El ojo y la lupa

Casablanca era Tánger

El protagonista de Tangerina (Ediciones Martínez Roca) no es en realidad ese maduro Sepúlveda —nunca se menciona su nombre de pila—, profesor del Instituto Cervantes de Tánger que, por accidente, se ve envuelto en una oscura intriga de espionaje, la disputa de una licencia de telefonía móvil, un par de muertes innecesarias y el descubrimiento de perturbadores secretos familiares. Él, sus pesquisas de detective bisoño, su joven y adorable novia marroquí que vive entre dos mundos, los entresijos de su historia personal y una pléyade de bien trazados personajes secundarios son tan solo el aderezo imprescindible que acompaña al plato fuerte de esta novela fascinante y exótica, que se lee de un tirón y en la que Javier Valenzuela, veterano escritor y periodista, ha volcado lo mejor de sus dos oficios. Aunque sobre este último se intuya que ha conocido también su aspecto más oscuro, a juzgar por lo que pone en boca de su héroe: "Los periodistas son unos chuchos que comen de las migajas de los poderosos".

La esencia, el corazón de Tangerina no es otro que la propia ciudad de Tánger, a la que Valenzuela se rinde con incondicional fervor de enamorado: su pasado como ciudad internacional y abierta, su cosmopolitismo que atrajo a millonarios y escritores en busca de inspiración, su exotismo y tolerancia hacia los vicios ajenos, su huella española y andalusí —todavía perceptible—, su condición de puerta al estrecho que separa África de Europa, su ambiente especial que todavía hoy la convierte en un caso único en Marruecos, y su fascinación para muchos españoles que todavía se acercan a ella en dirección opuesta a la de las pateras de la muerte.

Valenzuela resalta el papel de refugio que tuvo Tánger para musulmanes y judíos expulsados de España, su conversión en puerta de entrada para los europeos en el enigmático reino de Marruecos, su pujanza como centro comercial y nido de espías, la mezcla no explosiva durante décadas, puede que incluso armónica, de mezquitas, iglesias y sinagogas no solo entre sí, sino también con bancos, bares, comercios, zocos, cabarés y burdeles.

Con agilidad y pericia, el autor muestra con vivos colores dos momentos muy concretos de Tánger: en 1956, cuando la independencia del país magrebí estaba a punto de liquidar su experiencia única como ciudad internacional gobernada por siete potencias protectoras, entre ellas España; y en 2002, poco después de los atentados del 11-S, que consagrarían al extremismo islamista como gran amenaza a la seguridad mundial y cuando la ciudad, aunque ya plenamente marroquí, conservaba aún una parte, cada vez menor, de su vieja herencia de espíritu abierto a influencias y modos de vida externos.

Por las páginas de Tangerina circulan, adornados con frecuencia con vívidas anécdotas, millonarios como Forbes y Barbara Hutton; artistas como Francis Bacon, Yves Saint Laurent o Maria Callas; escritores como Burroughs, Jane y Paul Bowles, Patricia Highsmith, Samuel Beckett, Ian Fleming, Juan Goytisolo y Ángel Vázquez; y gente del cine como Bernardo Bertolucci o Ava Gardner.

Incluso asoma la sombra de Humphrey Bogart, pese a que su paso por la ciudad no está confirmado. Valenzuela con sólidos argumentos, sostiene que la Casablanca del filme de Michael Curtiz debía haber sido Tánger, y que el hoy celebérrimo Rick’s Cafe no era sino una traslación del Dean’s Bar tangerino. La elección del escenario estuvo determinada por el hecho de que el guion exigía que la acción se desarrollase en una ciudad bajo control del régimen francés de Vichy, y en esa época, en plena II Guerra Mundial, Franco incorporó Tánger al protectorado, si bien se vio forzado a devolverla tras la derrota del amigo nazi. Con todo, la atmósfera en la que se desarrolla el reencuentro de Bogart y la Bergman —a los que siempre les quedaría París— era la de la época en la que Tánger era un nido de espías, estafadores, contrabandistas y refugiados políticos. Para más detalles, recomiendo ir a la página 49.

Tangerina garantiza una lectura gratificante. Si acaso cabe reprocharle algo a Valenzuela es que la trama de la novela, que por sí sola tiene un notable interés, y que plantea problemas actuales de hondo calado, se pierde en buena medida entre la exuberancia de la descripción del Tánger presente y pasado. Porque este Tánger es mucho Tánger. Está lleno de colores, aromas, pasiones, misterios, algarabía, contrastes, exotismo. La vida en dimensiones diversas. Y, por supuesto, también de su gente, la de 1956 —más internacional— y la de 2002: funcionarios, policías, intelectuales, artistas, vendedores y hasta limpiabotas, descritos como solo puede hacerlo quien los ha observado y frecuentado con tiempo sobrado y ese tipo de percepción que permite captar lo esencial.

La ciudad vive con intensidad en las páginas de esta novela, que anima a quien no la conozca a tomar el ferry desde Algeciras o un vuelo barato (que los hay), alojarse en un típico riad y lanzarse a la calle para comprobar hasta qué punto ha cambiado Tánger y hasta qué punto sigue siendo la misma.

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