora en su aparente simplicidad), ni por la personalidad de su autor (periodista, ensayista, conferenciante, cantante, compositor) ni, sobre todo, por su gestación, fruto de numerosas entrevistas, una cuidadosa investigación e intensas vivencias personales en Rusia.

La obra es, ante todo, una denuncia y un homenaje.

Igort denuncia la injustificable guerra de Chechenia, la segunda, la que, a partir de septiembre de 1999, propulsó a Putin hacia el poder, aplastó el ansia independentista de la república caucásica (que desde el siglo XIX luchó contra la dominación rusa) y propició toda suerte de atrocidades, que se cebaron sobre todo en víctimas inocentes, en su obsesión por "perseguir a los terroristas hasta el retrete".

Mal, muy mal, está que Israel bombardee y arrase Gaza, pero al menos puede alegar con su habitual cinismo el supuesto (aunque más que discutible) derecho de autodefensa frente a los palestinos, la encarnación del enemigo. Pero Putin, al ordenar reducir Chechenia a escombros, al tolerar secuestros, internamientos ilegales, torturas y asesinatos que no distinguían entre combatientes y civiles inocentes, ni siquiera podía alegar que luchaba contra un "enemigo exterior". Porque los chechenos, según proclama él mismo, son rusos a todos los efectos. Y, a la vista de la reciente anexión de Crimea, justificada por un "ejercicio libre de autodeterminación", lo menos que cabe preguntarse es por qué a los habitantes de esa península se les reconoce ese derecho, y no a los de la república caucásica, que no comparten con Rusia ni etnia ni religión, sino solo una historia atormentada de sometimiento forzado y rebeliones recurrentes.

El homenaje, el corazón de Cuadernos rusos, lo rinde Igort a una mujer singular, la periodista Anna Politkovskaya, que convirtió el ejercicio libre e independiente de su profesión en una molestia constante para el Kremlin que, primero irritó, y luego enfureció a un Putin nada acostumbrado a estos desafíos. En sus frecuentes viajes a Chechenia, documentó con un impresionante trabajo de campo el lado oscuro de una guerra de agresión particularmente cruel, sin reglas en ninguno de los dos bandos, pero con uno de ellos, el checheno, y especialmente el de los civiles inocentes, pagando un castigo desproporcionado por culpas ajenas.

Politkovskaya asumió riesgos más allá de lo razonable al moverse fuera del control del Ejército ruso, escuchó historias sobrecogedoras de supervivientes de las incursiones de castigo del Ejército, documentó torturas atroces, desapariciones, violaciones, saqueos, ejecuciones sumarias, presiones y amenazas sobre los propios soldados para convertirlos en verdugos (osea, en cómplices). No ocultó los abusos cometidos en el otro bando pero, al igual que ocurre ahora en Palestina, donde el Estado judío impone el ciento por uno, la desproporción en Chechenia fue abismal y, por sí sola, bastaría para marcar la distancia entre la razón y la sinrazón.

Igort, con su trazo firme y descorazonado, impresionante en su desnudez, sigue el rastro de esta informadora convertida en enemiga de Putin a través de su mediación en la crisis por el asalto al teatro Dubrovka de Moscú (2002), del envenenamiento que sufrió cuando iba a informar del asalto en 2004 a una escuela en Beslán (dos acciones de la guerrilla chechena saldadas con centenares de muertos), de su retención, con amenazas de ejecución sumaria, en una unidad militar, de sus entrevistas con supervivientes y víctimas de las exacciones rusas, de sus artículos desafiantes de lo que consideraba una injustificable guerra de agresión.

Eso le ganó una legión de enemigos, aunque ella nunca quiso vivir como una amenazada que debe tomar precauciones. No tenía miedo. "Como si su valor", sostiene Igort, "le otorgase una suerte de invulnerabilidad". Lo tuvieron fácil los pistoleros que el 7 de octubre de 2006 le dispararon cuatro tiros en el ascensor del edificio moscovita en el que vivía. Le alcanzaron dos. Un crimen con el sello de un asesinato de encargo.

A partir de entonces, se sucedieron los homenajes y los premios póstumos, más en el extranjero que en la propia Rusia, donde la popularidad de Putin nunca se ha resentido mucho por minucias como esta. Llegaron también, por supuesto, las exigencias de que se hiciera justicia, oficialmente atendidas por las autoridades. Tuvieron que pasar casi ocho años (hasta el pasado 9 de junio) para que se dictasen cinco sentencias, dos de ellas a cadena perpetua, pero la sensación resultante es que el caso se ha cerrado en falso, y que quedarán impunes los auténticos culpables, los que dieron la orden o crearon el clima de odio que hizo posible el crimen.

Escribe Igort al principio de sus Cuadernos rusos: "Otra persona en su situación seguramente se hubiese refugiado en la distancia olímpica del cronista, de quien observa con escrúpulo. Ella en cambio había respondido a las atrocidades que presenciaba día tras día de la manera más sencilla, que es al mismo tiempo la más dolorosa y complicada. Se despojó de la distancia del periodista para ser, simplemente, un ser humano". Y, casi al final, como un epitafio: "La imbuía ese sentimiento ético que desprende cierta literatura rusa del siglo XIX. Anna encarnaba una Rusia mejor, y puede que lo que nos ha legado sea su impulso vital, su pasión, que permite que no cerremos los ojos, que no miremos para otro lado. Que no aceptemos verdades prefabricadas y así defender a toda costa los valores que nos vuelven, a fin de cuentas, humanos".

Cuadernos rusos es mucho más que un cómic, tanto por el compromiso que revela, como por el ajuste prodigioso entre texto, imagen e historia. Su autor, Igort, se gana una vez más con toda justicia el derecho a ocupar un puesto de relieve entre los creadores artísticos del momento.

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