El ojo y la lupa

‘El árabe del futuro’: la vida en cómic de un niño mestizo

Lo peor de El árabe del futuro. Una juventud en Oriente Medio (1978-1984), de Riad Sattouf, hijo de francesa y sirio, cuya versión en castellano acaba de publicar Salamandra, es que termina con un Continuará. Hasta ese final el título desconcierta porque, página por página, viñeta a viñeta, se asiste a la peripecia vital autobiográfica, contada en imágenes y en primera persona, de un niño del pasado, de larga melena rubia que, entre sus dos y seis años, vive con sus padres primero en Francia, luego en la Libia de Gadafi y por fin en la Siria de Hafez el Asad. Y de cada una de esas experiencias parece captar lo esencial: la perplejidad ante mundos diferentes ninguno de los cuáles parecía ser el suyo, quizás a causa de su mestizaje.

Hasta la página 159, tras una última viñeta en la que vemos a Riad y su familia a punto de tomar desde Francia el avión que les devolverá a Siria, no nos enteramos –al leer una breve reseña biográfica- de que estamos ante la primera parte de una trilogía. A la vista de lo descarnada y honesta que resulta, del esfuerzo de objetividad y sinceridad que supone, que no sufre menoscabo por el formato de libro gráfico, hay que confiar en que su autor pague pronto su deuda con los lectores y publique las dos entregas a las que se ha comprometido, avanzando en el relato de su vida hasta que el título general de la obra cobre sentido.

Sattouf, que con este primer tomo ganó el premio Fauve d’Or del festival de Angulema, es uno de los grandes de la novela gráfica francesa, un veterano colaborador de Charlie Hebdo y un notable director de cine que incluso ganó en 2009 el César a la mejor ópera prima. En El árabe del futuro escarba en su memoria, hasta remontarse a su más tierna infancia, rescata sus recuerdos más esenciales, los enriquece con los de su familia, los documenta históricamente y –lo más complicado- los reduce a la mirada y el lenguaje de un niño que percibe con perplejidad la diversidad del mundo en que se ve inmerso. De este delicado proceso de elaboración surge un producto que destila autenticidad y que, con la simple exposición de los hechos, resulta enormemente ilustrativo y didáctico.

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El pequeño Riad aprende muy pronto que, pese a un aspecto físico que despierta admiración allá por donde pasa, la mejor forma de encontrar su lugar en el mundo no consiste tanto en actuar como en mirar, ver, aprender y callar. Es como si esperase a ser adulto, a convertirse en un artista reconocido para, a través de la simple descripción, reflejar incluso los puntos oscuros de su propia familia: un padre sirio doctorado en Historia que no acaba de encajar en Francia pero que tampoco encuentra su lugar ni en la Libia de Gadafi de los primeros ochenta ni en su propio país, regido entonces por el Asad padre del Asad actual, ambos trazados por el mismo patrón siniestro.

El retrato que Sattouf hace de su padre es cruel, incluso despreciativo. Le presenta como un iluso resentido con su país de acogida, partidario de manera genérica e inútil de la emancipación de un pueblo árabe sometido por tiranos, enemigo acérrimo y visceral de Israel más porque es lo que toca que por reflexión intelectual, y ateo que distingue entre amigos y enemigos según la rama del islam a la que pertenezcan. Tampoco su madre, que conoció a su marido cuando ambos eran estudiantes en la Sorbona, sale bien parada, porque en todo momento es representada como alguien sin voluntad propia, que se deja arrastrar a donde la llevan, incapaz ni de defender su identidad laica, blanca y europea, ni de comprender –mucho menos adaptarse- las sociedades árabes en las que le toca vivir.

Es en ese contexto familiar, y en esos tres escenarios tan diferentes, donde el niño Riad se va convirtiendo en persona, incluso esbozando su personalidad, desarrollando su propio sentido de lo que está bien y lo que está mal. Describe lo que ve, incluso lo que sueña. De la Libia de Gadafi, donde su padre trabaja como profesor, refleja el culto a la personalidad, la omnipresente y ridícula demagogia, las dificultades de la vida diaria, los problemas de desabastecimiento (que no de escasez) y detalles tan absurdos como que las viviendas no tienen cerradura porque el Guía de la nación ha abolido la propiedad privada y las casas, al menos en teoría, son de todo el mundo.

De la Siria de Hafez el Asad, Riad recoge algunos de sus aspectos más siniestros, y no solo de un régimen político marcado por la corrupción y la reverencia a un presidente que gobierna mucho más con el palo que con la zanahoria, sino de una sociedad que, lejos de las principales ciudades, parece anclada en la Edad Media.comic2

El pueblo cercano a Homs en el que vive la familia de su padre es un secarral de casas sin terminar (porque si se completan hay que pagar un impuesto especial), con gran parte de su extensión ruinosa y abandonada, de niños salvajes, crueles y agresivos que atacan al extranjero y le dedican el peor insulto posible, sin que les importe que no se ajusta a la realidad: "¡Sucio judío!". Y con tíos, primos y abuelos de intereses primarios, que no entienden ni a Riad, ni siquiera a su padre –que lleva 17 años ausente- ni mucho menos a su madre, que pasa el tiempo rodeado de mujeronas vestidas de negro a las que no entiende y que le parecen llegadas de otro siglo.

Ni siquiera en la Francia de la tolerancia, la liberté, egalité et fraternité, halla Riad el anclaje que le ayude a entender cuáles son sus señas de identidad. Su abuelo materno parece un viejo verde, su abuela bretona abandonada e izquierdista, vive aburrida en el campo y se pasa la vida viendo la tele, y los compañeros en la escuela son unos ignorantes ante los que debe disimular que tiene talento para dibujar, no sea que le estigmaticen por ser diferente.

Sattouf modera un tanto el tono siniestro de su relato con un dibujo fresco y de trazo sencillo, de efectos incluso relajante, y con una utilización del color que reserva el azul con algún toque de rojo para Francia, el amarillo con toques de verde para Libia, y el rosa con toques de verde y rojo para Libia. Una elección que debe tener algún significado, pero que confieso que se me escapa.

El árabe del futuro es un retrato áspero y crudo, sin concesiones, excesivo quizás para atribuírselo a un niño de menos de seis años, que lo más probable es que deba más al Riad adulto que al niño y que deja poca opción para la esperanza. Eso aumenta la expectación por ver las dos entregas restantes de la trilogía, en las que cabe suponer que se mostrarán los acontecimientos que modelan la personalidad de Riad, el resultado de este cóctel potencialmente agresivo de elementos identitarios tan diferentes. Y quizás se pueda contemplar también el comienzo del itinerario vital que le convirtió en uno de los artistas imprescindibles de Charlie Hebdo  a partir de 2004.

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