El ojo y la lupa

¡Heil Hitler!, el cerdo está muerto

Este es un chiste que circuló por Alemania en la etapa final de la II Guerra Mundial:

El coche de Hitler atropella a una gallina, y el führer decide comunicárselo personalmente al dueño. A los dos minutos vuelve corriendo con las huellas de que le han dado una buena paliza. Prosiguen su camino y, poco después, atropellan a un cerdo. Esta vez, para no correr riesgos, el mensajero es el chófer que, pasada una hora, regresa borracho como una cuba, con una cesta llena de salchichas y muchos otros regalos. "Pero, ¿qué le ha dicho usted al granjero?", pregunta el líder nazi. Y el chófer responde: "Sólo le he dicho: ¡Heil Hitler, el cerdo está muerto!".

Precisamente esta última frase da título a un libro de Rudolph Herzog, editado por Capitán Swing, que constituye la versión escrita de un documental y en el que se ilustra que, incluso en los momentos más oscuros del Reich de los mil años, el humor permitió liberar tensiones y dar una tímida y encubierta voz a la disidencia. Aunque el propio autor matiza al decir que "los chistes políticos no eran una forma de resistencia pasiva, sino más bien una vía de escape para la rabia acumulada del pueblo".

Consciente de las objeciones que puede provocar su trabajo, Herzog comienza el libro con esta pregunta. "¿Es lícito hacer bromas sobre Hitler?" La duda planeó en su momento sobre obras maestras de la cinematografía como El gran dictador, de Charlie Chaplin, y To be or not to be, de Ernst Lubitsch. Y solo el paso del tiempo las ha despejado. "¿Es legítimo", insiste el autor de esta obra singular, "aproximarse a Auschwitz con los medios de la sátira o de esta manera se trivializa aquello que en realidad es inenarrable?

Herzog se justifica con el hecho indiscutible de que los alemanes –y no sólo los contrarios al régimen- no dejaron de reírse de Hitler y el nazismo durante los 12 años que duró el Tercer Reich. El análisis de los chistes de la época revela qué tipo de humor era el que más temían los gobernantes. El objetivo del libro, antes que hacer reír al lector, es "contemplar la sociedad alemana de aquellos terribles años desde una nueva perspectiva".

El afán por ser objetivo de Herzog le lleva a demostrar que las bromas satíricas contra el nazismo o alguno se sus jerarcas, Hitler incluido, y siempre que no se sobrepasaran ciertos límites, no suponían en sí mismas un pasaporte al campo de concentración, la guillotina, el tiro en la nuca o la cámara de gas. "La mayor parte de los narradores de chistes que fueron denunciados y arrastrados a los tribunales", asegura, "recibieron castigos más bien leves, incluso a veces se les dejaba marchar con una simple sanción".

Esa realidad casi estadística no implica ni mucho menos que la tolerancia fuese en modo alguno una seña de identidad del nazismo, sino tan sólo que la represión no siempre era tan burda como para intentar poner puertas al campo y que tal vez había dirigentes que comprendían que cierto tipo de humor, el menos transgresor,  podía tener incluso un efecto estabilizador en el sistema. Todo dependía de la virulencia de la sátira, de la época en la que se producía (a última hora Hitler y los suyos no estaban ya para bromas) y, sobre todo, de quien era su autor o propagador. En aquella burda caricatura de la justicia, la profusión de leyes arbitrarias y a la medida de sus intereses característica del régimen permitía tanto la clemencia como la crueldad más salvaje. El mismo chiste podía castigarse con una amonestación, una multa, una severa condena de cárcel o la pena de muerte.

A veces, la parte más dura de esa variable vara de medir se utilizaba para dictar sentencias ejemplarizantes. Un caso sintomático fue el del famoso actor Robert Dorsey, galán en numerosas películas de la UFA, conocido por su desprecio del nazismo (se negó a entrar en el partido) y gran contador de chistes sobre Hitler y Goebbles. Como el siguiente, uno de los que, tras ser denunciado, le condujeron a la guillotina en octubre de 1943: Una niña tiende a Hitler un manojo de hierbas. "¿Y qué voy a hacer con esto?", le pregunta. "Plantarlo, dice la pequeña. La gente dice todos los días: sólo cuando el führer críe malvas vendrán mejores tiempos".

El mismo destino fatal corrió el sacerdote católico Joseph Müller, cuyo afán por el apostolado le llevaba a competir en el reclutamiento con las Juventudes Hitlerianas y que recibía en su casa a trabajadores polacos condenados a trabajos forzados. Su juicio –una farsa- se hizo famoso por la furia del fiscal del presidente del tribunal Roland Freisler, que llegó a contar chistes y lanzar ataques violentos contra la el Papa, el cristianismo, los obispos y las diversas instituciones religiosas. Del acusado dijo que "se había introducido como un gusano en la médula del pueblo alemán y había corrompido su voluntad defensiva". Uno de los crímenes de Müller fue contar un chiste que, en 1933, en los albores del régimen nazi resultaba casi inofensivo. Lo reproduzco resumido: en su lecho de muerte, un expiloto pide que le pongan el retrato de Hitler a la derecha y el de Göring (jefe de la Luftwaffe a la izquierda, tras lo que dice: "Ahora muero como Cristo [entre dos ladrones]". El cura pagó su osadía en la guillotina el 11 de septiembre de 1944. El juez se libró de rendir cuentas porque murió víctima de un bombardeo en febrero de 1945.

Para terminar, una pequeña selección de chistes que recoge Herzog en su libro.

Hitler visita un manicomio. Los pacientes le reciben con el brazo en alto. Excepto uno, al que pregunta: "¿Por qué no saluda usted como los demás?" Respuesta: "Es que yo no estoy loco. Soy el enfermero".

De visita en Suiza, un jerarca nazi pregunta por un edificio. "Es el Ministerio de Marina", le responden. "Ja, ¿y para que lo queréis si no tenéis mar? La réplica: "¿Y para qué necesitáis en Alemania un Ministerio de Justicia?"

[Sobre la psicosis de delación]. "Abra usted bien la boca", pide el dentista a su paciente. Este replica: "¿Cómo? Yo a usted no le conozco de nada".

[Después de que Rudolph Hess saltase sobre Inglaterra en paracaídas, el 10 de mayo de 1941 para intentar un imposible acuerdo de paz].

1.- Churchill recibe a Hess y le dice: "¿Así que usted es el loco?" El dirigente nazi responde. "No, sólo soy su representante".

2.- Dos viejos conocidos se encuentran en un campo de concentración. "Yo estoy aquí", dice uno de ellos, "porque el 5 de mayo dije que Hess estaba loco". A lo que el otro replica: "Pues yo estoy aquí porque el 15 de mayo dije que Hess no estaba loco".

[Sobre las armas para evitar la derrota]. "¿Sabías que la Marina tiene una nueva arma milagrosa? Es un submarino con una cubierta de goma con 1,5 metros de grosor". "¿Se trata de una protección contra los radares?" "No, no, el submarino se mueve alrededor de Inglaterra y la borra del mapa".

Hitler, Göring y Goebbles están en el patíbulo, a punto de ser ahorcados. El ex jefe de la Lutwaffe dice: "Ya sabía yo que la cosa se decidiría en el aire".

Un hombre pregunta a otro: "¿Qué harás después de la guerra?" "Me tomaré unas vacaciones y viajaré por la Gran Alemania". "¡Ah! ¿Y qué harás por la tarde?"

Hay dos tipos de judíos: los optimistas y los pesimistas. Los pesimistas están en el exilio, los optimistas en los campos de concentración.

Los nazis entienden mucho de nutrición: han constatado científicamente que los alemanes necesitan 2.500 calorías diarias, los polacos 600 y los judíos 184.

[Sobre la escasez durante la ocupación alemana en Amsterdam]. Un individuo intenta suicidarse ahorcándose, pero la soga se rompe. Prueba con el gas, pero está cortado. Entonces decide vivir de su cartilla de racionamiento, y muere al primer intento.

Desde la torre de radiodifusión, Hitler dice a Göring que le gustaría dar una alegría a los berlineses, a lo que su segundo le replica: "Entonces salta desde la torre".

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